
—Ah, aquellos sí que eran tiempos mejores —dijo el hombre—, ¿verdad, doña Clarita? Entonces todo era distinto. Como decía la hermana del caballero Charles… ¿Cómo era aquello…? ¿Eh, doña Clarita? No recuerdo bien…
—¿Eh…?
—Lo que decía la hermana del caballero Charles… Aquello de la opu… ¿Opu qué?
La mujer estaba tendida en la cama con los ojos cerrados, casi sin oír lo que decía el hombre. Los párpados le temblaban imperceptiblemente. Entonces los entreabrió un poco.
—¡Qué opulencia y qué riqueza! —dijo espaciando las palabras con cierto fastidio y enseguida contrajo los ojos. Con una mano se aseguró de que la bata de casa estaba bien cerrada y con la otra buscó un pañuelo. Después siguió oyendo la música del radio que tenía a su lado.
—Usted sabe lo que yo digo. ¿Eh, doña Clarita? El difunto Charles, que en paz descanse, ese hombre sí que sabía vivir… Qué hombre tan… ¡Qué trajes aquellos! Dril cien, sí señor, dril cien del mejor… —eleva la cabeza y rememora—. ¿Se acuerda de La viuda alegre cantada nada menos que por doña Esperanza Iris? ¿Se acuerda, doña Clarita? Yo me acuerdo bien. En el escenario era toda una dama, una princesa doña Esperanza. ¿Verdad, doña Clarita?
—No tanto —dijo la mujer, abriendo los ojos por un instante. Volvió a cerrarlos y siguió escuchando la música. También sintió el gato de la vecina ronroneando por el pasillo. Había llegado a identificar todos los sonidos de la casa.
Hacía algunos años que Jacinto venía a verla todos los domingos por la mañana y decía las mismas cosas. Al principio le había servido de compañía, ahora le resultaba cargante. Después de un rato se marchaba. Había sido chofer de Charles durante veinte o treinta años; hasta su muerte.
—Yo apenas si salgo. Vengo a verla a usted. Y voy al cementerio a llevarle flores a mi madre —que en gloria esté— y al caballero Charles, y más nada. ¿Para qué?
Se quedó en silencio un instante. La mujer sintió cuando la gata entró en el cuarto; siempre se echaba debajo de la mesa a esperar la comida que ella le daba todos los días.
—¿Se acuerda cuando Caruso cantó en La Habana?
La mujer asintió con la cabeza.
—Todavía me acuerdo. Lo veo clarito, clarito. Usted tenía aquel vestido rojo que tanto le gustaba al caballero Charles. Dicen que para entonces Caruso había perdido condiciones. ¿Qué cree usted, doña Clarita?
«Me lo ha preguntado tantas veces que no puedo recordarlas». Le contestó que entonces Caruso conservaba todas sus facultades.
—Envidias de la gente… envidias de la gente. Había un jardinero gallego allá en la casa del caballero Charles, que decía que Lázaro era mejor cantante que Caruso. ¡Usted que los conoció a los dos; usted que estuvo en las tablas! ¿Qué cree usted, doña Clarita? —la mayoría de las preguntas no se las contestaba, así se marchaba más pronto.
—¿Eh, doña Clarita?
La mujer se incorporó. Se miró en el espejo. Estaba gorda y por debajo del tinte del pelo asomaban las canas. Ya casi nunca se miraba. Tampoco recordaba el día de su cumpleaños. En un tiempo vivía de recuerdos, de fechas, de momentos gratos del pasado. Ahora le importaba más el presente, el poco presente que le quedaba.
—¿Usted estuvo en México varias veces, verdad doña Clarita?
—Ocho veces —dijo tomando el gato debajo de la mesa.
—¿Y trabajó allí, verdad doña Clarita?
Él lo sabía, pero siempre se lo volvía a preguntar. Sabía detalles de su vida mejor que ella. Tenía álbumes de fotografías y recuerdos de toda su carrera teatral que Charles había guardado y que al morir él había logrado sacar de la casa sin que la esposa del otro se diera cuenta.
—Sí, yo trabajé allí.
—¿Con doña Esperanza Iris?
—Con la Iris.
—Ay, qué suerte la suya. Yo siempre lo he pensado: usted es una mujer de suerte, de mucha suerte.
Pensó decirle: «Qué sabe usted, Jacinto».
En un tiempo ella también creía que era una mujer de mucha suerte. Miró al hombre un instante: observaba la fotografía de Charles que estaba sobre el escaparate. Después ella le pasó la mano por el lomo al gato que ahora comía despacio lo que le había servido. El gato la miró y se relamió el hocico.
—Cuando usted y el caballero Charles se fueron a París y a Madrid y a todos esos lugares allá lejanos, en la Europa, yo los llevé a los muelles. Lo recuerdo clarito. Usted parecía una reina allí en el Packard y el caballero Charles, que era lo que se llama un gentleman, un gentleman de verdad, llevaba unos pantalones de franela blancos y un saco azul. Todo el mundo tenía que ver con ustedes. Doña Eusebia, la hermana del caballero Charles, decía que él se parecía al príncipe de Gales. Todavía tengo en la casa la tarjeta que ustedes me mandaron desde París, con unas palabritas en francés que me tradujo un amigo de mi hermana. Yo todo lo de ustedes lo guardo. Ese es mi tesoro… Yo pensaba el otro día…
«En París Charles me prometió que cuando regresáramos se divorciaría y nos casaríamos inmediatamente. Después no volvió a hablarme del asunto hasta que seis meses después del regreso de Europa se lo recordé.
—Yo sé, yo sé que te lo prometí, pero ahora vas a tener que esperar. Las cosas en casa no están muy bien. Vas a tener que esperar —dijo entonces».
También le explicó que su hija Alicia ya iba a cumplir quince años y que él quería ahorrarle ahora un disgusto. Iba a tener que esperar un poco. «Yo no había pensado nunca tener un hijo con él pero desde entonces traté de convencerlo de que un hijo me serviría de compañía toda la vida. Pero Charles siempre se opuso».
—Usted llevaba una pamela rosa y unos impertinentes color nácar. Todo el mundo tenía que ver con ustedes.
—Ya hace mucho tiempo de eso, Jacinto.
—Para mí no —le contestó enseguida, mirándola con detenimiento por primera vez—, yo a veces pienso que no ha pasado ni un minuto —se llevó a la frente la mano como si sintiera un agudo dolor, y se puso a mirar por la ventana que estaba a su lado, por la que se veía el mar—; mi hermana Eloísa dice que yo sufro mucho por eso, pero yo creo que ella es la que sufre. Yo siempre tengo por lo menos mis recuerdos. Ella dice que me olvide de todas esas cosas, que eso me hace daño, pero yo no quiero que me los quiten. A veces cierro los ojos y veo todo clarito. A veces oigo la voz del caballero Charles como si estuviera al lado mío. ¿Se acuerda cómo se reía? Así tan alegre, tan fuerte… Qué risa la suya. Yo recuerdo todas las conversaciones de él, las cosas que me decía. Él me decía: «Jacinto, tú eres un negro muy especial; tú eres un negro distinto; tú casi eres blanco…». Qué gracioso… Eso me decía, doña Clarita. Yo todo lo recuerdo.
La mujer tomó un vestido del escaparate y entró en el baño.
Antes este hombre era parte de un esquema y ella jamás se fijó en él, ni lo analizó ni lo juzgó. Era parte inevitable y eficiente de una serie de factores que hacían fácil su vida. Ahora le parecía otro hombre.
Salió del baño y fue al espejo. Mientras se empolvaba la cara, el hombre seguía mirando por la ventana.
—Yo empecé a trabajar con el caballero Charles en el gobierno del general Menocal —dijo sin volverse—. Cuando las famosas peleas de conservadores y liberales. Cómo ha llovido desde entonces; sí señor. Yo entonces jugaba pelota en el antiguo Almendares. Yo le bateé una vez un jonrón al gran Adolfo Luque.
Hizo una pausa y sonrió. Después se volvió para sentarse de nuevo en la silla:
—Me acuerdo como si fuera ahoritica mismo. Había un negrito muy refistolero que jugaba la primera base en el equipo del Marianao, él me dijo que le habían hablado de un puesto de chofer, que si yo lo quería. Creo que trabajaba a medias un fotingo en la Plaza del Mercado de Cuatro Caminos con un primo suyo. Y además, tenía delirio de jugar en las grandes ligas y todo eso. Decía que si Luque se lo iba a llevar para el Norte, que si para aquí, que si para allá.
La mujer se estaba peinando y lo miró por el espejo. Ahora parecía más interesada.
—Figúrese, yo estaba pasando una canina tremenda. En casa éramos ocho para comer y prácticamente lo único fijo que entraba en la casa era lo que ganaba mi hermana Eulalia que era modista y trabajaba para el modisto Bernabeu, y lo que ganaba mi madre, que no era mucho la pobre, lavando para afuera. Entonces este negrito amigo mío, Bebo le decían, Genovevo se llamaba, hace rato que tenía el nombre en la punta de la lengua. Genovevo me llevó a ver al caballero Charles.
La mujer había terminado de arreglarse y tomó un bolso que había encima de la cama.
—Jacinto, yo tengo que salir a hacer unas compras, usted me va a perdonar, pero…
—Yo la acompaño, doña Clarita, yo la acompaño con mucho gusto. No faltaba más.
Ella lo miró un instante muy seria, como si fuera a decirle algo importante, y por fin dijo:
—Bueno.
Salieron al pasillo.
—El caballero Charles me recibió en su despacho en la Manzana de Gómez y yo le entregué el papelito que me había dado Genovevo y él lo leyó así, serio como acostumbraba él. Y yo enseguida me dije que me gustaba aquel hombre. Y él terminó de leer el papel y…
Pasaron frente a una puerta abierta y una mujer muy gorda vestida de blanco que estaba sentada en un sillón abanicándose lentamente los miró y dijo:
—¿Oiga, vecina, dónde va tan elegante?
—A unas compras —contestó la otra.
—…y después me dijo que empezara a trabajar el lunes. Era un sábado; un sábado o un viernes, no lo recuerdo bien.
—Oiga Fefa, yo le di a la gatica un poco de picadillo y un poco de arroz que me sobró del almuerzo.
—Gracias, vecina. ¿Y cómo ha seguido del reuma?
—Mejor, algo mejor. Creo que me voy a ir a San Diego de los Baños con una amiga mía a ver si se me acaba de quitar. He pasado unos días muy adolorida, pero ya estoy mejor —comienza a caminar—. Hasta luego, Fefa, hasta luego.
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Tomado de Ciudad de Seva. Casa digital del escritor Luis López Nieves
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Humberto Arenal. Fue un escritor, dramaturgo y narrador cubano. Considerado por la crítica como un notable creador tanto en su amplia y diversa labor de narrador y dramaturgo, como de jurado, profesor y conferencista. Su obra profesional lo coloca en un lugar destacado en la cultura cubana como intelectual de primer nivel; no sólo como formador de jóvenes narradores, sino además como profesor y director de actores de nivel nacional e internacional.
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