El 6 de enero de 1931 nace Juan Goytisolo, novelista español, ganador del Premio Nacional de las Letras en 2008 y en 2018 el prestigioso Premio Cervantes como reconocimiento a toda su carrera. Es autor de las obras Reivindicación del Conde Don Julián (1970), Juan sin tierra (1975) y los libros de memorias Coto vedado (1985) y En los reinos de Taifa (1986).
Camaleónico como pocos, Juan Goytisolo alterna su forma de narrar de una obra a otra y cuestiona constantemente los principios de la sociedad, siendo particularmente crítico con la civilización occidental y sus fundamentos consumistas. Debido a ello, sus novelas y ensayos fueron prohibidos en la época franquista. Su obra literaria está marcada por dos etapas: en la primera abraza el realismo social de los años cincuenta y en la segunda abandona ese realismo e incluye técnicas de la novela moderna. Goytisolo falleció el 4 de junio de 2017.
Para celebrar su nacimiento compartimos un fragmento de la obra Coto vedado.
Coto vedado
Imperceptiblemente, los signos se acumulan. De forma insidiosa y aleve, irregulares, dispersos, como espaciados adrede para dificultar su lectura. No el simple deterioro físico, verificado apenas en lo cotidiano, el esfuerzo mayor exigido por cada uno de los actos y pequeños rituales del día, ni siquiera la contrariada sorpresa, instintiva rebelión derrotada del brusco enfrentamiento a la marchita juventud de tu fotografía: la irrupción más bien, en un momento de vaga felicidad irresponsable, de ese corte inopinado, brutal, que desbarata previsiones y cálculos y te abandona inerme a la conciencia de una irremediable caducidad.
Conducir, por ejemplo, a la amanecida, a través de un sereno y luminoso paisaje, por una apacible, casi desierta carretera comarcal olvidando, es verdad, según descubrirás más tarde, que se trata de un viernes, día trece y estás por contera en el departamento francés número trece, algo que cualquier supersticioso podría interpretar erróneamente como una deliberada provocación, detenerte en la señal de alto plantada en el cruce con la nacional de SaintRémy a Tarascon, atender a la llamada de un sujeto de edad mediana que, al otro lado de la encrucijada, con una pobre y deslucida maleta en la mano, te pregunta si puedes llevarle contigo a un pueblo vecino y, después de comprobar que te pilla de paso, atravesar la calzada, olvidándote, en el intervalo del breve diálogo, de mirar aún a la izquierda y oír de repente el zurrido estridente de unos frenos, segundos antes del encontronazo que reducirá́ tu automóvil a triste chatarra.
Salir titubeante del vehículo y afrontar el rostro céreo, descompuesto de miedo, del chófer del camión, involuntario mensajero de un aviso del destino, precisamente un árabe; dirigirle, en su lengua, unas palabras para tranquilizarle y escuchar sus balbuceos –no sorprendido en absoluto por lo insólito del hecho de que el europeo presuntamente herido converse con él en su idioma–, la salmodia a media voz de los Kulchi fi yid Allah y otras fórmulas de acatamiento a lo Escrito entretejidas con exclamaciones de acción de gracias.
Inverosímil diálogo en la carretera nevada de vidrio, sin experimentar todavía dolor alguno por la uña del pulgar arrancada de cuajo mientras adviertes que el causante indirecto del lance huye a toda prisa con la maleta a cuestas y la dueña de la tienda situada en el cruce, tras permitirte telefonear al amigo en cuya casa te has hospedado, encaja sin pestañear el precio de la llamada.
Sólo perplejidad por tu presencia en un mundo algodonoso y fantasmal, objeto de piedad o indiscreción de los inevitables mirones, junto a la gura magra y envejecida del desamparado magrebí́ transportista de fruta que, pasado el apuro, se esfuerza en establecer también una simple composición de lugar –daños, responsabilidades, necesidad de prevenir al amo–, aguardando la llegada de la policía.
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