En 1931, cuando apenas era una niña de cinco años, Flannery O’Connor cautivó a un gran número de estadounidenses. Su imagen recorrió los cines del país porque había logrado algo inaudito: enseñarle a una gallina a caminar hacia atrás. La curiosa noticia tampoco terminó siendo tan extraña en la corta e intensa vida de la autora, porque O’Connor vivió sus últimos años en una granja escribiendo y criando diferentes aves, entre ellas pavorreales, sus favoritas.
Mary Flannery O’Connor nació en 1925 en Savanah, Georgia. Hija única de una pareja católica y acomodada de origen irlandés, la infancia de O’Connor transcurrió sin sobresaltos. Pero las cosas cambiaron drásticamente en 1941 cuando su padre Edward murió de lupus. A los doce años se mudó a una granja familiar en Milledgeville, no muy lejos de su primer hogar. La jovencita pasó su adolescencia y parte del tiempo en el Georgia State College for Women (donde estudió Ciencias sociales), desarrollando su talento como caricaturista. Sus viñetas, que satirizan el mundo estudiantil y la vida de posguerra, daban ya cuenta de un particular y oscuro sentido del humor.
Fue en esta época que empezó a interesarse por la lectura. En 1946, y pese a que era extraño encontrar mujeres en ese ámbito, fue aceptada en la Universidad de Iowa para cursar su prestigioso Máster de Creación Literaria. Poco tiempo después inició el camino de su celebrada novela Sangre sabia (Wise Blood, 1952) y consiguió una beca para terminarla en la legendaria colonia de artistas Yaddo (en Saratoga Springs, Nueva York) donde también acudieron escritores como John Cheever, Truman Capote, Sylvia Plath o Patricia Highsmith.
Pero el auspicioso inicio de su carrera literaria se vio opacado en 1951 cuando le diagnosticaron lupus, la misma enfermedad que mató a su padre. O’Connor decidió volver con su madre a la granja Andalusia, en Milledgeville. Fue allí donde vivió el resto de su vida, escribiendo y criando gansos, patos y pavorreales. Vivir alejada de la vida mundana y cultural de las grandes ciudades no hacía que perdiera su interés por el mundo, la gente o sus amistades epistolares. La poeta Elizabeth Bishop comentó sobre ella: «No daba muestras de no vivir en una metrópoli, o de ser una creyente, ella vivía con estoicismo cristiano e ingenio y un humor maravilloso que nos avergonzaba a la mayoría de nosotros». Y agregó: «Su trabajo fue completamente diferente; era sureño, rural, malvado, con un conocimiento casi inexplicable de los deformes y pecadores».
Ser una católica devota fue un punto diferencial en su vida (la ayudó a enfrentar su enfermedad) y también en su obra, un hecho que no siempre era del todo entendido por la crítica o por los lectores. La religión, la fe, el fanatismo fueron temas recurrentes pero no siempre detectados a simple vista, porque las historias estaban cargadas de violencia feroz y seres grotescos. Sus personajes, casi siempre del sur profundo, eran personas extraviadas: asesinos, timadores y predicadores que vivían la fe como una carga y como una liberación.
Dijo O’Connor:
Escribo para un auditorio que no sabe lo que es la gracia y que no la reconoce cuando la ve. Todos mis relatos tratan sobre la gracia en un personaje que no la desea, por eso la mayoría de la gente piensa que las historias son duras, sin esperanza, brutales.
La enfermedad fue avanzando lentamente y limitando su movilidad. Sentía cansancio, dolor en las articulaciones, lo que la llevó a reducir el tiempo de escritura. Por eso su obra contiene solo dos novelas y muchos relatos cortos: fue la manera que encontró de aprovechar las únicas dos horas diarias en que era capaz de aporrear la máquina de escribir; no quería embarcarse en proyectos que le llevaran años y que no sabía si podría terminar. Hoy es considerada una maestra del relato breve, ya que produjo joyas perturbadoras como los clásicos «Un hombre bueno no es fácil de encontrar» («A Good Man Is Hard to Find», 1955), «La buena gente del campo» («Good Country People», 1955) o «Todo lo que asciende tiene que converger» («Everything that Rises Must Converge», 1961). Cuando murió, en 1964, solo tenía treinta y nueve años. Se convirtió en una de las autoras más celebradas de lo que se denominó gótico sureño, camino que inició William Faulkner y siguieron autores como Eudora Welty, Carson McCullers, Katherine Anne Porter y Cormac McCarthy.
Hoy la obra de Flannery O’Connor no es difícil de conseguir en español. Lumen editó sus dos novelas, Sangre sabia y Los violentos lo arrebatan en 2011; y Cuentos completos en 2005 (también se consiguen en DeBolsillo). Y para no dejar de conocer su lado de historietista, la editorial Nórdica publicó sus tiras en 2014.
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Tomado de Escaramuza
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