¡Cuidado, que se nos pasa! Entre la agitación cotidiana de la vida y nuestra inveterada tendencia a no anotar las fechas, se nos puede pasar —¡y sería lamentable!—, que el 7 de marzo de 1930 desembarcó por el puerto de La Habana el escritor español Federico García Lorca, cuya impronta en la sociedad cultural cubana de entonces fue tal que llega a nuestros días.
«Ya es seguro que voy a Cuba en el mes de marzo (…) Allí daré ocho conferencias», escribía Federico García Lorca en carta a los padres, desde Nueva York, el 30 de enero de 1930. Y fue tal como aseguraba: el viernes 7 de marzo de aquel año estaba en La Habana, en estancia que se prolongó hasta el 12 de junio.

La Habana, Lorca en el barco de regreso a España. Foto tomada del Centro Virtual Cervantes
Federico llegó invitado por la Institución Hispano-Cubana de Cultura que, presidida por don Fernando Ortiz, auspiciaba las conferencias del poeta. Abierto a la comunicación, estrechó amistad con Flor, Dulce María y Enrique Loynaz, con María Muñoz y Antonio Quevedo, músicos ambos, y con los escritores José María Chacón y Calvo, Juan Marinello, José Fernández de Castro y otros.
Recorrió el país de uno a otro extremo. El 19 de abril lo pasó en Santiago de las Vegas y se presume que el 31 de mayo estaba en Santiago de Cuba; el 3 de junio se le localiza en Santa Clara, el 5 en Cienfuegos. Anduvo por Pinar del Río, Viñales, Guanajay, Guanabacoa, Matanzas, Caibarién, Sagua la Grande, porque —como apunta Juan Marinello—
los días cubanos de Federico fueron sedientos y desbordados. Quería entenderlo todo, absorberlo todo (…) Había dialogado a campo traviesa con las gentes del pueblo en la aldea y en la ciudad. Se había metido en las cadencias de los negros y en la risa de los niños, había recorrido las «estaciones» de las iglesias habaneras el viernes santo de 1930 (…) Había entrado con asombroso entendimiento en lo cubano.
De cómo se sintió da cuenta en una de sus cartas a los padres, el 5 de abril:
Esta isla tiene más bellezas femeninas de tipo original, debido a las gotas de sangre negra que llevan todos los cubanos. Y cuanto más negro, mejor. La mulata es la mujer superior aquí en belleza y en distinción y en delicadeza. Esta isla es un paraíso. Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba.
La personalidad atrayente de Lorca lo distinguió en el recuerdo. Así lo vieron:
- Flor Loynaz: «Parecía un archivo viviente, pues iba sacando de los bolsillos papeles y más papeles (siempre escribía con lápiz), y los leía con una voz inolvidable. Todo esto de un modo desordenado. Tan pronto leí Doña Rosita la soltera —que solía acompañar al piano en el primer acto— como Yerma o Bodas de Sangre y también versos maravillosos que aún eran más maravillosos cuando él los leía».
- Nicolás Guillén: «Ya saben ustedes cómo algunos detalles nimios permanecen agarrados al recuerdo, mientras otros más importantes desaparecen de nuestra mente, borrados por los años. Así, nunca he olvidado que antes de sentarnos a la mesa la dueña de la casa nos sirvió ron; ron del llamado “carta de oro”. Lorca tomó el pequeño vaso y durante mucho tiempo se mantuvo sin apurarlo. Su goce consistía en poner el cristal a la altura de los ojos y mirar a través de la dorada bebida. “Esto se llama —decía— ver la vida color de ron…” Y se burló con mucha gracia y talento del viejo Campoamor».
Durante sus jornadas en Cuba escribió Lorca su «son» dedicado a Santiago, del cual incluimos el fragmento inicial:
Cuando llegue la luna llena
iré a Santiago de Cuba,
iré a Santiago,
en un coche de agua negra.
Iré a Santiago.
Cantarán los techos de palmera.
Iré a Santiago.
¡Saludos, Federico, a 90 años de una visita que es aún comentada y de la cual nunca dejaremos de hablar, como tampoco de ti!
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