Un día como otro cualquiera, Frida niña descubre que su nombre le pertenece a otra persona, que alguien más lo calzó en su paso por la vida. Desde entonces, Frida niña atravesará las nubes del ensueño y la quimera para encontrarse con las diferentes versiones de quien fue su tocaya, la pintora mexicana Frida Kahlo —y también con los diversos rostros de aquella mujer que los tuvo todos. El dolor, la esperanza, la vida y la muerte traspasan los breves hilos de este cuento e imbrican, coherentemente y sin mesura, una historia donde aparecen elementos de la cultura angloparlante —el mundo del rock y sus lyrics— y la no menos interesante cosmovisión de raíz mexica. Animales totémicos y criaturas del otro mundo se mezclan con la ritualidad de la música, se acompañan en una travesía donde no importa tanto el punto de destino sino el trazado de la ruta —dicho de otra manera, el proceso donde la heroína niña cruza las puertas hacia una realidad diversa que no deja de ser, esto es interesante, la suya en todo momento.
Y es que existe una condición dual del espacio, en tanto simbólico y real, en tanto doble dimensión donde transcurren los acontecimientos. El espacio suele ser no solo un nido de ensoñación, onírico y cargado de signos, de «apariciones» y referencias visuales; sino que también se transforma en una corriente de sentido donde el mundo «real» continúa fluyendo, y donde —solo en ocasiones— se percibe el cruzamiento entre las dos esferas donde transcurre la acción. Mundos concomitantes, mundos que se contaminan, y que de esta forma gestan un espacio dramático mixto, del cual pende la protagonista de esta obra y las criaturas que la acompañan en su viaje.
Porque esto es, no se dude, una historia sobre el viaje de crecimiento de la heroína, sobre aquello que la une y la divide. Es, también, una travesía en busca de la identidad, tanto la familiar como la social y la individual. Para eso el autor utiliza, como leitmotiv, la indagación de la niña protagonista sobre el origen de su nombre pero, sin dudas, aquí se habla de un viaje mucho más profundo e incluso vital.
Enrique Pérez Díaz es un autor de cruzamientos, un autor tan híbrido como sus textos, a los cuales dota —y a la par se dota a sí mismo— de una circularidad aparente —adviértase la importancia de la palabra «apariencia». Sus personajes —y su viaje de crecimiento— no necesitan iniciar faenas kilométricas en busca de la identidad y de su significado, no se embarcan en búsquedas más allá de su punto de origen —de hecho, nunca abandonan físicamente ese espacio. El verdadero viaje de estas criaturas ocurre en el plano simbólico —espiritual si se quiere— y es una faena tan tenaz como aquella que movilizó a los grandes héroes de las sagas pretéritas. Es en ese plano, aquel que existe cuando cerramos los ojos y nos encontramos con nuestro doble en el espacio de la nada —que es también el espacio del todo— donde ocurre la acción, su evolución y su circularidad; una circularidad que ha de verse como espiral, en la misma medida en que los personajes no retornan al mismo punto sino que ascienden por la escalera del viaje de infinito retorno.
Las referencias visuales aparecen aquí y allá, y enriquecen también el cosmos de la narrativa sin convertirse en un manual de la sapiencia del autor. Enrique, más que exhibir la totalidad de la referencia, elige el símbolo, lanza la piedra en el estanque de la curiosidad del lector y espera por el avance de la onda. Y esto se agradece. Se agradece el ejercicio que provoca el interés por la búsqueda y el conocimiento.
Al igual que Frida niña nos sentimos todos a veces: atrapados en el punto donde se unen dos mundos, y donde estos eclosionan. De un lado, la brusca realidad donde se mezclan lágrimas y belleza; del otro, la madeja simbólica donde el sueño se transforma, poco a poco, en una concreción que teje y danza. También como Frida niña, todos en ocasiones hemos decidido danzar sobre el puente que conecta a los dos mundos, sobre ese puente donde las fronteras se difuminan.
Enrique Pérez Díaz (La Habana, 1958). Periodista, crítico y narrador. Conocido por sus polémicos libros para niños y jóvenes traducidos en una veintena de países a más de 15 idiomas. Ha recibido el Premio Ismaelillo y La Rosa Blanca de la Uneac, La Edad de Oro, Aniversario del Triunfo de la Revolución del MININT, Premio Abril y Premio Especial Abril. Finalista de los Premios Edebé y Verbum, de España y del Premio Iberoamericano del IBBY «Para Leer el XXI». Actualmente dirige el Observatorio Cubano del Libro y la Lectura y ofrece conferencias y talleres sobre este tema. Entre sus libros más recientes figuran: ¡Odio la escuela!, Editorial Unicornio, Artemisa, 2018; Ángel de otoño, Ed. Gente Nueva, La Habana, 2018; ¿Dónde estás, Paulo?, Ediciones Orto, Manzanillo, 2018, y Miedo en el cine, Ediciones Icaic, La Habana, 2018.
Las tres Fridas
A M.G.E, que en su alma lleva el espíritu de México.
«Pies para qué tengo,
si tengo alas para volar»1.
Frida Kahlo
Frida tiene diez años y un gran problema: no le gusta su nombre. Lo repele; es abominable; la acompleja y la hace infeliz. Todos en clase le gritan «Frigia», «Fría», «Frica» y nadie acierta a llamarla como es.
Pero ese no es, lamentablemente, su único problema en esta vida. Su papá y su mamá viven juntos, pero no revueltos. Es algo muy raro, que Frida todavía no entiende bien. Se casaron, la tuvieron a ella, pero en realidad aman a otras personas. Papá Frank tiene una novia pintora y Mamá Sofhie un novio, roquero como ella.
La abuela mira al cielo cuando hablan de esto y le dice a Frida: Ay, mi niña, les espera el infierno.
Frida lee un libro muy pequeño sobre una mujer muy grande. Se lo regaló un señor en la Feria Internacional del Libro. Un hombre joven, de aspecto jovial y que vende los Libros más pequeños del mundo.
Todo fue muy raro. Ella miraba los librillos sin mucho interés y, de pronto, se tropezó con el rostro de una mujer cejijunta, con un pelo azabache trenzado con cintas de colores. Esa mujer era una famosa pintora llamada Frida Kahlo.
Frida permaneció quieta, hechizada, perpleja ante la expresión de la mujer del retrato. Parecía estarla mirando a ella directamente, a los ojos, con una determinación muy rara para un cuadro.
El hombre también se le quedó mirando a los ojos. Tenía un aspecto como de nativo, pues los rasgos indígenas dibujaban sus facciones. Miraba a Frida y hacia el librillo alternativamente.
—¿Te gusta ese? —sus ojos relucían alegres. Frida asintió insegura—. ¿Cómo te llamas?
—Frida —aseguró más inquieta todavía y presintiendo que quizás la regañaran por mirar fijamente a la mujer de la cubierta.
—¿Te llamas Frida, de verdad? —el hombre no se lo podía creer.
—¿Quiere ver su tarjeta de menor? —era Papá Frank, quien no entendía lo que estaba ocurriendo.
—No, señor —dijo el hombre bondadosamente y de algún lugar sacó un librillo igual al que se exhibía sobre una mesa, entre tantos más—. Ten, para que conozcas el origen de tu nombre.
Luego miró a Frank a los ojos y le preguntó:
—¿Le gusta la pintura?
—Soy pintor. Admiro a Frida, a Remedios Baro, a Leonora Carrington, a Amrita Sher-Gil, a quien llamaban la Frida Kahlo de la India…
El vendedor lo observó con asombro, mientras Frida apretaba el librillo entre sus manos y, desde la cubierta, la Frida del retrato la seguía mirando con suma atención.
Esa noche, Frida leyó y releyó el pequeño librillo. Su padre le dijo que quizás no iba a entender algunas cosas, que él le podía explicar.
Su madre Sophie, que es cantante, se afana con unas notas que no le salen bien. Apenas se miran entre ellos, pero Frida los devora a ambos con los ojos.
Cuando se cansa de leer, allá sola en su cuarto, Frida se duerme.
Pasan unas horas y se levanta de repente. La despertó una luz poderosa. Un olor a flores. Un canto misterioso que llega desde alguna parte. Apenas abre los ojos, ve a la mujer del retrato. Frida. Pero ya no está en la cubierta de un libro. Tampoco, en alguno de los marcos que aparecen entre las páginas.
Esta Frida ha llegado volando por la ventana. Unas alas coloridas le nacen en la espalda. Y no viene sola. Con ella se acerca un monito araña llamado Fulang-Chang, un perro Xólotl2 y una tropa de increíbles Alebrijes.
La Frida del retrato y la Frida viva son las mismas, pero en algo se distinguen. La Frida Viva es más alegre, impetuosa, vivaz y la del retrato guarda como desde muy adentro un aire de melancolía algo especial.
Frida Niña las observa. A Frida Viva y a Frida Retrato. Ambas miran a Frida Niña, con cariño, atención, casi deleite.
De repente, Frida Niña escucha estas palabras: Ahí les dejo mi retrato pa’ que me tengan presente, todos los días y las noches, que de ustedes yo me ausente.
Y nunca consigue saber si las dijo Frida Viva o Frida Retrato.
Al otro día, en la escuela, Frida Niña recuerda el sueño con la misteriosa mujer de las cejas unidas que vino volando entre alebrijes. No piensa en otra cosa todo el día.
La maestra la ve entretenida y, compasiva, pues Frida es muy aplicada e inteligente, le pregunta:
—¿Otro problema en casa?
—Lo mismo.
—Ya veo, ya veo. Ten confianza que la vida siempre nos dibuja sus caminos.
Han pasado las horas. Frida Niña está sola. Papá Frank fue a una exposición y seguro regresa tarde y Mamá Sophie tiene ensayos con su grupo de rock. Frida Niña lee y relee el cuento sobre la vida de Frida. Aparecen muchos retratos suyos, algunas citas de sus pensamientos o frases más famosas.
Frida Niña siente por ella una admiración muy grande. Pensando en Frida Viva y Frida Retrato, se queda dormida plácidamente.
Pocas horas después, el canto de los alebrijes increíbles, le indica que ya viene Frida Viva. Frida Retrato, allí en el librero, contempla impávida la escena.
—Hola— saluda cortés Frida Niña.
—Mi niña querida, debes aprender que todas las almas sensibles, conseguimos crear belleza del dolor más grande—Le dice Frida viva inesperadamente—. Yo Espero alegre la salida. Y espero no volver jamás.
Frida Niña se queda aturdida. ¿Qué quiso decirle? Hoy no viene tan alegre como ayer. ¿Le ha ocurrido algo a Frida Viva? Frida Retrato, allí en el librero, contempla impávida la escena, con su acostumbrado aire triste.
—¿Estás enferma?—pregunta Frida Niña. Y la otra da un revoleo entre los alebrijes. Esta vez, además del monito araña y del perrito Xólotl, le acompaña un cenzontle, cuyo canto armonioso se deja escuchar en el silencio de la noche.
—Amurallar el propio sufrimiento es arriesgarte a que te devore desde el interior— asegura Frida viva y se aleja volando de repente con su tropa de alebrijes, su monito, su perro y su sinsonte.
Frida Niña no entiende qué le ocurre a Frida Viva. Pero sabe que sufre mucho, que no es feliz, pues algún pesar muy grande la aqueja y por eso pinta esos cuadros donde el dolor es protagonista.
Con la dulce melodía del cenzontle todavía en sus oídos, Frida Niña se duerme.
Al otro día es el recital de Sophie. De mutuo acuerdo, Frank y Frida deciden ir. Hay luces especiales. Muchos jóvenes estrafalarios. El grupo comienza con una canción de Coldplay, una canción que a Frida le resulta electrizante.
Es Sophie justamente quien lleva la voz cantante, mientras un batería y un bajo la acompañan y otros chicos le hacen coro:
I used to rule the world
Seas would rise when I gave the word
Now in the morning, I sleep alone
Sweep the streets I used to own…
—La canción se llama «Viva la vida», por un cuadro de Frida Kahlo— le explica Frank, mientras Frida abre sus ojos con asombro, sin poderse creer tanta coincidencia—. Tu mami la canta muy bien, le da ese aire de lucha que transmite la pieza.
Frida se siente con deseos de dar saltos, gritar, subirse al escenario, cantar con ellos. Pero no se atreve. Es una niña muy tímida y quién sabe la que se armaría en su escuela si se enteran: «Frigia cantante», «Frica la roquera». «Fría, glamorosa». No, no se atreve, pese a que el deseo la impulsa.
La canción prosigue. Las luces aturden. La música es ensordecedora. Todos corean en una parte: Oh, oh, oh, oh, oh, Oh, oh, oh, oh, oh, Oh, oh, oh, oh, oh, Oh, oh, oh, oh, oh…
Y Frida canta con ellos. De algún lugar lejano le llegan las palabras en inglés. Pero la sorpresa resulta mayor cuando al fondo del escenario se alumbra una pantalla y allí está ella, la Frida de los mil y un retratos, cuyo rostro asoma en cada cuadro que la hizo célebre, polémica, famosa.
Frank está vivamente emocionado. Frida Niña le escucha cuando dice: —Amo a Sophie cuando canta así.
—Amo a Sophie— asegura de repente, otra voz a su derecha. Es Frida Viva, quien la observa feliz.
—Oh, oh, oh, oh, oh, Oh, oh, oh, oh, oh, Oh, oh, oh, oh, oh, Oh, oh, oh, oh, oh… —corean todos enaltecidos, plenos de música.
Y Sophie prosigue:
I hear Jerusalem bells are ringing
Roman Calvary choirs are singing
Be my mirror, my sword and shield
My missionaries in a foreign field
For some reason I can’t explain
I know Saint Peter won’t call my name
Never an honest word
But that was when I ruled the world
Frida Niña se siente en el cielo. La atmósfera es increíble, como si todos fueran uno solo que se unen en sus propias voces. Con cada nueva estrofa la gente grita más, la música sube de volumen y la noche se llena de colores y de figuras fantasmales que se pasean por el escenario, donde ya ve alebrijes, cenzontles, monitos araña, al perrito Xólotl.
—Cada tic-tac de la vida que pasa, huye, y no se repite. Y hay en ella tanta intensidad, tanto interés, que el problema es solo saberla vivir. Que cada uno lo resuelva como pueda— le dice ahora Frida Viva. Mientras Frida Retrato, desde el escenario, las mira indiferente, impasible, poderosa.
Frida Niña no sabe si sueña o si todo es real. Mira a su izquierda y allí está Papá Frank. En el escenario Mamá Sophie. A su lado Frida Viva. En el escenario, Frida Retrato. En la música, en el aire, en el universo entero Frida, siempre Frida, las otras dos y ella misma, fundidas en una sola Frida.
—Aprenderé historias para contarte, inventaré nuevas palabras para decirte que te quiero como a nadie— le dice Frida Viva, con la despedida en los ojos. Frida Niña piensa que se va a entristecer, pero la música no se lo permite.
—¿Qué haría yo sin lo absurdo y lo fugaz?— parecen preguntar sus ojos a Frida Vida, a Frida Retrato, a Frida Toda.
—Siento que te quise siempre, desde que naciste, y antes, cuando te concibieron. Y a veces siento que me naciste a mí— escucha las palabras de Frida Viva cuando casi se desvanece de su lado y mientras la canción gana en apoteosis con los coros finales.
—Be my mirror, my sword and shield— exclama la niña con desconsuelo porque intuye que nunca más volverá a verla, salvo en un libro o un retrato y entonces Frida Viva le responde:
—Seré tu espejo, tu espada y tu escudo: aprende a dibujarte, Frida, tu propia felicidad. No dependes de nadie. No necesitas de los demás. Échame tierra y verás cómo florezco.
La canción termina. El grupo toca una pieza más suave donde Sophie no canta y al momento la ven junto a ellos. Está animosa. Abraza a Frank. Besa a Frida.
—¡Soy feliz! ¡Muy Feliz! ¡Tan feliz como nunca antes!
—Frida tiene un aire triste— asegura Frank preocupado.
—¿Qué te pasa, mi niña bella?— la aprieta Sophie.
Entonces, para sorpresa de ambos, Frida Niña responde, mientras una señora con alas se aleja por el cielo, escoltada por alebrijes, un cenzontle, un monito araña y un perro Xólotl:
—No me hagas caso. Soy de otro planeta. Todavía veo horizontes donde tú dibujas fronteras.
Notas:
- Todas las citas en cursivas son frases de Frida Khalo.
- Xoloitzcuintle o xolo se le llamaba al perro mexicano Xólotl (en náhuatl: xolotl, «el animal», «xolotl, animal»). Según la mitología mexica y tolteca es el dios del ocaso, de los espíritus, de los gemelos y del Venus vespertino, que solía ayudar a los muertos en su viaje al Mictlán. Se le conoce también como señor de la estrella de la tarde (Venus) y del inframundo.
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