
En 1993 Fina García Marruz publicó un pequeño cuaderno de versos, titulado Los Rembrandt de L’Hermitage,[1] que pocos años después incluiría —como sección penúltima— dentro del libro Habana del Centro (1997).
El conjunto estaba dedicado a Eliseo Diego y Octavio Smith y contenía quince poemas basados en otras tantas obras de Rembrandt, seleccionadas entre la veinticuatro que conserva el museo de San Petersburgo, donde la autora pudo conocerlas durante un brevísimo viaje en 1975 y muy probablemente recordarlas después, a partir de una serie de reproducciones producida por la misma institución y divulgada en Cuba por esos años.[2]
En un poeta de menor talento, un empeño así —escribir un poema por cada pieza recordada— hubiera concluido como un frío ejercicio virtuoso, sin embargo la autora logró apropiarse de tal modo en su discurso de estas obras que pudo mostrar en ellas dimensiones insospechadas.
En la obra poética de Fina es frecuente hallar confluencias entre la literatura y las artes visuales. La palabra se integra sin tensiones a la obra plástica, o el texto escrito, con voluntad interdiscursiva se hace lienzo, grabado, escultura. Ambos discursos, el literario y el plástico forman parte de uno mayor, el de una realidad en la que las cosas, grandes o pequeñas, aluden a una dimensión trascendente siempre presente.
¿Por qué dedicar un cuaderno poético únicamente a Rembrandt? La pintura holandesa del siglo XVII debía forzosamente despertar resonancias en la escritora: mientras en Francia, Italia, España, el arte de la Contrarreforma se hace manierista, ampuloso y los temas mitológicos o bíblicos se desarrollan con un vasto despliegue dramático, en la Holanda protestante la pintura se convierte en arte doméstico destinado a decorar sus casas altas y estrechas o los locales de ayuntamientos y corporaciones; bodegones, escenas cotidianas, retratos de síndicos, son encargados por los burgueses complacidos de la fortuna que repleta sus arcas; los artistas quedan libres para pintar su pequeño mundo con una filosofía optimista, para ellos un pez, un gallinero, una criada barriendo, son más atractivos que los dioses olímpicos.
El arte de Ruysdael, De Hooch, Vermeer de Delft parece no tener pasado, vive en la inmediatez, en lo razonable, su pericia les permite descubrir pequeños detalles y fijarlos de un modo definitivo. Entre ellos, Rembrandt (1606 -1669) fue el menos convencional, el que hizo avanzar más un oficio abierto a las enseñanzas de Italia —especialmente a las audacias del Caravaggio—, mas no se limitó a la atrevida distribución de la luz, al uso del claroscuro Caravaggio que convirtió en pieza polémica La ronda nocturna (1642), sino que su obra, compuesta por más de seiscientas pinturas y trescientos grabados, da testimonio de una filosofía sensualista y un optimismo que van siendo desplazados en su madurez por la preocupación religiosa y la apertura al lado más oscuro y misterioso de la naturaleza humana, tal y como se muestra en Los peregrinos de Emaús, Cristo y la mujer de Samaria y El retorno del hijo pródigo.

El tema bíblico fue tratado tan abundantemente por Rembrandt como por la mayoría de sus contemporáneos, en muchos casos se trata simplemente de un encargo o la situación le parece pretexto adecuado para desplegar la técnica y halagar los sentidos, a la vez que se mueve la emoción devota del espectador. Nunca alcanza el holandés la aspiración mística como puede manifestarse esta en El Greco, pero en algunas de sus piezas de madurez el esplendor formal cede paso a la hondura expresiva y notamos que el asunto no es para él, entonces, un pretexto, sino que llena de su propia experiencia la tela hasta hacerla una especie de confesión íntima, como sucede con El retorno del hijo pródigo.
Precisamente, sobresalen en el cuaderno de Fina aquellos poemas donde la mirada del pintor y la de la escritora convergen sobre determinados pasajes tomados de los evangelios. Entonces, la maestría del holandés y la honda espiritualidad de la cubana colaboran en la formación de un discurso literario que se nutre del plástico, pero donde la finalidad no es puramente la búsqueda de la altura estética, sino más allá, la reflexión sobre la historia de la Redención y el caminar del hombre hacia lo trascendente. Tres ejemplos pueden ofrecernos una imagen adecuada de esta colaboración.

Obra de la juventud del pintor, La adoración de los magos (1632), óleo sobre papel fijado en tela, muestra aún la huella de Caravaggio; el contraste entre luz y sombra es irreal y violento, los verdaderos protagonistas de la obra: Jesús, María y José, están relegados al borde derecho inferior del cuadro y su apariencia resulta casi insignificante en contraste con la poderosa figura de uno de los reyes, de pie en segundo plano, rodeado por un cortejo cuyas expresiones de asombro se oponen a la serenidad de la Sagrada Familia. El motivo del oro, uno de los regalos que los magos trajeron al Niño, baña toda la escena, se prende a las vestiduras, se vuelve lumbre en las sombras del pesebre. El fundamento teológico de la situación parece preocupar poco al creador, hay algo de artificial y frío en el virtuosismo de la pieza, como si fuera un encargo del que le interesó solo el ejercicio de la iluminación. La poetisa se vale de la reiteración para captar lo esencial del ambiente:
En el río de la luz de oro, en la gruta
de oro oscuro, manantiales
de oro hacen torbellinos de oro,
bajo el incienso como un vapor
de oro, ante el júbilo
de oro y mirra de los reyes...[3]
La mirada viaja entonces desde el fondo, se fija en el quitasol aparatoso, en los «ávidos ojosۛ» codiciosos de algunos del séquito, luego baja hasta el rey del primer plano, arrodillado ante el niño con su cabello que «nieva compasiones» y por fin en los tres últimos versos toca a la familia: «caen de rodillas donde un niño / junto a su padre oscuro y su madre algo / cansada, pareciera rezar».[4]
De este modo, la autora, fiel a su poética, subvierte el orden, toda la tabla de valores de la obra plástica ha cambiado: lo simple, lo oscuro y al parecer insignificante, se hace lo más importante, el centro de todo; se diría que ha leído a través del discurso plástico, el discurso teológico que bajo él corre y ha procurado deconstruir el primero para devolverle la lógica del segundo, que funciona como arquetipo. Así, el puro valor plástico pasa a un último plano, el diálogo con el cuadro —que está visto como una especie de sutil agresión— tiene el propósito último de reformar su nivel connotativo, para que este diga lo que se considera correcto. Se trata de una intromisión de la ética que pretende corregir el puro juego estético de la obra. Esto no solo es sumamente consecuente con la poética de Fina, sino que muestra una cercanía notable con la estética martiana, especialmente con el rol social que atribuía a las artes plásticas.
A diferencia de la obra citada, en El retorno del hijo pródigo (1663), obra de madurez del artista, el tema bíblico no es un pretexto sino una visión interiorizada de la parábola evangélica; la luz realza la figura del padre que se inclina sobre el hijo arrodillado y en una gradación descendente, va a los testigos de la derecha y al fondo. La púrpura que cubre al anciano y al principal espectador contrasta con los harapos del hijo. La oposición entre luz y sombra tiene un sentido dramático, dirige la atención hacia los protagonistas, trasmite la serenidad y compasión del relato; esta es sin duda una obra de síntesis que recoge las cualidades fundamentales del artista.
El poema está escrito desde el punto de vista del padre, pero por el orden de interés en los detalles está mirado desde fuera: va de los pies del hijo a su nuca rapada, de ahí a los brazos del anciano, a los testigos en la sombra y luego al de la izquierda, convertido en rey. Para ofrecer los antecedentes de esta situación y sus implicaciones, toma elementos de la parábola que no son visibles en el cuadro: la herencia derrochada por el pródigo, las bellotas que en su miseria le servían como alimento y se refuerza lo visual con el estímulo auditivo: «Para volver a escuchar / tus pasos queridos, esperé / toda la noche, hijo mío».[5] Concluye con otro elemento invisible en el lienzo: «Ponte mi anillo»,[6] símbolo de una alianza que restablece la paz y el equilibrio y es un triunfo sobre la dramática tiniebla que llena gran parte de la tela.

El tema del descendimiento de Cristo que la autora ya había tratado en otros poemas, reaparece en el cuaderno gracias a que la recreación que de él hace Rembrandt despierta en ella un eco más hondo. La obra representa el instante en que desclavan la mano izquierda de Jesús mientras el cuerpo está ya en brazos de José de Arimatea; a la derecha, la Madre, vestida como una aldeana, desvanecida, es sostenida por un grupo y no sería difícil descubrir a la izquierda el sudario que el mismo José de Arimatea compró para amortajar al Maestro.
De las cualidades visuales de la pieza, la más ostensible, como ocurre comúnmente en Rembrandt, es la luz, que irradia en la obra a partir de tres focos: la de mayor intensidad brota del Cristo y baña a José y al conjunto circundante, otro más moderado cubre a la Virgen, mientras el tercero nace tenuemente del sudario que disponen en el borde inferior izquierdo. No es difícil descifrar el sentido de este procedimiento: la luz, como es tradición en la iconografía cristiana, está utilizada como atributo de la divinidad y es el elemento destinado a mostrar a espectador que la escena tiene un carácter sacro: el pintor desea recordar lo que ya dicen los textos evangélicos que, aunque Cristo ha muerto en la cruz, no es un simple hombre sino el hijo de Dios y por tanto resucitará. Toda la obra respira la gran contraposición: sombra, asociada con tormento, muerte, tristeza y luz que significa, divinidad, inmortalidad y resurrección.
La escritora trabaja con el cuadro sin perder de vista el referente bíblico, a la maestría con que Rembrandt ilustra el descendimiento de la cruz, se une la suya para hacer converger los dos discursos: el plástico y el teológico, en uno solo, el de la poesía.
El poema se estructura en torno a tres focos: Cristo muerto, María desmayada, sudario, aunque se detenga en el inventario de objetos y personas que resultan significativas para el relato de la Pasión. Después de hacer un paralelo entre Elías triunfante, arrebatado del mundo en un carro de fuego y este descendimiento doloroso, enfatiza la gravedad, el peso del cuerpo como atributo de la materia contrapuesta al espíritu:
El cuerpo, ahora pesante,
sin la luz humanada sosteniéndolo,
desciende a ser peso del hombre ahora,
el obreraje del no-milagro diario,
la piedad inútil de las mujeres,
la arrobada indiferencia del niño
distraído en los bordados del lienzo funeral.[7]
Desde ese mundo de la gravedad, del «obreraje del no-milagro», voluntaria intertextualidad vallejiana que tiene la función de remitirnos al mundo del dolor humano, cuya hondura parece abrir al hombre a otra dimensión, sabe la autora que debe mirar el misterio a través de la humildad cotidiana, única vía para descubrir lo trascendente. Como ha afirmado en su ensayo sobre Juana Borrero: «solo el amor a lo perecedero en cuanto tal puede encender el hambre de lo imperecedero»;[8] su mirada se baña en la caridad para ser penetradora. Por eso se detiene en lo que pudiera parecer circunstancial, las diversas expresiones de los presentes: «desciende a todos los grados / de la curiosidad, el asombro, la deforme / sospecha, la momentánea pena o el cuidado / como la esponja del vinagre que no secó el sudor».[9] Va de la tierra, «la otra madre oscura», al elemento aéreo: el brazo sin desclavar, «alzado como un ala herida» y se detiene en el resplandor del sudario: «la luz amada / solo en la camisa del solo hombre». En un extremo de síntesis nos entrega lo que sucede a nivel del suelo, la horizontal humana: «el desmayo de la madre, / los crespos rizos de oro de un infante,/ el lienzo manantial y la delgada tela / celebrando sus nupcias en la tierra».[10]
De allí vuelve al plano superior de la obra, la luz funciona como escala espiritual, Cristo, nuevo Elías, irá hacia el Padre en su Resurrección, pero es preciso pasar por el instante de dolor, ser sepultado, iniciar un descenso que ganará continuidad en su opuesto, la irrupción hacia la luz: «la luz, que todavía intenta raptarlo, ayudada / por el giro de todos los astros imantando, / solo por esta luz vencida, / por el asentimiento de su cabeza al dolor / que sin escalas comienza el descenso interminable».[11]
A diferencia de lo hecho con La adoración de los magos, aquí es posible percibir que la escritora trabaja como colaboradora del artista, su labor parece funcionar en dos niveles, en el más bajo se produce una lectura cómplice del cuadro, no solo porque el sistema de códigos de este es plenamente conocido por ella sino, sobre todo, porque la poetisa intuye que allí se muestra una actitud equivalente a la suya ante el referente evangélico; en un nivel más alto, estos códigos son confrontados con otros del orbe religioso y literario que ayudan a conformar su visión católica: la tradición de la poesía ascética y mística castellana, la obra de César Vallejo —autor de filiación materialista en el que los creadores de Orígenes encontraron una impronta cristiana— y de modo menos explícito la poesía martiana donde el motivo de la crucifixión redentora persiste en las diferentes series poéticas, desde el temprano texto «Muerto» que data de su etapa mexicana, pasando por los Versos libres hasta la célebre estrofa que cierra el número XXVI de los Versos sencillos. De esta confrontación nace el poema con una fuerza mayor y aunque la lectura más rica de este pueda hacerse cotejándolo con una reproducción del lienzo, es tal su riqueza que parece haber absorbido en sí toda la significación del cuadro y trascenderlo.
El encuentro de dos talentos: Rembrandt y Fina, ha garantizado para la confluencia entre plástica y literatura en la cultura cubana un cuaderno excepcional. Hay en él la verificación de esa «filosofía de la mirada» que ella hizo explícita en un ensayo «José Martí», publicado en 1952:
El misterio […] es siempre una revelación, una Aparición, por tanto, está ligado a su apariencia, es el comienzo mismo de toda historia. El Misterio no es por que oculte algo detrás sino por todo lo contrario porque ha aparecido absolutamente en la luz, que es más misteriosa que las tinieblas como el rostro lo es más que la entraña. Por eso para el poeta, ligado a las apariencias, el mundo es misterioso, para el filósofo, ligado a las esencias, el mundo es enigmático. El filósofo se pregunta por el ser de las cosas porque para él cada cosa es una máscara, una emboscada, en tanto que para el poeta el ser está en su revelación en cada cosa de un modo entero.[12]
[1] Fina García Marruz: Los Rembrandt de L´Hermitage. Taller Galas de Cuba, La Habana, 1992.
[2] Rembrandt. The Hermitage Collections 6, Aurora Art Publishers, Leningrad, 1980. De las dieciséis piezas allí contenidas, solo una quedó excluida en el volumen: La despedida de David y Jonatán.
[3] Fina García Marruz: «La adoración de los magos». Habana del Centro, Editorial Unión, La Habana, 1997, p.398. Todas las citas del cuaderno se hacen por esa edición.
[4] Ibidem.
[5] _______________: «El retorno del hijo pródigo». Ob. cit, p.397.
[6] Ibidem.
[7] _______________: «Descendimiento de la cruz». Ob. cit, p. 403.
[8] _______________: «Juana Borrero». En: Poesías de Juana Borrero, Instituto de Literatura y Lingüística, 1966, p.20.
[9] _____________: «Descendimiento de la cruz». Ob. cit, p. 403.
[10] Ibidem.
[11] Ibidem.
[12] FGM: «José Martí». Lyceum. La Habana, VIII (30), mayo-1952, p. 36.
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