Cuando he estado inconforme con los versos que leo de poetas mal habidos, me refugio en don Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645), mejor sea dicho, en su poesía. Ella resulta un satisfactorio revulsivo de otras lecturas, porque Quevedo es el maestro, una de las voces fundamentales que el idioma español ha dado al mundo. Barroco por los temas (la existencia, la muerte…), su decidido verbo sale llano a decir lo que dice, sin ambigüedades ni hermetismos. En Enseña cómo todas las cosas avisan de la muerte”, abre el poeta con un enunciado: «Miré los muros de la Patria mía», para terminar en un terceto definidor, definitivo:
Vencida de la edad sentí mi espada, Y no hallé cosa en que poner los ojos Que no fuese recuerdo de la muerte.
Desde muy joven comenzó a exhibir su ingenio, sus ditirambos contra don Luis de Góngora lo hacían localmente famoso. Pero el poeta Quevedo traía para más, y si bien hay de él una poesía jocosa, irónica y hasta amargada, la mirada existencial, su concepto del transcurso del tiempo, la hondura de sus asertos lo convirtieron, poco a poco, en el poeta que él es: extraordinario. Había que esperar a la edición de José Manuel Blecua, entrado el siglo XX, para tener un dominio claro de lo que en vedad escribió y cómo lo hizo. Los a veces escandalosos verbo y verso quevedianos alcanzan en el conjunto de sus Salmos cercanías con la mística, o por lo menos son partes de una poesía de fe, en que el cristianismo devela lo mejor de sí. Habla con el Hacedor en lenguaje coloquial:
Tu hacienda soy, tu imagen, Padre, he sido, y si no es tu interés en mí, no creo que otra cosa defiende mi partido.
Pero en ocasiones el genio se sale de cierto grado de eticidad regida por la fe («Que el pecado se precia de escondido», le dice a una adúltera), para entrar en recomendaciones morales o en verdadera crítica social, y entonces el magisterio asume otros intereses expresivos. En ese momento lo advertimos satírico, signo de buena parte de su obra.
La sátira quevedesca es mordaz, agrede a aquello que desea de una manera directa, sin rodeos, nadie como él para burlas: «Érase un hombre a una nariz pegado, / érase una nariz superlativa», ni otro para definir a un mosquito: «Cupido pulga, chinche trompetero». Nadie como él para definir la dicotomía amor/muerte: «Serán ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado».
No existía aún como corriente filosófica el existencialismo, cuando ya él era un poeta existencial, pero no se quedó allí su genio, él era demasiado gran poeta para que un tema lo constriñera, lo apretara contra su qué decir. De lo elegíaco pasaba a lo humorístico y de ello a la sátira, desde ella se movía a la reflexión sobre el amor o al canto del amor mismo, y de un soneto extraordinario a unas letrillas simpatiquísimas.
Tenía el don de la síntesis y lograba tanto la definición de un objetivo lírico como de conceptos mediante una o varias imágenes certeras. Me gustaría centrarme en su definición o concepto acerca de los poetas, y cómo ve el «castigo» que ellos «merecen», sin excluirse él mismo de esa grey de creadores. En su cuento «El alguacil endemoniado» leemos:
Donde hay poetas, parientes tenemos en corte los diablos, y todos nos lo debéis por lo que en el infierno os sufrimos, que habéis hallado tan fácil modo de condenaros que hierve todo él en poetas y hemos hecho una ensancha a su cuartel; y son tantos que compiten en los votos y elecciones con los escribanos. (…) Unos se atormentan oyendo las obras de otros, y a los más es la pena el limpiarlos. Hay poeta que tiene mil años de infierno y aún no acaba de leer unas endechillas a los celos. Otros verás en otra parte aporrearse y darse de tizonazos sobre si dirá faz o cara. Cuál, para hallar un consonante, no hay cerco en el infierno que no haya rodado mordiéndose las uñas.
En Historia de la vida del buscón se atreve a decir: «si los niños olían poeta no quedaría troncho que no se viniese por sus pies tras nosotros, por estar declarados por locos en una premática que había salido contra ellos, de uno que lo fue y se recogió a buen vivir». Y en El sueño de las calaveras remata: «Tras ellos venía la Locura en una tropa con sus cuatro costados: poetas, músicos, enamorados y valientes, gente en todo ajena este día». Y en Las zahurdas de Plutón los ve por millares, locos siempre, pero castigados por el solo hecho de serlo: «—¿Coplica hay? —dije yo—. No andan lejos de aquí los poetas–; cuando volviéndome a un lado veo una bandada de hasta cien mil de ellos en una jaula, que llaman los orates en el infierno», quienes, cantando en colectivo, concluyen de esta manera:
Aquí nos tienen, como ves, metidos y por el consonante condenados, a puros versos, como ves, perdidos, ¡oh, míseros poetas desdichados!
El tema de los poetas fue frecuente en el gran Quevedo, que los describe como locos, pobres, en bandadas como las aves y por ello numerosos. Un poco de reflexión, otro poco de crítica y de sátira busca el efecto que desea, pues él mismo poeta siente, tal vez, que la «competencia» es mucha, que en el luego llamado Siglo de Oro aparecen tales escritores (a veces excretores) por doquier. Mucho se cultivó la literatura en el siglo xvii, y abundaron los poetas, de lo cual Quevedo hizo mofa, como ya hemos visto.
¿Qué otros grandes poetas hay en su siglo? No cabe dudas, desde Lope de Vega a Calderón de la Barca, y a final del siglo, desde México, la enorme sor Juana Inés de la Cruz, fueron poco más de cien años dichosos para las letras del idioma español. Entre ellos, Francisco de Quevedo sigue brillando con luz propia, como uno de los faros de referencia del idioma de Cervantes. Brilló entre titanes, titán él mismo.
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