
Recuerdo aquella fresca mañana como si fuese ahora mismo. Se acercaba la 32 Feria Internacional del Libro de La Habana y, en un evento literario en que coincidimos, planificamos esta entrevista, teniendo en cuenta que le dedicaban la fiesta cultural más grande de la nación. Pactamos vernos a las 9 a.m. de aquel jueves. Era 8 de febrero de 2024 cuando conversamos largamente por última vez.
Sacha me abrió la puerta. Se veía alegre, dinámico, sus ojos parecían brillar. Entré a una sala llena de libros, así, como suelen gustarme. Ese hecho, junto a su amable atención, me hizo sentir como en casa.
Dialogar con el manzanillero fue fácil, parecía amigo de toda la vida. ¿Llegó a la literatura por accidente?, pregunté.
«Para contestarte, debo hacerlo con esta frase: Solamente en la juventud se cree que los accidentes externos determinan nuestra vida, pero más tarde se aprende que el verdadero camino va por dentro, y siempre termina conduciéndonos a nuestras metas invisibles», respondió, parafraseando a Stefan Szweig en El mundo de ayer.
«Hay accidentes –yo tuve muchos en mi vida–, pero hay algo que es más importante que el azar, que es tu camino interior, tu fuerza, tu voluntad, tu deseo de hacer algo. En mi caso, era mi deseo de escribir. Eso me llevó por encima de los accidentes fortuitos a escribir y a sostener la literatura como una fuente de energía vital. No de vida, porque yo no vivo de mi obra literaria.
En 1982 nací en un Premio David. El jurado estaba conformado por Miguel Mejides, Senel Paz y Edmundo Más Mora. Tenía 32 años».
¿Qué es, para usted, ser un escritor? ¿Qué implica?
Sinceridad. Tener valor para enfrentar lo que uno va a escribir. Y tener valor significa no hacer concesiones al mal gusto, las malas ideas y a la mala política literaria.
En el campo de la mentira literaria −porque, al final, escribimos ficción o, como diría Vargas Llosa, «la verdad de las mentiras»− uno tiene que ser fiel a esa verdad. Uno va aprendiendo eso, no es tan fácil. Como decía Fidel: «Ninguna idea se desarrolla nítida como un rayo de luz». Los que tienen que ser nítidos son nuestros principios. Creo profundamente en esas palabras de Fidel.
Mi principio es el respeto a la literatura y al resultado de la literatura en relación con el mundo que expresa, con el mundo que va a despertar en el lector. Con eso me basta. Eso me hace feliz.
Yo hubiera querido ser cantante de rock & roll pero la vida no me dio esa oportunidad.
La literatura es un arte que exige del escritor una sinceridad muy grande, y para mí ser escritor significa ser sincero.
¿Y esa pasión por el rock?
Porque mi arte favorito es la música. Lo que pasa es que nunca tuve la oportunidad de estudiarla ni de vincularme a ella. No sé por qué. Me vinculé más a la literatura; luego, un poco más al teatro, también al pensamiento filosófico. Me interesan la filosofía, la Física.
¿Cómo fue que, entre tantas pasiones, usted supo que lo suyo era ser escritor?
No lo supe, fue ocurriendo. Un buen día empecé a escribir.
¿A qué edad?
Yo empecé a escribir a los nueve años, hice un poema. A los 14 o 15 escribí otro poema y después, como a los 18 años, escribí un cuento. Luego, ingresé en la Escuela de Letras huyéndole a las matemáticas, no porque creyera que podía ser escritor. Creía que podía ser crítico. Entonces, me metí en el mundo de la crítica de cine y de la crítica literaria, allá en Santiago de Cuba.
Un buen día, en Manzanillo, ya tenía 27 años, empecé a escribir un cuento. El cuento salió y se lo llevé a un amigo, el poeta Yoel Mesa, que vivía cerca de mi casa. El cuento se llamaba Los afortunados. Nunca se publicó.
Después, escribí un segundo cuento que se llamaba La técnica y el rito, que sí se publicó en mi primer libro de cuentos.
Gané un premio en El Caimán Barbudo en 1981, especialmente Leonardo Padura fue jurado de ese concurso. El primer premio Caimán. Y luego obtuve la primera mención del Premio David.
Empecé a publicar. Publiqué en El Caimán Barbudo y en la revista Casa de las Américas, y armé dos libros de cuentos. En 1986, publiqué mi primera novela, que tuvo bastante resonancia, El cumpleaños del fuego.
A partir de entonces, me consagré como escritor y me di cuenta de que ese era el camino. Fueron años como de tanteo hasta que al fin encontré el camino de la escritura, que es el que realmente me complace. No me interesa verme en un personaje teatral, ni en el cine. A mí me interesa leerlos, que estén en el papel.
¿Cómo aprecia Sacha que ha sido la vida de su generación?
Es una generación de la búsqueda, que nunca va a estar satisfecha, al menos para mí. La Revolución nos dio un impulso enorme, desde diversos ángulos, porque los escritores que somos de esa época procedemos de diversas clases y distintos lugares del país, pero todos estamos unidos, creo yo, en el cambio que la Revolución produjo.
Para algunos, fueron cambios radicales que les transformaron totalmente la vida. Para otros fue un impulso. En otros se negó, hubo quienes no asimilaron la idea de la Revolución. Pero todos fuimos influidos por el cambio político, social y cultural que significó la Revolución cubana. Por eso lo llamo la búsqueda: la Revolución nos lanzó a buscar. Y no hemos terminado de buscar. Así yo defino a mi generación.
Ahí están Abel Prieto, Senel Paz, Toraño, Luis Estévez, Leonardo Padura, Reinaldo Montero, Alex Pausides… Somos un grupo grande entre narradores, poetas, teatristas que ahora entramos casi en la vejez, pero creo que hemos dejado una impronta importante, al menos en el cuento y la novela. Ese es un camino que iniciamos de un modo aleatorio, pero todos nos juntamos. Ahora somos casi la generación más vieja.
¿Qué significó alfabetizar con 11 años?
La experiencia de la alfabetización me cambió la vida. Fue muy hermosa. Vivir en la Sierra Maestra con los campesinos me hizo comprender que yo vivía en una realidad distinta. Tuve una alergia terrible y me bajaron. En Manzanillo alfabeticé como a siete campesinos en un barrio que se llamaba La Pachanga. Yo era el charlista de mi brigada.
¿El charlista?
Sí, es un término que ya no se usa. Yo era el que daba charlas políticas.
¿Con 11 años?
Sí. Con 12 vine a La Habana con una beca para secundaria básica, en noviembre de 1962. Y me quedé aquí hasta el 68. Luego me fui a Santiago, donde matriculé la carrera de Letras. Me gradué y fui a Manzanillo. Retorné a La Habana en 1977 y Rine Leal me acogió como a un hijo. Trabajé en el ISA como profesor.
¿Y la vocación de enseñar?
Me gusta mucho enseñar y lo hago ahora en la Escuela de Cine. Lo hago desde que alfabeticé. Se me da, los alumnos me lo dicen. Tengo facilidades para enseñar cosas complejas y hacerlas simples. Nunca he dejado de enseñar, aun siendo editor y habiendo tenido muchas otras funciones en el campo de la cultura. Lo hago, incluso, aunque no me lo pagan. Lo hago porque está en mi naturaleza. Y lo espero hacer hasta morirme.
¿Se siente satisfecho con su obra?
Lo que he escrito me complace mucho. Me quedan muchas cosas por decir.
¿Qué preocupaciones tiene Sacha?
Vivir lo suficiente para terminar de escribir lo que tengo en la cabeza.
¿Sueños?
Algún día grabar un disco de rock and roll [risas]. Que mi obra tenga una mayor circulación y se confronte con otros públicos. Eso también me interesa.
A los jóvenes que se inician en la creación literaria, específicamente en el género narrativo, ¿qué le recomienda?
Te voy a decir lo mismo que dijo Julio Cortázar: «Le rompería una silla en la cabeza, como hizo el maestro Zen». Eso dijo Cortázar y yo estoy de acuerdo [risas].
Y ya para cerrar, ¿qué significa para usted ser cubano?
Un privilegio.
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Tomado de Cubadebate
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