Lo visité por primera vez gracias a Arturo Arias Polo, quien me había enrolado en el guion de un documental para la Televisión Universitaria sobre la música de Frank, que nunca se logró realizar por variados y más bien estúpidos motivos. Habíamos pensado en Xiomara Laugart para que interpretara algunas de sus canciones y ambos —compositor e intérprete— estaban encantados con la idea. Hubiera quedado muy bien aquel trabajo, pienso todavía. A partir de aquella visita conversamos en varias ocasiones en su pequeño apartamento de la calle 23, en el Vedado. Me dio acceso a sus álbumes de recortes y fotografías; también a sus discos y a algunos textos que había redactado con recuerdos y poemas. Tenía una hermosa letra, de caligrafía Palmer, «de maestra normalista», aclaraba.
Lo entrevisté en varios programas para la emisora de radio para la cual yo trabajaba y hablamos por teléfono muchas veces. «Soy un ser telefónico», se definía, aunque también gustaba de enviar cartas y postales por correo. Yo lo requería a menudo, desconsideradamente, para consultarle una fecha, un detalle de una letra de cualquier canción o pedirle su opinión sobre este o aquel intérprete o compositor. Más que por otra razón, lo llamaba por el placer que me provocaba su diálogo, siempre simpático y con frecuencia incisivo. Hablamos de música y de muchas otras cosas, era un conversador fantástico.
Nos encontramos una tarde, de pasada, en los viejos estudios de la calle San Miguel, por los días en que terminaba uno de sus discos con arreglos de Rey Montesinos y la participación de su comadre Elena Burke, proyecto que le hizo muy feliz. Hacía décadas que no grababa. El disco incluye Refúgiate en mí, la primera canción que compuso; Porque tú me acostumbraste, la más difundida, mejor conocida por Tú me acostumbraste; Imágenes; Me recordarás; Un pedacito de cielo y Luna sobre Matanzas —que grabó Celia Cruz—, junto a otras más recientes, como Mi canción a La Habana, La rosa ausente y Triste adiós, juventud. Tenía planes de hacer otras grabaciones pues creía que ya se «había roto el hielo», pero eso no fue posible: el agujero abierto en el hielo rápidamente volvió a cerrarse para Frank.
En unas cuartillas que conservo —en las cuales organizó parte de su «hoja de vida» o currículum vitae—, mecanografiadas por él, corregidas y aumentadas por su mano, se retrató a partir de su signo zodiacal Libra, con ascendente Escorpión, de esta manera: «amante de la armonía y la justicia», y más adelante, «el aire me vuelve ansioso de novedad y cambios». Tal vez esa ansia astral fue una de las razones que lo impulsó en 1993 a irse a Mérida, Yucatán, donde tenía buenos amigos, como la cantante y pianista Ligia Cámara. En esa ciudad, una noche de 1994, lo vi cantar y tocar el piano, en el teatro Peón Contreras. El público lo recibió y despidió de pie. «¿Sabes que en este mismo teatro actuó María Teresa Vera?» fue lo primero que me dijo en cuanto fui a saludarle, al final del espectáculo.
Años después, por casualidad —pues no sabíamos que estaba en Cuba—, lo volvimos a encontrar Alina Torres y yo, en una pata del escenario del Teatro Nacional, tras una presentación que hizo en un Festival de Boleros. Quedamos en vernos, los tres, para una «descarguita» en la azotea de Alina, quien a los pocos días me llamó, contrariada, para decirme que Frank había regresado a México inesperadamente. Fue la última ocasión que tuve de verlo. No regresó a Cuba, que yo sepa.
El 1 de noviembre de 2014 el periódico trajo la triste noticia de su fallecimiento en la capital yucateca, donde residió con su esposa Fina durante sus dos últimas décadas. A menudo, cuando paso bajo su balcón, en los altos del Karabalí, en plena La Rampa, viene a mi cabeza la letra de uno de sus boleros —de los últimos que compuso—: «Cuando pasen los años y sólo nos aliente el recuerdo/ tal vez en una tarde, cuando se ponga el sol/ tú pensarás de mí…»
Bautizado como Francisco Manuel Ramón Dionisio Domínguez Radeón, nació en Güines el 9 de octubre de 1927, «un domingo a las 7:45 de la mañana». Poco después su familia se había trasladado a Matanzas por asuntos de trabajo de su padre, que era un experto técnico en farmacia. Por eso decía: «Soy matancero, como el danzón».
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Teníamos unos vecinos que poseían un piano vertical y mi obsesión constante era escaparme de casa para abrir aquel instrumento maravilloso y darle con las manos, deleitándome con el ruido extraño que surgía producto de mis manotazos a las teclas. Cuando expresé mi vocación por el piano y mi deseo de estudiarlo, hubo conmoción cerebral y la negativa fue colectiva y rotunda. Recuerdo emocionado que solo mi madre se acercó a mí y con una mirada de complicidad y ternura me susurró: «Yo te voy a ayudar en tu empeño».
A los once años, en 1938, comencé a estudiar música formalmente con la profesora Ida Nery Ortego, cuya escuela estaba incorporada al conservatorio Benjamín Orbón. Alcancé sexto año de piano y segundo de teoría y solfeo con notas de sobresaliente y menciones honoríficas. En 1945 empecé a hacer actividades musicales con mi amigo Gilberto Aldanás en las aulas escolares. Al año siguiente ya hacíamos presentaciones en casi todas las actividades importantes matanceras y pueblos cercanos; en el teatro Sauto y en el auditórium del colegio Irene Toland, así como programas de radio en CMGH, actual emisora Radio 26 de Matanzas.
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En julio de 1947 se gradúa de bachiller en Ciencias en el Instituto de Segunda Enseñanza y, en septiembre del mismo año, para proseguir la tradición paterna, matricula Farmacia en la Universidad de La Habana. Sus padres alquilaron para él una habitación en la calle Ronda que, además de estar situada frente a la Escuela de Farmacia, se encontraba muy cerca de estaciones de radio, cabarets y bares. A pocas cuadras se levantaba el edificio Radiocentro, de la CMQ con su teatro Warner: qué tentación.
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Siempre llevaba conmigo a todas partes mi libreta de versos y canciones. Cuando un profesor faltaba a clases me iba con algunos compañeros al llamado Bar de Física, donde había un piano de cola, y así, matando el tiempo, daba rienda suelta a mi verdadera vocación: la música. En el Bar de Física conocí a Ángel Díaz, que se me acercó mientras yo interpretaba mi versión de Ya no me quieres, de María Greever. Nunca olvido sus palabras: «¿Qué rayos haces tú con esa bata sanitaria estudiando Farmacia si no tienes nada que ver con ella? Porque tú eres artista».
Estimulado por mis compañeros de Farmacia me presenté en el programa Buscando estrellas en un estudio de 23 y M, el nueve de julio de 1948 y gané el segundo lugar de la semana, pero con gran alegría y sorpresa alcancé el primer puesto de la eliminación final. Fui presentado al público asistente por el inconmensurable animador Germán Pinelli, y me cedió su sitio al piano el maestro Orlando de la Rosa, el archisimpático y romántico autor que tanto admirábamos de lejos Gilberto Aldanás y yo.
No podré olvidar la inmensa emoción que sentí cuando los continuos aplausos del público asistente al estudio me dieron el primer lugar. Recuerdo que ejecuté una versión muy peculiar de Begin the Beguine de Cole Porter, pero en tiempo de boogie-boogie.
Cuando el consejo de productores de CMQ citó a varios nuevos valores para trabajar en sus programas, decidí hacer una prueba cantando y acompañándome al piano en una de mis entonces desconocidas canciones: Tú me acostumbraste, que hoy (1987) a casi treinta y ocho años sigo escuchando en tantas y variadas versiones de intérpretes internacionales.
A los pocos días de la prueba recibí una amable carta del administrador del departamento de finanzas de la emisora con esperanzas y promesas halagadoras que se harían realidad, sí, pero con menos rapidez de lo que yo esperaba en aquel momento. Seguí frecuentando distintas estaciones de radio y aumentando amistades en el ambiente farandulero. Conocí a medio mundo del arte —o al mundo entero— por esos años, mientras terminaba mi último año de Farmacia, pues llegué a graduarme… por puro gusto.
En un pasillo de CMQ me presentaron un día a Rolito Rodríguez, cantante del famoso conjunto Casino, que tocaba en un programa muy ameno y popular llamadoEl Show del Mediodía, donde Germán Pinelli, ese maestro de la comicidad, hacía de las suyas. Le canté una canción y le gustó para estrenarla: Refúgiate en mí. El arreglo lo hizo Niño Rivera. Así quedó grabada mi primera composición en un disco Panart de 45 revoluciones.
A inicios de los años 50 la televisión comenzaba a tomar auge y los patrocinadores buscaban figuras nuevas en un programa llamado Estrellas para la TV, que era maratónico. Yo me inscribí para participar y gané un doble premio: el del aplauso del público presente y el de un jurado secreto que determinaba el más televisable. Pocos días más tarde recibí una carta de la productora americana Miss Clara Ronay para ofrecerme trabajo en su programa Sábado Musical, de CMBF TV de Gaspar Pumarejo. Así alterné con Olga Guillot, René Cabell, Minín Bujones, Jorge Félix, Esther Borja, Fernando Albuerne, Marta Pérez y Rita Montaner, entre otros. A Rita le gustaba Refúgiate en mí, pero cuando eso ya no grababa discos. Olga sí lo grabó, en México, antes de irse de Cuba, con un arreglo precioso de cuerdas y la gran orquesta de Sabre Marroquín. Toda la vida ella me ha cantado, eso me hace sentir uno de los compositores más afortunados del planeta”.
¿Cómo comencé profesionalmente? Te cuento. Un día, en cuanto recibí el giro monetario de mis padres, salí por La Habana a conocer bares y a descargar con un grupo de amigos universitarios. En la tarde caímos en el Ocean Club, del Hotel Océano, situado en la calle Genios esquina a Malecón. Era un lugar chico, pero acogedor, con un piano Spinet pequeño, varios pullmans, mesitas y un detalle que me llamó mucho la atención: detrás del bar había una pecera iluminada con diferentes tipos de peces.
Pregunté por el propietario y un bartender me preguntó qué deseaba. Yo respondí: tocar el piano, y él me respondió que el Spinet era de Mario Fernández Porta, que era muy majadero —cosa que comprobé después—, y tenía prohibido terminantemente que el público lo tocara. En ese momento, quizás envalentonado por los tragos, sintiéndome mal frente a mis amigos ante la negativa, le respondí: «Oiga, señor, dígale a Fernández Porta que no le voy a romper su piano pues yo soy un gran pianista también~. Entonces un mulato muy elegante que estaba junto a la caja contadora, a quien yo no había distinguido en la semioscuridad, cambió una mirada cómplice con el bartender y me abrieron el piano. Quizás lo hicieron para divertirse, para vacilarme, ya que éramos los únicos clientes de esa tarde.
El orgullo y la dignidad se apoderaron de mis manos y toqué un Cumaná, que de haberme escuchado Carmen Cavallaro hubiera palidecido de envidia y salido por la puerta del bar como perseguida por cien perros rabiosos. No sé qué tiempo estuve tocando, ni me di cuenta del momento en que el mulato abandonó su caja contadora y se paró junto a mí. Al levantar la vista hacia él, un poco atemorizado, pensando que iba a decirme: «¿Complacido?, ya está bueno», escuché estas palabras, que al principio no entendí: «¿Quisiera usted trabajar aquí?» Miré a mis amigos, tan sorprendidos como yo y le dije: «¡Por favor, usted está bromeando!», y me respondió: «No soy hombre de bromas. Soy el dueño y le ofrezco noventa dólares libres, con desayuno, almuerzo, comida y habitación en el hotel». Cuando logré balbucear «¿Cuándo empiezo?», el hombre me dijo: «Pues si quiere, hoy mismo».
A Minín Bujones, mujer bellísima, gran actriz que había protagonizado novelas como El Derecho de Nacer y era toda una estrella de la televisión, le gustaba cantar y se había hecho amiga mía, pues yo la acompañaba al piano cada vez que lo deseaba. Ella grabó una «cosa mía» llamada No te vayas. Por Minín conocí a Ramón Antonio Crusellas, dueño de una marca famosa de productos de limpieza y tocador, que era muy melómano. Él comenzó a asistir al bar que, poco a poco, fue llenándose de sus amigos y los primeros admiradores míos. Yo me atrevía, en confianza, a cantar para ellos mis canciones, que tenía guardadas para un momento oportuno.
En realidad, yo no estaba listo para ese trabajo. Había dejado mi ropa mejor en Matanzas y en la casa de huéspedes solo tenía cosas de sport, batas sanitarias y algún pulóver o guayabera, pero le prometí que en menos de una semana volvería con mudada y todo. Cuando se lo conté a mis padres pensaron que me había tomado unos tragos de más. Me compré la combinación más elegante que pude y allí, en el Ocean Club, empecé a dar mis primeros notazos como artista.
Una noche bohemia y estelar de mi vida llegó Minín con Crusellas, el compositor Hugo Cruz Artigas y el actor Eduardo Bebo Egea. Nos saludamos, como otras veces, pero me quedé paralizado cuando Minín me dijo: «Oye, tienes que lucirte, pues René Cabell viene también con nosotros y lo tengo loco con tu canción, esa, la que a mí me gusta».
Comprenderás que yo sabía perfectamente quién era el señor Tenor de las Antillas, que era una voz muy respetada, pero también tenía fama por las barbaridades que decía, sus chistes y desplantes. Me quería morir. Cuando llegó Cabell le susurré Tú me acostumbraste esperando lo peor. Solo oyó el piano, claro, que era de lo único que yo estaba seguro. Ahí mismo me dio una primera lección: «Mira muchacho, la música es muy linda, pero yo quiero oír la letra y tú cantas para adentro. Ponle el apagador al piano y canta sin miedo, porque el mensaje lo lleva la letra, y esa es la que me interesa. Así que ¡cágate en mi voz de tenor y arriba!».
Me llené de valor y, con el pedal modal, le dije lo mejor que pude la canción con el dominio del que es dueño de todo: letra, música e instrumento. Parece que salí airoso cuando, al final, me dijo: «¡Carajo, qué canción más encojonada! Yo creo que tú no sabes lo que has hecho al escribirla… ¿O sí? Si me la das, en menos de un mes te la grabo y se hace popular en toda la isla de Cuba». Así quedó grabada la primera versión de Tú me acostumbraste por René Cabell, con la orquesta Riverside, para los discos Puchito.
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En 1956 Frank Domínguez firma contrato de exclusividad con Peer Southern Music Inc., compañía que comienza a editar sus partituras y envía las ediciones de sus números a varios países de América y Europa para su difusión internacional. Por esos años se presenta simultáneamente en el Club 21 y en el concurrido Sans Souci. Musicaliza shows para ese cabaret y actúa en el Nevada Coctail Lounge con un combo que cuenta, en la guitarra, con César Portillo de la Luz. Poco después se suma al grupo el cantante Dandy Crawford.
La Revista de Avance y los cronistas de radio, cabaret y televisión lo eligen «El compositor del año 1957». Ese año estrena nuevas composiciones sentimentales —Luis García graba No pidas imposibles para RCA Victor, que también llevó al disco Arturo Gatica—, y comienza a escribir números especiales para los shows de Sans Souci, entre ellos Aloha Kamoa, producción de ambiente hawaiano con Las D’Aida, Sonia Calero y Lorenzo Monreal. A este show le siguieron, entre otros, Así es París, Noches de Bagdad, y Endoky, con ritos yoruba, que estrena Sonia Calero con montaje y coreografía de Alberto Alonso y dirección musical del maestro Rafael Ortega.
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Un día llegó a La Habana Tulio Demicheli, productor argentino, que buscaba un autor que le escribiera una melodía sexy de jazz para ser incorporada a una película de la Columbia Pictures, con Silvia Pinal y Arturo de Córdova, y fue a verme al Club 21, donde yo trabajaba cantando y acompañando a varias figuras. En realidad, acompañaba a todo artista que pasaba por ese club que en aquel tiempo era mágico, una especie de parada obligada de cantantes y músicos.
Yo desconocía por completo lo que era escribir música para cine: te leen el script con la idea de la temática que tiene sus características, los puntos de vista que exige un guion cinematográfico y nada más. Lo demás corre por tu cuenta. Cuando me propuso el trabajo, mi mente voló al celuloide, pensé en las estrellas mexicanas y le dije a Demicheli que iba a hacer la prueba. En unos cuantos días, con mi papel en la mano y muy nervioso, le canté al productor, en presencia de la Pinal y de Arturo, el número que acababa de componer. Al terminar, el beso de Silvia y el abrazo de Demicheli, con su frase: ¡Usted es un genio! me hizo comprender que mi música iría en la película El hombre que me gusta a mí.
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A inicios de 1958, por el volumen de ventas de Tú me acostumbraste, Frank vuelve a ser elegido Compositor del Año por la prensa de espectáculos, y en mayo comienza a grabar un larga duración, como autor e intérprete, para la firma Gema de los hermanos Álvarez-Guedes.[1] En su Diccionario de jazz latino Nat Chediak, cuarenta años después, advierte que el LD Canta sus canciones —con Rafael Somavilla en el vibráfono, Papito Hernández en el bajo, Guillermo Barreto en la batería y Frank en el piano— muestra influencia de los quintetos cool norteamericanos y que su voz quebrada es el instrumento perfecto para contar los desvaríos del amor. [2]
Al terminar este disco Frank realiza una extensa gira por la Isla que comienza en el Hotel Internacional de Varadero, hasta el Reno Club, de Ciego de Ávila, como pianista acompañante de René Cabell. De regreso a La Habana, continúa trabajando en el Club 21 del Vedado, uno de sus cuarteles generales. No el único: él es uno de los protagonistas de la época de oro de los clubes nocturnos de La Habana.
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Por ese tiempo me llamaron para inaugurar un lugarcito íntimo y acogedor llamado La Gruta, situado en los bajos del cine La Rampa, donde estuve por muchos años y donde mejor me he sentido en toda mi vida de artista. No he conocido otro equipo de gastronomía tan hábil y simpático. En La Gruta compartí momentos musicales con la chispeante pianista y cantante Esther Montalván, el maestro Pepé Delgado, la dinámica y tremenda Susy Ramos, mi gran amiga Ela O’Farrill… y Elena Burke. Elena y yo luego inauguramos el Scheherazada y El Gato Tuerto. Trabajamos muchísimo tiempo en el lobby bar del Saint John’s e hicimos, con su guitarrista Froilán y el trompetista Aguiló, un disco de larga duración —Bellos recuerdos— en el año 64 donde aparece La dulce razón, una de las canciones mías que más le gusta cantar.
Elena ha montado montones de números míos. En su primer disco puso El hombre que gusta a mí y después, con Eddy Gaytán, Qué me ha quedado. Me divierto con su versión de Juego de amor (De niña yo tenía un gran muñeco/ que era toda, toda mi pasión…), y ella se divierte mucho también cuando lo canta. Fui su acompañante durante mucho tiempo. Somos familia, o más que eso. Pocos la conocen como yo, y nadie me conoce como ella. Soy el padrino de su hija Malena, que es una cantante excepcional. El refrán «De casta le viene al galgo» se cumple bien, en este caso, de manera clarísima.
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El tres de julio de 1959 el cabaret del Hotel Capri estrena el espectáculo Consuma productos cubanos, primera producción después del triunfo de la Revolución. Con producción y coreografía de Alberto Alonso y vestuario y escenografía de Anido, cantan y bailan la música de Frank Domínguez: Rosita Fornés, Armando Bianchi, Mitsouko y Roberto, Los Riviera, Los Bucaneros, Tino Rodríguez y Los tres pimpollos. En ese show el cuarteto Los Bucaneros interpreta Imágenes.
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Yo me presentaba por esa fecha en el Ali Bar en el show Noches Románticas junto a René Cabell y Fernando Álvarez, quien estrenó por esa época Me recordarás, Si tú quisieras y, más tarde, Página en blanco, las dos primeras orquestadas por Bebo Valdés y la última con arreglo de mi querido amigo Felipe Dulzaides. Después vinieron las noches en el Imágenes, frente al parque Villalón, muy lujoso y con un buen piano de cola, que se nombró así por mi canción que alguna gente llama por su primer verso: Como en un sueño… y que han grabado, entre muchos artistas.
En el Imágenes trabajé mucho con la excelente Marta Justiniani, quien me estrenó varias canciones que nadie más ha podido interpretar, porque fueron hechas pensando en su voz, en su manera de decir. Juntos hicimos un disco –Cocktail– con mi música y una gran orquesta de cuerdas y jazz que dirigieron los maestros Guzmán y Somavilla. Ese long play tiene un poco de todo: bossanova, charlestón, samba, canciones, boleros y un villancico: Verdadera Navidad, que grabaron Los Zafiros en su primer disco.
Bola de Nieve me dejaba de sustituto en el Monseigneur cuando salía de gira. No quería a otro allí. Yo le decía: «¿Ay, chico ¿por qué haces eso?» Pero en el fondo me enorgullecía. Me sumé a la onda del ritmo mozambique, y compuse Mozambique en carnaval para Pello el Afrokán; Los Modernistas ganaron un premio en el Festival de Varadero del 65 cantando una canción mía que se llama Gira, gira y para la Aragón compuse Lo sé todo, adiós, un chachachá. Trabajé también mucho en el Maxim’s, El Rincón Bohemio, el Caribe y durante un tiempo bastante largo formé un combo. Ahora me gustaría grabar un disco de piano solo, a ver si es posible… pero vamos a dejarlo ahí.
Puedo continuar mencionándote personas, lugares y canciones, pero no voy a acabar nunca. De los tiempos difíciles que vinieron después no quiero ni voy a acordarme. Otra tarde, cuando se ponga el sol, seguimos conversando ¿quieres?.
(Conversaciones entre 1987-1990)
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Tomado de Magazine AM:PM.
Notas:
[1]Frank Domínguez canta sus canciones (LD Gema 1197) contiene: Tú me acostumbraste; Mi corazón lloró –que había grabado Benny Moré con su banda Gigante en 1956–; Imágenes, El ángel que tú eres; Si tú quisieras; Un pedacito de cielo, Cómo te atreves; Intimidad; No pidas imposible; Dónde estás y Me recordarás.
[2]Nat Chediak: Diccionario de jazz Latino. Fundación Autor. SGAE. Madrid, 1998.
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