Lo dijo Fidel y la frase fue declaración de principios de una Revolución triunfante: «No le decimos al pueblo cree, le decimos lee». Es la expresión de la vocación cultural de un proceso que era mucho más que un cambio de gobierno. Era el convencimiento de que una transformación radical de la sociedad tenía que otorgarle al arte y a la literatura un rol sustantivo. Cultura para todos. Cultura como patrimonio compartido de un pueblo. La Revolución tenía que ofrecerle cauce e impulso al caudal creativo de ese pueblo.
Lector impenitente, hombre curioso y sensible, Fidel Castro fue artífice de la mayor gesta cultural del siglo XX cubano: la Campaña de Alfabetización. Cientos de miles de personas aprendieron sus primeras letras en una movilización nunca antes imaginada. Una batalla —victoriosa— contra los molinos de viento. Algunos de los campesinos creían al principio que aquello era una locura. Pronto, lo que pareció quimérico se hizo realidad.
El primer libro publicado por la Revolución, en una tirada verdaderamente popular, fue El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes. La novela mayor de la lengua. Un monumento literario de la humanidad. Pero más allá de la trascendencia práctica del hecho hay una dimensión simbólica: Una apuesta por la utopía. Una voluntad por deshacer entuertos.
Fidel no fue un loco, sino un soñador. Y, como Don Quijote, no se conformó con quedarse en su gabinete vislumbrando mundos ideales. Salió a conquistarlos. Su diálogo estrecho con artistas y escritores, su convencimiento de que la cultura era espada y escudo de la nación, su afán permanente de conocimiento, lo ubicaron en la vanguardia de uno de los más hermosos empeños de la Revolución cubana, aspiración meridiana de José Martí: formar a un pueblo culto, porque un pueblo culto es un pueblo libre.
El joven e hiperactivo Fidel Castro Ruz, pez en el agua en el torrente de los primeros años de la Revolución, accedió a posar para Oswaldo Guayasamín en la noche del 6 de mayo de 1961. Por supuesto, el pintor ecuatoriano no debía regodearse: Fidel solo le había otorgado media hora. Pero, al final la sesión duró horas, sazonadas por una conversación que no cesó en ningún momento.
Fidel se movía de un lado a otro, fumaba su tabaco, bromeaba con el artista y, sobre todo, preguntaba. Quería saber, Fidel siempre quería saber: la procedencia del óleo, la calidad de los pinceles, la geografía, la historia, la cultura y la política de Ecuador. Esa noche surgió una amistad para toda la vida. Cuando Guayasamín murió, Fidel afirmó que él era el hombre más noble que había conocido nunca.
Cuentan algunos que Fidel no se reconoció en ese primer retrato, pero admitió que en todo caso era la visión del pintor y, por tanto, una visión legítima. Y hermosa, muy hermosa.
Ese Fidel de Guayasamín es un Quijote. La metáfora es evidente: el pintor retrató a un soñador que estaba dispuesto a luchar por sus sueños.
De esa obra solo queda testimonio fotográfico. Se perdió.
Guayasamín pretendía retratar a Fidel cada cinco años. El artista creía que era imposible recrear en un solo cuadro todos los matices, todas las facetas de Fidel.
«Tendré que pintarlo 20, 30 veces para captar cada una de sus maneras profundas de ser», decía el artista.
Obviamente, no tuvo esa posibilidad: Fidel era un torbellino. Pero pudo pintarlo tres veces más. Y compartir con él en varias oportunidades. Lo retrató en 1981, en 1986 y, por último, en 1996, cuando Fidel cumplió 70 años. En esa última pieza incluyó también las manos, las expresivas manos de Fidel.
Los especialistas coinciden: es una obra maestra. Poderosa. Impactante.
Guayasamín siempre se creyó un privilegiado por estar tan cerca de una de las más grandes figuras de la política continental y del mundo. Pero, Fidel también se sabía un privilegiado: fue inspiración de un gigante de las artes. Esos retratos forman parte ya del gran acervo artístico de un continente.
Dos cartas y un premio
Alejo Carpentier fue en 1978 el primer latinoamericano en obtener el Premio Miguel de Cervantes. Si importante fue que un escritor cubano conquistara tan alto galardón de las letras españolas, más impresionante resultó su gesto de donarlo a la Revolución.
En una carta dirigida al Comandante en Jefe plasmó su decisión:
Considerando que toda recompensa lograda por un cubano en esta fase trascendental de nuestra historia no debe quedar en egoísta propiedad de quien la recibe, tengo la satisfacción de remitirle la adjunta medalla conmemorativa del Premio Miguel de Cervantes Saavedra, que me fue otorgado el 14 de abril pasado en la Universidad de Alcalá de Henares, por estimar que, más que a mí, corresponde su posesión a mi Partido, lo que equivale a decir, a la Revolución Cubana, que hizo cristalizar los ideales de los mejores hombres de mi generación, dándome, en mis años maduros, una plena conciencia de mi razón de ser.
Le ruego acepte, en esta misma ocasión, el monto material de dicho Premio Cervantes, para que de él haga el uso que tenga por más conveniente.
Igualmente, emotiva fue la respuesta de Fidel:
Querido compañero Carpentier:
Nuestro Partido y nuestro pueblo han recibido con la misma emoción que nosotros las palabras con que usted, en gesto de noble y conmovedora generosidad, dedica a la Revolución la medalla conmemorativa y el importe del Premio Miguel de Cervantes Saavedra.
Estamos acostumbrados a que los jóvenes, que todo lo deben a la nueva sociedad, consagren a ella sus éxitos en la producción, la conciencia, el arte o el deporte. Usted, sin embargo, era ya una gloria de las letras, de reconocido prestigio cuando todavía faltaban largos años para que triunfara nuestra causa. Esa circunstancia subraya, en todo su valor moral, en la hora de un altísimo reconocimiento a la obra literaria de su vida entera, a compartir ese merecido honor con todos sus compatriotas.
Muchas condecoraciones pueden caber en el pecho de un hombre. Pero cuando un hombre siente que no puede existir verdadera grandeza si está separada de la obra colectiva a la que pertenece, como usted lo manifiesta ahora, se hace digno de la más alta y valiosa de todas: la de la admiración, el cariño y el respeto de su pueblo.
Todo el apoyo al ballet
Fidel soñaba en grande: un día preguntó si era posible que en cada provincia del país hubiera una compañía de ballet clásico. Lo convencieron de la inviabilidad de la idea, teniendo en cuenta las grandes demandas organizativas y la necesidad de recursos que implica una compañía de ballet. Pero él no estaba conforme: si lo primero era imposible, había que llevar el ballet a todas partes y (algo importante) garantizar que todo el que tuviera el talento accediera a la enseñanza de ese arte, viviera donde viviera.
Si uno pregunta hoy la procedencia de algunos de los más grandes bailarines cubanos comprueba que no son, precisamente, miembros de familias pudientes. Tiene que ver con la idea revolucionaria de democratizar el acceso a un arte que siempre había estado asociado a las élites.
Alicia y Fernando Alonso lo contaron muchas veces: en los primeros meses de la Revolución, Fidel se reunió con ellos y les ofreció los recursos para consolidar al Ballet Nacional de Cuba, para convertirlo en una compañía de referencia internacional.
En este país había nacido una de las más grandes bailarinas del siglo XX, Alicia Alonso. Fidel, como tantos, la admiraba. Y le agradecía su posición digna junto a su pueblo. Pero para consolidar un gran ballet no bastaba el talento; hacía falta también voluntad institucional. El gesto de Fidel hacia Alicia y Fernando no fue un capricho megalómano; formaba parte de un nuevo proyecto de país, que privilegió el rol del arte en la defensa de la identidad y la libertad nacionales.
Porque el ballet que resurgía cultivaba lo mejor del legado universal de la danza, sin traicionar las esencias de una cultura propia, de una idiosincrasia y una historia.
Fidel Castro expresó reiteradas veces su gran orgullo por los logros inmensos del Ballet Nacional de Cuba. Le complacían sus encuentros con Alicia, a la que consideraba, con justicia, una de las más grandes artistas de todos los tiempos. La bailarina le correspondió siempre con un aprecio, una admiración y una fidelidad que no conoció nunca puntos muertos.
Una y otra vez se sentaron juntos en funciones del Ballet Nacional de Cuba. Y Alicia contaba que Fidel era un espectador curioso: lo quería saber todo. Disfrutaba la concreción de la belleza.
Te lo prometió Martí y Fidel te lo cumplió…
A través de su prolífica obra lírica, prosa literaria y periodística el Poeta Nacional de Cuba, Nicolás Guillén, extendió una honda mirada a la historia de la Revolución cubana y a su máximo líder, Fidel Castro Ruz, sobre el que escribió numerosos poemas y textos, entre estos el aparecido el 13 de julio de 1975 en el periódico Granma bajo el título de Presencia de Rubén Martínez Villena, en el que califica de poetas a Antonio Maceo y al Comandante en Jefe.
«¡Cómo no han de ser poetas, y de los más vigorosos, hombres como Maceo, que desata la invasión —gran poesía— y Fidel Castro, que pone en pie a un pueblo, y lo lanza a la conquista de su propio destino!».
Esa valoración sobre Fidel, palpable de la admiración e identificación que el fundador y primer presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) profesó por él, ya se había hecho pública cuando el 18 de octubre de 1960, con el título de Realidad de la poesía, en el periódico Hoy, apuntó:
«Tenemos la sospecha de que Fidel Castro no ha escrito nunca un pareado, pero nadie osaría negar la grandeza épica y la ternura lírica de toda su obra revolucionaria, que es un vasto poema, como ningún poeta ha escrito jamás en Cuba hasta hoy».
En 1981, Fidel puso en el pecho del gran bardo la Orden José Martí, máxima distinción del Gobierno cubano a personalidades de nuestro país o de otras naciones. Las dos grandes figuras de la cultura y la historia insulares se fusionaron en un abrazo.
La UNEAC también nació con la presencia del Comandante en Jefe, el 22 de agosto de 1961, cuando el autor de Elegía a Jesús Menéndez fue electo presidente, cargo que desempeñó durante 25 años, hasta su fallecimiento.
Muestra de la simpatía y apego del poeta a la obra transformadora de la Revolución cubana y a su principal conductor, se evidencia además en su poema titulado «Se acabó» —incluido en el libro Tengo (1964)—, el cual escribió luego de asistir al acto de clausura del Primer Congreso Latinoamericano de Juventudes, efectuado durante la noche del 6 de agosto de 1960 en el estadio del Cerro (hoy Latinoamericano):
«Te lo prometió Martí/ y Fidel te lo cumplió;/ ay, Cuba, ya se acabó, / se acabó por siempre aquí, / se acabó, / ay, Cuba, que sí, que sí, / se acabó / el cuero de manatí/ con que el yanqui te pegó. / Se acabó. / Te lo prometió Martí/ y Fidel te lo cumplió…». (fragmento).
Lealtad y Fidelidad
Una anécdota revela las bases sobre la que se asentó la amistad de Eusebio Leal y Fidel Castro. En una ocasión intercambiaron pañuelos bordados con sus iniciales y Leal ante el hermoso gesto expresó: «Le doy mi Lealtad a cambio de su Fidelidad».
Emotivas y profundas fueron las valoraciones de Leal sobre el Comandante en Jefe. Vio en él «a un hombre de la cultura, a un pensador que se prepara, estudia y nunca cree suficiente el conocimiento adquirido». Destacó que ese conocimiento «lo sometía a crítica constantemente a tal punto que tú no puedes ir nunca ante él impreparado».
«Ha sido un lector incansable -señaló-, ha leído de todo lo necesario para el conocimiento de la historia de la humanidad, de la cultura, la literatura, el arte (…) y una de las cosas que a todos más nos impresionó fue su capacidad de adquirir conocimientos y proyectarlos en sus relaciones y en su discurso político».
Valoró que siempre lo acompañó la convicción de que «su destino estaba ligado indisolublemente a una causa de justicia social por la cual sacrificaría fortuna, tiempo, momentos para los amigos… todo cuanto fue necesario dejar a un lado para llevar adelante lo que él consideró justo, conveniente y necesario para Cuba».
Fidel y Leal se conocieron en una visita del Comandante en Jefe al Centro Histórico, «y a partir de ese entonces comenzó una aventura muy grande de espíritu para mí –confesó el Historiador de La Habana-. De más está decir que solamente por él entro yo en lo que un amigo llamaba el torrente, la marea de la Revolución».
En medio de las dificultades que enfrentaba para el rescate de la parte antigua de la capital, Fidel lo invitó a un viaje a Suramérica, y al regreso, cuando sobrevolaban la ciudad colombiana de Cartagena de Indias, el Líder Histórico de la Revolución le preguntó qué se podía hacer por La Habana Vieja. Derivado de los intercambios entre Leal y Fidel surgió el Decreto Ley No. 143 de octubre de 1994.
Según Eusebio, «en medio del período especial puso todo lo que está contenido en el documento al servicio de la obra, y no escatimó para ella todo tipo de atenciones. Luego, me consultaba periódicamente, sobre todo preocupado porque a la restauración se uniera, de manera equitativa, la obra social».
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Tomado de Periódico Trabajadores
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