Benito Pérez Galdós: estudio crítico-biográfico (I)
Podría formarse un libro verde, o amarillo o colorado, como esos en que encuaderna la diplomacia sus garbullos internacionales, con las cartas y notas que han mediado entre el novelista insigne que va a ser objeto de mi cuento y…el que suscribe.
Uno de los datos biográficos de más sustancia que he podido sonsacarle a Pérez Galdós es… que él, tan amigo de contar historias, no quiere contar la suya. No tiene inconveniente en suponer que su Araceli, y su Salvador Monsalud y su Amigo Manso, por ejemplo, son tan poco recatados que nos relatan en tomos y más tomos su propia vida… y la ajena; pero él, Galdós, tan comunicativo cuando se trata de los hijos de su fantasía, apenas sabe si se llama Pedro, cuando hay que hablar del padre que engendró tanta criatura literaria, del pater Orchamus de ese gran pueblo que pulula en cuarenta y dos tomos de invención romancesca.
Tal vez lo principal, a lo menos la mayor parte, de la historia de Pérez Galdós, está en sus libros, que son la historia de su trabajo y de su fantasía. El hombre que en veinte años ha escrito cuarenta y dos tomos de novelas, muy pensadas las más, sin contar algunos otros trabajos sueltos, apenas ha tenido tiempo hábil para hacer otra cosa, fuera de las que no merecen ser referidas por venir a ser iguales en todos los humanos, grandes y chicos. Aunque hay algunas excepciones, los escritores muy fecundos suelen llevar vida sedentaria y tranquila, de pocos accidentes; son grandes trabajadores y necesitan ser avaros del tiempo y desconfiar de las pasiones, vanidades del mundo y otros ladrones de las horas. Si Lope de Vega tanto fue y vino en su juventud, ya no se movió tanto cuando se puso a escribir de firme. Víctor Hugo, a pesar de su situación romántica en la historia de su pueblo, hizo mucho menos que dijo, y en su casa o en el destierro siempre fue un jornalero aplicadísimo… Pero este y otros muchos ejemplos y razones que podrían citarse no demuestran, ni a eso los encamino, que Pérez Galdós no tenga más historia que la de sus creaciones de artista. Sí la tendrá. Pero la tiene bajo llave. La principal causa de que, a lo menos por ahora, no quiera contar su vida al público, ni siquiera por modo indirecto, consiste, diga él lo que quiera, en la modestia del insigne escritor. La modestia de Pérez Galdós, como la de su íntimo amigo y compañero de gloria y de viajes, Pereda, es de las más seguras y ciertas, porque está arraigada en el temperamento; tiene mucho del rubor de la doncella en cabellos; y porque el símil es malo, pues en las figuras retóricas debe huirse de trocar los sexos, diré, rectificando, que se parece a la vergüenza de los niños ensimismados. Ni Pereda ni Galdós son capaces de pronunciar cuatro palabras en público; no por las palabras, sino por el público. Para dar las gracias a una asamblea que les aclama, tienen que sacar del bolsillo un papel en que consta que vivirán eternamente agradecidos. Juntos emprendieron hará luego tres años un viaje a Portugal. Viajaron de incógnito, sin fijarse en ello. No vieron a nadie, no los vio nadie: supieron que en Lisboa varios literatos insignes jugaban al tresillo en cierto Círculo: «Bueno, pues que jueguen»; ellos, como dos comisionistas, siguieron adelante, ni vistos ni oídos. Así viajó también repetidas veces por Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, etc., Pérez Galdós, que tiene en todos esos países y aun en otros más lejanos, admiradores y asiduos traductores. En el verano próximo pasado Galdós fue a Roma, y en la carta que me lo anunciaba no había más que preparativos y prevenciones contra las visitas e impertinencias de los admiradores y partidarios de su novela, que habían de procurar asaltarle por esos mundos…
A un hombre así, cuesta sudores arrancarle la declaración preciosa de que, efectivamente, nació en las Palmas, como ya creíamos saber todos por otros conductos. Me precio de ser entre los gacetilleros, más o menos bachilleres, de España, uno de los que tienen más trato y confianza con Galdós: habiendo de escribir una semblanza o cosa parecida del ilustre amigo, y con el propósito de obtener la mayor cantidad posible de noticias, para que por este lado a lo menos comenzara bien esta galería biográfica, valime de mi amistad, y un día y otro pedí al autor de Gloria datos y datos… Y después de larga y amabilísima correspondencia vinimos a parar en que Galdós no sabía a punto fijo lo que eran datos, lo que se le pedía; y en que, en todo caso, él había nacido en las Palmas, ciudad de las Afortunadas, como tenía declarado y se ratificaba. Exagero algo, pero poco, como el curioso lector va a ver en seguida. Con las noticias que nuestro Autor nos da, apenas hay para llenar una cédula de vecindad regularmente escrita. Es claro que esta escasez de datos se refiere a los que solo Galdós podía suministrarme, no a los que yo he podido adquirir de otra manera. Así es que osaré asegurar que nació en una latitud no muy diferente de la del monte Sinaí, y a unos veinte grados Oeste del meridiano de París, que por el de Madrid vienen a reducirse a catorce.
Políticamente es Galdós español (y diputado); pero en la geografía natural es africano, como el ilustre poeta francés que nació en una de las islas vecinas de Madagascar… Por este camino podría llenar de «datos», más o menos impertinentes, páginas y páginas; y si entraba en consideraciones antropológicas y sociológicas podría… hasta no acabar nunca; y todo ello sin saber palabra de quién era Galdós y qué costumbres, porte y carácter tenía. Pero déjome de considerar quiénes fueron los primeros habitantes de las islas Canarias, y qué grandes hombres isleños o de tierra firme produjo África en la serie de los siglos, y no me meto en consideraciones acerca del medio ambiente en que vivió nuestro novelista, ni saco consecuencias de la proximidad relativa del trópico de Cáncer al lugar de su nacimiento. Podrá haber relaciones, pero no he de estudiarlas yo, entre el genio literario de Galdós y la clase de productos naturales de su país, la fauna y la flora de las islas, clima, vistas al Océano, etc., etc., sin contar lo que podría sacarse a plaza, siquiera fuera por los cabellos, de los varios sistemas de colonización, asimilación, etc., etc.
Para mí, Galdós es… madrileño, por ahora, sin perjuicio de volver a «estudiarle» más adelante con más extensión y con más datos tocantes a su vida en su isla natal, como diría La Correspondencia de España.
Nació donde queda dicho, en las Palmas, el 10 de mayo de 1845, de modo que según él confiesa entre suspiros, pronto cumplirá cuarenta y cuatro años. Nada me ha querido decir de los primeros de su vida, pero no debe de ser porque desprecie los recuerdos de la infancia hombre que tan bien sabe pintar el espíritu de los niños y sus armas y gestas. Su memoria ha de estar llena, a mi juicio, de los días de la niñez, y es muy probable, aunque él por ahora no quiera declararlo, que, si no los hechos exteriores, por lo menos los pensamientos, emociones y deseos del primer crepúsculo de su vida no sean insignificantes, merezcan conocerse para recreo del lector y para poder estudiar a fondo la historia del artista poderoso que hoy nos oculta con velos de discreción y modestia muchas cosas que pudieran servir para penetrar mejor en el alma de sus obras. Por ciertas confidencias, me atrevo a esperar, algo temerariamente, que algún día el mismo autor de Celipines y Miaus juniores nos dé un libro que se parezca a los Recuerdos de su ilustre colega ruso el creador de la Guerra y paz y Ana Karenine.
Y tengo esta esperanza, porque al cerrar la serie de escasísimas noticias que me entrega, con algún remordimiento de que sean tan pocas, dice: «Como usted ve, nada de esto merece que se le cuente al público; se lo digo por carecer de otras noticias de más valor, o porque las de verdadero interés son de un carácter privado y reservado, al menos por ahora y en algún tiempo». Si esto último quisiera decir que para algún día podíamos esperar de la pluma que trazó la historia de Monsalud, Araceli y el Amigo Manso la narración auténtica de otra vida, de donde todas esas se engendraron, si así fuera, bien podríamos perdonar hoy lectores y biógrafo la reserva, la modestia y los velos del insigne novelista.
Soy de los que opinan que en la historia de los hombres la de su infancia y adolescencia importa mucho, sobre todo cuando se trata de artistas, los cuales casi siempre siguen teniendo mucho de niños y adolescentes. En rigor, ser artista es… seguir jugando. Las mujeres, los adolescentes y los artistas… y algunos locos, entienden de cierta clase de intereses del alma, que son letra muerta para los banqueros, los hombres de Estado y ¡qué lástima!, hasta para los sacerdotes, las más veces.
Y… nada sabemos de la infancia ni de los primeros años de pubertad de Pérez Galdós. Él no dice más que esto: «que en el Instituto estudió con bastante aprovechamiento». «Nada se me ocurre decirle —añade— de mis primeros años. Aficiones literarias las tuve desde el principio, pero sin saber por dónde había de ir».
¿Cuál es el principio a que Galdós se refiere? ¿A qué edad hace él remontarse ese amanecer de sus aficiones?
No lo sé, ni me decido en este punto a aventurar conjeturas. En todo caso, no creo que haya sido un niño precoz, ni a lo Pascal y a lo Pope, ni menos cual esos otros que parecen pedantes en miniatura, como Alcalá Galiano, enclenque y petulante, coplero a los cuatro años, según nos refiere él mismo. Si alguna precocidad hubo en Galdós, debió de ser de esas recónditas en que la observación callada y la fantasía solitaria hacen el gasto. No debió de ser novena maravilla para deudos y amigos, ni mono sabio, ni flor temprana de estufa, sino más bien amigo del aire libre, alumno asiduo y entusiasta de lo que llaman nuestros vecinos l’école buissonière, la que cantó Víctor Hugo en muchas de sus novelas épicas, y especialmente en la famosa poesía Las feuillantines de Rayos y Sombras. Ni por su complexión, ni por su carácter y aptitudes físicas, muestra Galdós resabios ni consecuencias de una vida antihigiénica en la infancia; ni tampoco la índole de sus cualidades de artista nos habla de prematuras fatigas intelectuales ni de hipertrofias del sentimiento o de la voluntad en los primeros lustros o en la edad crítica.
Pero confieso que no es de mi gusto insistir en tales cavilaciones y conjeturas, cabiendo en ellas tanta inexactitud y estando ahí el objeto de estos cálculos para reírse de ellos si van descaminados, como es posible.
Sin embargo, ni en esta materia, ni más adelante, se puede prescindir de entrar en inducciones para suplir, hasta cierto punto, la falta de noticias seguras.
Aunque también es cierto, que esta libertad no es muy amplia, pues hay que irse con tiento al conjeturar y suponer hechos, ideas, inclinaciones, etcétera, etc., por varias razones, unas de prudencia y otras de insuficiencia.
Es claro, que aun en el caso de que fuera yo zahorí para reconstruir la vida de Galdós, por dentro y por fuera, con lo que él es actualmente y con lo que de él puede adivinarse en sus libros, no había de penetrar en lo que él quiere tener reservado, por ahora al menos. Pero además, existe insuficiencia de medios, no solo por mis escasas facultades de Cuvierde almas, sino porque los novelistas, y especialmente los novelistas de la clase de Galdós, son acaso los escritores que menos se dejan ver a sí mismos en sus obras. Esa impersonalidad del autor, de que tanto se ha hablado, sobre todo de Flaubert acá, si era en este y algunos otros novelistas convicción sistemática, firme, seria, obedecida constantemente mejor que otros dogmas de escuela, es en Galdós todavía más natural y segura, sin obedecer acaso a propósito técnico, a una creencia estética; es más segura y natural porque nace del carácter y del temperamento. Y aquí, por vía de paréntesis, advierto al lector que empiezo a mezclar biografía y crítica, es decir, que hablando del hombre, ya voy diciendo algo del novelista.
Se ha dicho, en general con razón, que la novela es la épica del siglo, y entre las clases varias de novela, ninguna tan épica, tan impersonal como esta narrativa y de costumbres que Galdós cultiva, y que es hasta ahora la que ha producido más obras maestras y a la que se han consagrado principalmente los más grandes novelistas. El que lo es de este género es… todo lo contrario de un Lord Byron, el cual como se ha dicho hasta la saciedad, y con razón en conjunto, viene a hablar de sí mismo en casi todas sus obras, y es, según frase de un crítico, como un torrente profundo que borre entre altas paredes de peñascos, en un cauce estrecho. Se ha dicho también que el gran arte es, en suma, crear almas, y se puede añadir: para el novelista propiamente épico, crear almas… pero no a su imagen y semejanza. Adán se parece a Jehová Eloím demasiado, o tal vez más exactamente, Jehová se parece demasiado a Adán; aquí hay lirismo. En la novela como la escribe casi siempre Balzac, o Zola, o Daudet, y aun Tolstói, o Gógol… o Dickens (aunque este es más lírico), o Galdós, por muy sutil que sea el análisis que se aplica a encontrar el alma del autor, en la de los personajes, hay que reconocer que los más de estos nada tienen que ver con la realidad psicológica del que los inventó. Cierto es que el artista, aun el más épico, siempre saca mucho de sí, se copia, se recuerda, pero también existe el altruismo artístico, la facultad de trasportar la fantasía con toda fuerza, con todo amor, a creaciones por completo trascendentales, que representan tipos diferentes, en cuanto cabe diferencia, del que al autor pudiera representar más aproximadamente. Esta facultad, que es de las más preciosas en grandes novelistas de este género, en los poetas épicos, en los grandes historiadores, y en los grandes pensadores y políticos, esta facultad la posee Galdós en grado que alcanzan pocos, y es, con la gran imparcialidad de su espíritu sereno (en cuanto cabe) lo que más contribuirá a dar larga vida a sus obras.
Por todo lo cual, no es posible, sin grandes temeridades, inducir por los libros de nuestro autor mucho de lo que pudo haber sido en su infancia… y más adelante. Solo diré en este punto, que acaso en los juegos de Araceli en la Caleta de Cádiz, en los arranques de Celipín, en la hija de Bringas y sus jaquecas llenas de fantasías, en las visiones de Miau mínimo y en otros fenómenos y personajes semejantes, de los 42 tomos de novela escritos por Galdós, se podría, rebuscando, y aventurando hipótesis y trasportando circunstancias, encontrar algo de la niñez del que es hoy don Benito para sus íntimos.
De lo que no hay ni rastros en sus novelas es del sol de su patria; ni del sol, ni del suelo, ni de los horizontes; para Galdós, novelista, como si el mar se hubiera tragado las Afortunadas. Este poeta que ha cantadoal mismísimo arroyo Abroñigal, y que se queda extasiado —yo le he visto— ante el panorama que se observa desde las Vistillas; que cree grandioso el Guadarrama nevado (como D. Francisco Giner)… jamás ha escrito nada que pueda hablarnos de los paisajes de su patria; no sueña con el sol de sus islas… a lo menos en sus libros. Jamás ha colocado la acción de sus novelas en su tierra, ni hay un solo episodio o digresión que allá nos lleve; es en este punto Galdós todo lo contrario de Pereda, su gran amigo, que se parece al Shah de Persia en lo de llevar siempre consigo tierra de su patria. Aun sin trasladar a las Afortunadas a sus personajes, podría Galdós decirnos algo de las impresiones que conserva, como poeta que de fijo fue en sus soledades y contemplaciones de adolescente, de los paisajes de la patria: pero como es el escritor más opuesto, en todos sentidos, a lo que llamamos el lirismo, en la acepción más lata y psicológica; como en vez de hacer que sus personajes se le parezcan pone todos sus conatos en olvidarse de sí por ellos y ser, por momentos, lo que ellos son (siguiendo en esto el buen ejemplo de Dickens que hasta imitaba, ensayándose al espejo, las facciones y gestos de sus criaturas); no hay ocasión en ninguna de las obras de nuestro novelista para esos saltos de la fantasía por encima de los mares y de los recuerdos, Galdós, en suma, es en sus obras completamente peninsular. La patria de este artista es Madrid; lo es por adopción, por tendencia de su carácter estético, y hasta me parece… por agradecimiento. Él es el primer novelista de verdad, entre los modernos, que ha sacado de la corte de España un venero de observación y de materia romancesca, en el sentido propiamente realista, como tantos otros lo han sacado de París, por ejemplo. Es el primero y hasta ahora el único. A Madrid debe Galdós sus mejores cuadros, y muchas de sus mejores escenas y aun muchos de sus mejores personajes. Si los novelistas se dividieran como los predios, se podría decir que era nuestro autor novelista urbano.
Aunque en una y otra de sus obras nos habla del campo, especialmente en Gloria y en Marianela, y a saltos en muchos de sus Episodios nacionales, bien se puede decir en general que Galdós no es principalmente paisajista, como lo es, por ejemplo, su amigo el insigne Pereda. Y por cierto que esta palabra paisajista, muy usada en el sentido traslaticio, tomándola de la pintura para la poesía, no es exacta en el sentido que yo quiero exponer aquí; el escritor paisajista es el que ve en la naturaleza el panorama y también el modelo de retórica, el que habla de la naturaleza a lo pintor, y así tan solo. Pero hay algo más que esto en el poeta de la naturaleza, que no solo la pinta sino que la siente por dentro, pudiera decirse; ve en ella, además del cuadro, una música, una historia, casi casi un elemento dramático. En Pereda, en Tolstói, v. gr., hay todo eso. Galdós no es así; si pinta bien el cielo, los horizontes, montañas, mares, valles y ríos, árboles y mieses, no es por especial vocación y con preferencia y con lo más exquisito de su arte, sino cuando el caso necesariamente lo pide, y porque su gran imaginación y pluma hábil se lo dejan describir bien todo. Pues por todo eso, por no ser Galdós paisajista, o mejor naturalista (ya se comprende en qué concepto hablo ahora) no hay en sus libros reminiscencias de su patria. No se trajo este poeta pegada a la retina la imagen del sol de sus islas. Por eso no desprecia los gorriones, ni los chopos ni las demás vulgaridades de la naturaleza burguesa, podría decirse, que se encuentra en los alrededores de Madrid v. gr., como despreciaba sus similares de París Teófilo Gautier, refiriéndose a un poeta que había vivido en Oriente.
Podría resumirse en un rasgo general (no rigorosamente exacto, pero sí comprensivo de lo más de la idea) lo que vale la naturaleza en las novelas de Galdós, diciendo que es… el lugar de la escena, que representa esto o lo otro. La naturaleza en sus libros rara vez aparece sola, cantando esa gran música instrumental en que el hombre no interviene, o entra a lo sumo como accidente en la general armonía; y esto mismo se da la mano con la calidad del eminente antilirismo que ya he notado en el arte de Galdós. Como la Odisea, a pesar de ser una serie de viajes por el Mediterráneo, no pinta la hermosa naturaleza sino como fondo del retrato de Ulises, y casi también como en Shakespeare, la naturaleza decorativa acompaña al hombre para acabar de explicarlo, para darse asunto en que muestre cómo vive, cómo siente, cómo piensa, así en la novela de Galdós, las llanuras de Castilla, las montañas del Norte y los horizontes claros y los cielos puros de Andalucía acompañan a sus personajes, y por ellos salen a plaza, y a ellos se subordinan en el orden estético, siendo, en fin, todo lo contrario de lo que viene a suceder, v. gr., en El sabor de la tierruca, de Pereda, para dar un ejemplo de que todos pueden acordarse.
Dicho todo esto, en digresión más o menos enlazada con el hilo del discurso, queda visto lo necesario para comprender por qué no hará mucha falta en novelista como Galdós conocer muy a fondo y con pormenores lo que fue de su vida en su tierra y lo que aún ve de ella, cuando cierra los ojos y recuerda la niñez y la adolescencia, ya lejanas.
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Tomado de Biblioteca Virtual Cervantes
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