«El hombre en la superficie de la tierra no tiene derecho a dar la espalda y a ignorar lo que sucede en el mundo, y para ello existen causas morales supremas», dijo Fiódor Mijáilovich Dostoyevski, uno de los escritores que más escrutó el alma humana, hasta sus más oscuros pensamientos. Y es precisamente este uno de sus mayores aportes, haber colocado al narrador dentro de la obra, dejando la postura facilista de quien relata una historia ajena.
Lleno de sus vivencias de la cárcel y su deportación a Siberia, a la vuelta del destierro, cuarentón, pobre y poco reconocido, escribió sus obras cumbres: Crimen y Castigo, El idiota, Los hermanos Karamazov. Ya había pasado entonces del socialismo objetivo radical al pensamiento profundamente religioso y conservador.
Convencido de que el futuro de la humanidad se hallaba en juego, no dejó de advertir, desde sus personajes, las pasiones universales que nos llevarían al declive: la envidia, los celos, las traiciones, el odio, el egoísmo, bajo situaciones, no del bueno y el malo, sino de decisiones extremas donde el amor, tras el dolor, juega y se esconde, se disfraza y al final es la única solución factible, tan simple como tan compleja.
Dostoyevski le hablaba al hombre, al género masculino pues para él las mujeres pertenecían a otra casta, no solo por su vocación religiosa, sino porque los momentos más trágicos de sus existencia estaban directa o indirectamente relacionados con ellas.
Primero su madre María Fiódorovna Necháieva, una mujer cariñosa, de buen carácter y amante de la cultura, que amortiguaba, pero no eliminaba, los arrebatos de Mijail Dostoyevski, padre severo, de fuerte personalidad y actitud tiránica. Al morir tempranamente por tuberculosis, no solo causa un profundo sufrimiento al joven Dostoyevski, sino que deja la balanza desequilibrada aún más, pues el padre, por su pérdida, se sumerge en el alcoholismo alejando a sus hijos del hogar.
Al sucumbir el padre, algunos dicen de una muerte violenta, ahogado en su propio alcohol dado a la fuerza por sus ciervos, Fiódor se retuerce en su culpabilidad, pues quería, en sus callados pensamientos, su muerte.
Estando aún casado mantiene una relación con Paulina Suslova, una estudiante de 16 años de ideas avanzadas, que le abandonó poco después por un joven español. «La mujer, solo el diablo sabe lo que es; yo no lo sé en absoluto», escribiría en cierta ocasión.
Sin embargo, su primera esposa, antes viuda, que llevase el mismo nombre del de su madre, María, y convaleciente de la misma enfermedad que murió su progenitora, influye sobre su criterio al respecto: «Los celosos son los primeros que perdonan, todas las mujeres lo saben». Al morir María, entra en una terrible depresión, pues pese a que no había sido del todo feliz a su lado ella había sido su primer amor.
Contrajo nupcias con su secretaria particular Anna Grigórievna Snítkina con quien tuvo una hija que muere casi al nacer. Al poco tiempo enviuda y su depresión aumenta. Dostoyevski se refugia en el juego, vicio que termina por endeudarlo aún más, pues también adquiere los embargos de su hermano difunto que había dejado una viuda con cuatro hijos. «El verdadero dolor, el que nos hace sufrir profundamente, hace a veces serio y constante hasta al hombre irreflexivo; incluso los pobres de espíritu se vuelven más inteligentes después de un gran dolor».
Huye de Rusia, atormentado, jugador, epiléptico, se refugia en el extranjero, escribe, solo escribe, ¿qué más puede hacer el escritor?, a eso ha venido: Notas de invierno sobre impresiones, El jugador, Los endemoniados, El eterno marido, Diario de un escritor. Toda esa vida intensa la bebe en menos de diecinueve años, pues muere a los 59 y es enterrado en el monasterio Alexander en San Peterburgo.
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