Las biografías dedicadas a Garcilaso de la Vega pierden el hilo en cuanto este sale de España y se adentra en el tapiz más lejano y confuso de Europa, pero lo cierto es que solo acercando la lente de aumento al contexto histórico de su vida lejos de la patria se entienden mejor las oportunidades que obtuvo de que su poesía castellana, pero también latina, alcanzara un alto grado de exquisitez. Estas páginas se centran en dos momentos clave, previos a su destierro en Nápoles, que quizá han pasado demasiado inadvertidos a la crítica, y que ofrecen, por contra, dos ángulos ciegos muy reveladores de su -por lo demás, forzada- andadura cosmopolita.
Hacia marzo de 1529, abandona Garcilaso su puesto de regidor en el consistorio de Toledo: su última sesión es del 1 de ese mes, cargo que venía desempeñando desde el 1 de abril de 1525, en el que lo sustituirá Hernando de Silva. Es de suponer que toma esta decisión para acompañar a Carlos V a Italia, rumbo a su coronación de manos del Pontífice, que finalmente tendrá lugar en Bolonia y no en Roma, como hubiera sido preceptivo. El cambio de planes se debe al inaplazable viaje a Alemania, con el objeto de sellar cuanto antes la paz con Clemente VII y acometer a continuación las disensiones en materia religiosa que debilitan a la Cristiandad frente a la amenaza creciente del Turco en Hungría, cuyo socorro debía calcularse con cuidado y una prudente cercanía geográfica.
La corte alcanza Bolonia el 21 de febrero, y el 24 se celebra la coronación con gran boato y un denso enjambre de la flor y nata de la aristocracia europea ahí reunida; oficia la misa Clemente VII, de cuyas manos recibirá el monarca la espada, el mundo, el cetro, y finalmente la corona imperial. El 21 de marzo partirá la comitiva hacia Alemania, no sin detenerse antes en Mantua desde el 25 de marzo hasta el 18 de abril, una parada más de un largo viaje, prolongada y enjundiosa, en la que el emperador permanece como huésped de Federico Gonzaga, quien le brinda las mejores habitaciones de su Palazzo y le ofrece toda clase de lujosos entretenimientos –caza en Marmirolo, torneos de pelota, aderezado todo en el refinado ambiente artístico de la corte mantuana. Pero el viaje del emperador no ha hecho más que empezar, con otros numerosos altos, y solo alcanzará Regensburg, en pleno invierno nevado, el 28 de febrero de 1532. Ahí permanecerá junto a su enorme séquito, durante medio año, hasta primeros de septiembre.
Permiso de permanecer en casa y comienzo de la vida itinerante
Retrocédase por un momento a Mantua: el 17 de abril de 1530, un día antes de partir en un lento periplo con paradas primero hacia Bruselas y después Alemania, Francisco de los Cobos ofrece a Garcilaso la nada despreciable suma de 80.000 maravedíes por la «jornada de Italia», que se convertirán en un sueldo anual «estando en casa sin obligación de servir ni residir en nuestra corte». Este oficial cumplimiento del previsible deseo por parte de Garcilaso de «estar en casa», resulta un punto de inflexión en su cargo de gentilhombre del emperador desde el 1 de octubre de 1523, tras tres años como contino.
Curiosamente, Garcilaso no había zarpado junto al séquito real desde La Coruña, donde el poeta fue nombrado contino en 1520, cuando teóricamente debería haber acompañado al monarca en su largo viaje pasando por Inglaterra, Flandes y Alemania, un largo periplo que concluyó el 16 de julio de 1522 al atracar la nave real en Santander: los documentos del AGS en que consta su alta como contino y los libramientos especifican, en un aparte, que así sería considerado mientras Garcilaso «estoviere en Flandes con S.M e su S.M estoviere ausente destos reinos»; asimismo, en el cuerpo del texto firmado por el rey, escrito por Francisco de los Cobos, se requiere a su vez que se le pague «todo el tiempo que estoviere ausente destos mis reinos y fasta que plasiendo a Nuestro Señor buelva a ellos, treinta mil maravedís de que yo le fago merced en cada un año para ayuda de su costa…» (1976: 66).
Pero Garcilaso no embarcó con el emperador en La Coruña, donde acababa de ser nombrado contino, en lo que parece más una prebenda que un oficio muy definido en la práctica, que además no cobró en años, hasta que se vio en la obligación de demostrar que había permanecido a las órdenes de Juan de Ribera, capitán general del reino de Toledo. Este juró por escrito, como refiere el documento, que en:
[…] fecha de Toledo XII de mayo de 1522, por la qual da fee en como después que S.M. envarco en La Coruña siempre ha estado el dicho Garçia Laso de la Vega con el dicho Juan de Ribera y que ha servido muy bien y continuamente a SS. MM., fasta los dichos XII de mayo de DXXII […] y que en la de Olías avia salido herido de una herida en el rostro.
Se añaden juramentos de otros gentilhombres para cobrar también el año 1523, y por lo que se ve, reclama las libranzas, superiores a las de contino, que debería haber cobrado desde entonces por haber sido nombrado gentilhombre, en coincidencia con su ingreso en la orden de Santiago a instancias de Pedro de Toledo, para lo que fue armado caballero.
En cambio, este nuevo contrato mantuano, que en teoría lo libera de una vida itinerante junto a la corte, va a resultar, paradójicamente, el pistoletazo de salida, en el escenario europeo, de su vida trashumante como mensajero, diplomático, estratega y espía. El documento no especifica qué se espera de él, solo un tipo de vinculación con la corte del emperador que no implica su presencia, porque parece que va a permanecer en Toledo siempre que no se le requiera para lo que no se explicita -una cosa compensaría la otra: aceptar todos los encargos –¿secretos?– en el sentido en que se adivinan de la citada «jornada de Italia», probablemente ahora en la órbita de la emperatriz regente, quien a buen seguro había propiciado en su día la unión matrimonial del poeta con Elena de Zúñiga, dentro de la amplia red de enlaces que propició la reina entre los servidores de la corte portuguesa y la elite castellana, de repercusión directa en los «canales de patronazgo y clientelismo que giraban alrededor de la Casa».
Pero a qué jornada de Italia se refiere el documento de Cobos: apuntó hace muchos años Fernández de Navarrete que podría tratarse del sitio de Florencia. El sitio había empezado el 24 de octubre de 1529: pero la comitiva del emperador estaba en Piacenza entonces, donde Carlos recibió la noticia del archiduque Fernando I de Austria, su hermano, de que los turcos habían asediado Viena, por lo que decidió celebrar la coronación en Bolonia. El asedio duró diez meses, hasta el 10 de agosto de 1530. Expresado así, parece una situación simple, pero lo cierto es que era muy compleja. ¿Qué había pasado en muy resumidas cuentas? Resumámoslo para recordar el avispero en que se había convertido la Toscana.
Había llegado el momento, tras muchos vaivenes, propios de su tortuosa política, en que Clemente VII, sabiéndose traicionado por la Liga (que apoyaba secretamente a Florencia, Venecia y Ferrara en sus pretensiones y en la ocupación de territorios pontificios), se vio obligado a entrar en buenas razones con el emperador. Carlos V le remitió el tratado de Barcelona –que arreglaba las diferencias entre ellos gracias a la promesa de la reposición de los Medici en Florencia– por medio de Luis de Praet, quien llegado a Roma el 22 de julio de 1529, fue recibido por varios cardenales que no tardaron en expresarle su adhesión imperial, entre los que se encontraban, Salviati, Sangro, Alessandro e Ippolito de Medici. Desde el 1 de agosto se celebraron encuentros clandestinos entre el Papa y de Praet.
El Papa aceptó de buen grado hacerse cargo de la mayor parte de los gastos de la intendencia de la guerra para someter a la República florentina, que se vio abandonada por los componentes de la Liga ante los pactos para entregarla de nuevo al liderazgo de los Medici. El problema añadido para la Señoría era que muchas de las ciudades dominadas no se sentían unidas entre sí y dieron la bienvenida a los imperiales creyendo encontrar en los Medici las libertades que la República no les había proporcionado. Otras fortificaciones fueron atacadas con presteza por los imperiales, lo que supuso la ruptura del tejido territorial y el consiguiente aislamiento de unas poblaciones respecto de otras. Tampoco toda la Toscana estaba sometida a Florencia, como, por ejemplo, Siena y Lucca, que colaboraron contra los intereses florentinos, además de que los campesinos eran más favorables, en general, a los Medici, que siempre anduvieron más pendientes de obtener ventajas de los banqueros que de subyugar a los lugareños.
Esta compleja telaraña prebélica justifica que la magnificencia de las estancias en las ciudades italianas que acogieron el periplo de Carlos V hasta instalarse en Regensburg no impidiera la constante preocupación del monarca por los avances en la situación de la Señoría: ya en la galera que le llevó por la costa hasta Génova, la necesidad de comunicarse por carta con el Príncipe de Orange fue constante. Este avanzó hasta Perugia con diez mil hombres, a los que se unieron cinco mil del marqués del Vasto, además de las tropas napolitanas y lombardas, y finalmente, Fabrizio Maramaldo, con un ejército de napolitanos y calabreses. Con la caída de Spello, la rendición de Perugia, de la relevante Cortona y Castiglion Fiorentino, pronto quedó libre el camino hacia Arezzo, que fue abandonada por Baglione, lo que despejó la vía de Orange hacia el sur.
Recién llegado Carlos V a Piacenza, el 11 de septiembre, se celebró una reunión estratégica presidida por el gran militar Antonio de Leyva, gobernador y capitán general Imperial de Lombardía, una reunión a la que cabe la posibilidad de que asistiera Garcilaso. No en balde Leyva dará muestras del gran aprecio que siente por Garcilaso como interlocutor y como estratega pocos años después, en momentos delicados para nuestro poeta, cuando este ha caído en desgracia y desde su destierro en Nápoles se detiene en Alessandria para recoger una de sus cartas y portarla, junto a otras de máxima relevancia, en su viaje a España del verano de 1534. El capitán aconsejó mesura y tomarse las cosas con calma, lo que pareció acatar Orange al llegar a Monteverdi el 22 de septiembre. La rendición de Florencia era solo cuestión de tiempo: el Príncipe se instala en Ripoli, a escasos metros de la ciudad, y da comienzo el asedio. Es cuestión de echarle paciencia, pero la situación sigue siendo delicada.
Por eso, en noviembre, el emperador envía doce mil hombres españoles desde Lombardía. El descontento de los florentinos era creciente y se producen fugas como la de Francesco Guicciardini. Las tropas de Lombardía llegaron a finales de diciembre a la parte norte de la ciudad bajo el mando del marqués del Vasto, los lasquenetes se instalaron en el Monasterio de San Donato, y los españoles en Fiesole.
El 25 de enero de 1530, tuvo lugar en Lastra un Consejo General de Guerra, al que de nuevo asistió Antonio de Leyva, quien trazó la estrategia para blindar el cerco. Hubo que reorganizar el ejército y despedir a la soldadesca que no era necesaria, sin pretender darles ninguna gratificación por los muchos y sacrificados servicios, lo que no ayudó precisamente a apaciguar los frecuentes motines entre las hambrientas tropas imperiales, desprovistas de pagas desde largo tiempo. Hay cartas del Príncipe de Orange y de Giovan Antonio Muscettola, ministro en Roma del emperador, que denuncian el estado lamentable en que se encontraban las huestes imperiales durante la primavera de 1530.
Fue en esos días cuando Garcilaso fue gratificado por Cobos con la lujosa paga anual, antes mencionada, «por la jornada de Italia». La situación bélica que acabamos de describir, en que hubo tanta necesidad de control, comunicación y diseño del plan militar, pudo muy bien suponer un primer entrenamiento del poeta como mensajero, espía, colaborador en la estrategia militar, lo que justificaría que hubiera sido premiado. Garcilaso pudo estrenarse también aquí como reorganizador de las tropas, la primera tarea que le tocó acometer al llegar a Nápoles, seguida de las demás aquí mencionadas.
Como fuere, más o menos en coincidencia con el fin del asedio de Florencia, que restauró a los Medici en su gobierno, la emperatriz ordenó a Garcilaso que partiera a París, estando este ya en Madrid, pues partiría por la posta, para una delicada misión de diplomacia y espionaje. Se acababa de celebrar la boda definitiva, el 7 de julio, de doña Leonor de Austria, hermana del emperador, en la abadía de Saint-Laurent-de Beyrie. El 5 de agosto era por fin reina consorte de Francia. Por ese motivo, pocos días después, el 16 de agosto, la emperatriz, inquieta por la cuñada que duerme con el enemigo, informa al emperador de este viaje de Garcilaso, sin que le quepa la menor duda acerca del encaje del poeta en la refinada corte parisina. Por entonces, el toledano era hombre de absoluta confianza de la emperatriz, casado con una de sus damas de compañía, Leonor de Zúñiga, favorita a su vez de doña Leonor de Austria. Acude a Francia, por tanto, con el encargo de comprobar cómo trata Francisco I a la hermana del emperador. Además, va a vigilar qué pasa en la frontera y si hay avisos de guerra. Nada impediría que cayeran en sus manos las odas de Jean Salmon Macrin, que acababan de salir a la luz en París (1530), o buena parte de la obra de Luigi Alamanni, que ahí vivía.
Pero esta situación de confianza con la Casa Real, que casi podría decirse que es propiciada por la domesticidad, se torcerá con la boda del sobrino de Garcilaso a la que acude en calidad de testigo. La situación se va complicando con el paso de los meses: por lo visto, Isabel de la Cueva, una muchachita de once años, huérfana de padre, que en sus cartas razona como una mujer en su veintena, iba a ser desposada con su tío carnal, el duque de Alburquerque, para que los Cueva no perdieran parte importante del patrimonio familiar.
La madre de Isabel, doña Mencía de Bazán, y la abuela, doña María Manuel, guarda de las damas de la emperatriz, ambas por tanto a su servicio, se solidarizan con la niña y prometen casarla con el pajecico de la emperatriz, sobrino y tocayo del poeta. Pero el duque de Alburquerque se entera de los manejos y protesta por carta ante el emperador, quien se propone escribir una cédula en que prohíbe el matrimonio; los otros, que se lo temen, se dan prisa y cuando el documento llega a sus manos es demasiado tarde.
El 2 de febrero de 1532, Garcilaso es interrogado, en la misma posada de Fuenterrabía donde se alberga con el duque de Alba, por un corregidor enviado desde Valladolid, a instancias de la reina, pero el poeta contesta con confusas evasivas. Se acaba de colocar, quizá sin saberlo, en el mismo centro del huracán: todo empieza ahí, en ese preciso punto, cuando el matrimonio al que ha asistido como testigo se celebra casi clandestinamente en la iglesia Mayor de Ávila, un día de agosto de 1531, mientras la cédula del emperador que viaja para prohibirla no llega hasta primeros de septiembre.
Las incertidumbres acerca de su destino se alargan hasta que Garcilaso alcanza al emperador en Regensburg, ya a primeros de marzo de 1532: ha podido escapar gracias a la insistencia del duque de Alba, que se ha crecido por carta ante la emperatriz, a quien ha escrito que se niega en redondo a acudir a Regensburg si Garcilaso no lo acompaña.
Fernando Álvarez de Toledo consigue así que Isabel de Portugal se arredre y dude, momento de flaqueza que ambos aprovechan para esfumarse. Atraviesan los Pirineos, Garcilaso asiste a su amigo en la enfermedad cuando llegan exhaustos a París, y después, ya recobrados, cruzan trabajosamente Alemania hasta llegar a Regensburg, donde el duque es recibido con los brazos abiertos por el emperador, como queda narrado en la Égloga II. No así Garcilaso. Carlos V llega a la conclusión, no sin razón, de que a la reina le ha temblado el pulso y confina a su servidor en la misma Regensburg.
Toda la historia de la isla de Schütt, que literalmente inventó hace ciento setenta años Fernández de Navarrete, se viene abajo en cuanto se escarba un poco. A partir del biógrafo pionero, la crítica ha supuesto, siempre expresando probabilidad, que Garcilaso fue encarcelado en esta isla vecina de Nüremberg, rodeada del río Pegnitz –en absoluto el preceptivo Danubio–, pero más extraño todavía es que cuando se intenta justificar el dislate se suponga que la isla está cerca de Pressburg (Pozsony en la época), en la actual Bratislava, como puede leerse en la biografía de Hayward Keniston, quien cita a Fernández de Navarrete (1850, 41), que a su vez recuerda para documentarlo un pasaje de Historiarum de rebus gestis Caroli V liber decimus, libro X, párrafo 15, que es el siguiente:
Pozsony es una célebre ciudad a orillas del Danubio, sede de la audiencia de los húngaros y de su Consejo Real. Cerca de esta ciudad el Danubio forma una isla estrecha, pero que a lo largo se extiende unas dos millas; desde un comienzo, Carlos y Fernando habían resuelto fortificarla, por la parte en que se escinde el Danubio, con una empalizada atravesada y una sólida guarnición, a cuyo efecto y para defender Pozsony habían enviado dos mil bohemios y mil alemanes […].
Pero los bohemios y alemanes enviados a cortar el paso a los turcos, cuando, estando aún sin concluir la empalizada, supieron de la venida del enemigo y de sus fuerzas, desconfiando de poder defender la isla, la abandonaron y se retiraron todos a Pozsony… esta empresa, aunque parecía impracticable y arriesgadísima si no se contaba con una gran guarnición, la tomó no obstante Pedro Zapata, a quien mencionamos anteriormente, con la confianza de poder convencer con su autoridad y ruegos a bohemios y alemanes…
Téngase muy en cuenta, no obstante, la carta que, desesperado, envía Pedro Zapata al emperador desde Pozsony, el 16 de julio de 1532:
Hasta hoy no habemos recebido carta de V.M. después que de allá partimos, de lo cual estamos maravillados y los húngaros tan mal contentos que los del Consejo y todos los demás están casi sin esperanza de lo que toca a nuestra comisión y tienen por cierto que cada hora de dilación es tan dañosa, que los más de los caballos que se pudieran juntar quedarán atajados sin que puedan venir, y muchos dellos irán a los contrarios viendo que acá no tienen sueldo, y desde ayer acá se congojan más que nunca porque dicen que tienen por nueva cierta que el Turco en persona, será esta semana en Buda… y en el bastión que se hace en una isla ponen duda que se acabe a tiempo que será menester y en los mantenimientos y en todo ponen tanta duda que temo que brevemente desafuciarán (sic) de todo y cada uno se irá a poner a salvo, porque ninguno tiene aquí más que su persona…
Por el tono apremiante de Zapata, se infiere que esa isla lejana a Regensburg, en una posición destacada frente al Turco, que avanzaba trabajosamente a contracorriente de las aguas del Danubio, una de las numerosas que pueblan el anchuroso río –y que se conocía por isla Comaria, como documenta Giovio–, estaba en una situación precaria y peligrosa, y por tanto resultaba impropia para confinar a un noble, además de que Schütt, como ya se ha mencionado, está en el extremo opuesto a estas tierras húngaras, mucho más al nordeste de Viena y a su vez de Regensburg, a la altura de Nüremberg.
Una isla del Danubio a los pies de Regensburg
Lo más razonable, de momento, es suponer, a falta todavía de documentos que lo avalen, que el lugar en que Garcilaso debió estar confinado debía de estar lo más cerca posible de Regensburg, puesto que, además, la sede del Reichstag en 1532 tenía entonces y todavía hoy dos alargadas islas delante, que entonces formaban parte de los dominios de la ciudad imperial. Un confinamiento en el Wöhrd (dividido en el de arriba y el de abajo, Oberer und Unterer), como se conoce a ambas islas, en cambio, es una posibilidad nada descabellada, y más probablemente, si así fue, sucediera en el Unterer Wöhrd, donde se edificaría pocos años después un hospital en el que se aislaba a los enfermos infecciosos de las pestes que periódicamente asolaban la ciudad, y donde se instalaban las tropas de paso, para alejar a su vez sus desórdenes de la urbe.
La isla carecía de edificaciones en 1532, salvo las casitas de los pescadores, mientras que el rudimentario hospital de enfermos, una simple edificación con tejado a dos aguas, se construiría pocos años después, de lo que se deduce que las tropas solo podían acampar, como por otra parte, era acostumbrado. Esta intuición se confirma y complementa con el descubrimiento por parte de Maria Czepiel de dos odas latinas desconocidas de Garcilaso, una de ellas dirigida al gran Pietro Bembo y la otra al por entonces prestigioso humanista alemán Johanes Alexander Brassicanus, composición en que nuestro poeta se dirige a su amigo germano (ad Brassicanum germanum), a quien une la mejor sodalitas («Bradicanae meis iure sodalibus / in primis habite…»), así como el son de la lira, tañida al arrimo del Danubio, mientras ve cómo se extienden a lo lejos tantas tiendas que parecen montañas blancas de nieve, y canta a la luminosa ninfa Doris del Danubio, nadando a contracorriente de las aguas agitadas por los remos de los pescadores.
Ad ripas fluvii castra binominis
Tam late posita ut prospicientibus
Tot tentoria, visi
Sint montes nive candidi (13-16).
Así es cómo se corrobora, una vez más, gracias a estos versos recién descubiertos, que, en efecto, la poesía (probablemente musicalizada) fue crucial para soportar la privación de libertad que le había impuesto el emperador. No se olvide que el verdadero castigo de Garcilaso era el destierro de la corte, el propio de un noble de su categoría, como sucedió en repetidas ocasiones a su hermano Pedro Lasso, una punición de la que nuestro poeta había escapado y que arrastraba como una losa desde Guipúzcoa: el emperador, encontrándose tan lejos de España cuando por fin Garcilaso lo alcanzó, lo ninguneó y lo mantuvo como pudo alejado de la rutilante corte de Regensburg, con la solución provisional de la isla danubiana (dato clave que debemos al propio poeta en su Canción III, además de la Oda a Tilesio, y ahora la Oda a Brassicanus), a la espera de resolver dudas de mucho mayor calado, como cuándo y cómo acudir al socorro de Viena, y a quién asignar el relevantísimo cargo de Virrey de Nápoles, reino por entonces sumido en el caos económico y militar (con las tropas permanentemente sublevadas y desorganizadas); un reino asediado, además, en sus extensas costas, por el acechante peligro turco.
Viéndose Garcilaso confinado, tan lejos del hogar, en este impasse impuesto por las circunstancias excepcionales, en un lugar inapropiado a un noble, aunque no tan bajo como unas mazmorras, se sentía rabioso y humillado: «Solo, forzado y preso en tierra ajena». Ninguna de estas voces implica necesariamente estar encerrado en una prisión, únicamente se infiere de cada una de ellas, en sentido literal, hallarse privado de libertad; «preso», la más comprometida, debería leerse en sentido etimológico; es decir, en el sentido de hallarse cogido, cautivo; «forzado», contra su voluntad («El que ha sido constreñido y necesitado a hacer alguna cosa», anota Covarrubias), y «solo», sin compañía en general, o sin la de sus iguales en particular; «en tierra ajena»: desterrado, lejos de casa.
A Garcilaso le hubiera correspondido, en circunstancias normales, como se verá, hallarse confinado en su propio hogar, pero él mismo se había buscado el lugar ajeno en que se encontraba al haber huido de Azpeitia a la búsqueda del trato directo con el Emperador, acompañando al duque en el llamado al socorro de Viena. Cuando al cabo de unos meses de permanencia en la isla, en pleno junio, Cobos anote al dictado la decisión del Emperador acerca del destino del poeta, aludirá a la «carcelería» que guarda, que en todos los textos de la época se emplea cuando se trata de aislamiento en vez de prisión. Carcelería no es un encierro en una torre o en una mazmorra; el término solo conlleva, y siempre se trata de un castigo infligido a un personaje de la nobleza –nunca a un delincuente de baja estofa–, prohibición de entrar en la corte y confinamiento en un espacio que las más de las veces resulta ser el propio hogar.
Por ello, lo más probable es que, durante la primavera de 1532, Garcilaso estuviera, como ya se ha mencionado -junto a buena parte de las tropas que se habían desplazado a Regensburg a la espera de acudir a Viena- guardando carcelería en el Unterer Wöhrd:una isla de casi tres kilómetros de largo y unos doscientos cincuenta metros de ancho, donde, en esa época del año, todavía hoy se extienden anchurosas avenidas naturales tapizadas de yerba verde, flanqueadas de álamos, sauces y arces, y solo unas pocas flores, lilas y varas de oro, la puntean arrimadas a las orillas. Los muros de la prisión del poeta fueron exclusivamente las aguas del Danubio, que como especifican sus propios versos, cercan la isla, si bien suavemente («con un manso rüido d’agua corriente y clara»), en un locus amoenus («lugar escogido») en abierta contradicción con su psique atormentada, cuyo paisaje alegórico e infernal quiere ante todo callar aquí, para, desvinculado de la facecia que lo humilla, desarrollarlo en la Canción IV, de escenario buscadamente antitético.
Con un manso rüido
d’agua corriente y clara
cerca el Danubio una isla que pudiera
ser lugar escogido
para que descansara
quien, como estó yo agora, no estuviera.
En plena canícula, las sesiones del Reichstag se sucedían lentas. A todo esto, el emperador decidió retirarse un par de semanas a escasos kilómetros de Regensburg, en Bad Abbach, exactamente entre el 11 y el 28 de junio, donde tomó baños relajantes y se visitó con el renombrado médico de Nüremberg, Hobfinger, estancia que no recoge Foronda y en España ha pasado inadvertida. Parece ser que en primavera había decidido Carlos quién sería el próximo Virrey, como se puede deducir por una carta al cardenal de Burgos de primeros de abril en que se mencionaba que en Nápoles se daba por seguro que el elegido era el marqués de Villafranca.
De todas maneras, lo mantenía en secreto, buscando el momento oportuno para hacerlo público. Se tomó su tiempo: era un relevo clave para la seguridad de la península y de la cristiandad entera, y, como tal, despertaba enormes expectativas. El hombre que sustituyera al lugarteniente Colonna, que había ocupado el cargo en grado siempre de interinidad, tras el balance desastroso de los anteriores virreyes Lannoy, Moncada y Orange, debía reunir óptimas condiciones como diplomático y gestor, además de tener altos conocimientos militares y poseer una autoridad sólida e innata.
Curiosamente, el emperador da por terminado su descanso en los baños el mismo día en que se produce la muerte de Pompeo Colonna en Nápoles, quizá inducida, y con esta efeméride, el nuevo nombramiento se vuelve inminente: de todas formas, retrasará el anuncio oficial todavía casi un mes, hasta el 21 de julio. Solo tres días antes, el 25 de junio, todavía de descanso en los baños, Francisco de los Cobos pasa revista de los asuntos relativos a la boda del sobrino del Garcilaso, y asesorado por el duque de Alba, va llevando al emperador suave y diestramente al terreno de la decisión final.
En el texto se advierte con claridad el procedimiento: Cobos va resumiendo por enésima vez todos los vaivenes de la historia del sobrino de Garcilaso, y al mismo tiempo va guiando las conclusiones, pertrechado con una retórica, refrendada por Fernando Álvarez de Toledo –como se adivina y se reconoce explícitamente al final–, siempre buen amigo y valedor de Garcilaso: una estrategia argumentativa que pasa primero por destacar unos hechos cuya dimensión delictiva se presenta voluntariamente desleída (cuando, por ejemplo, en vez de confirmarse que se celebraron las bodas, se desvía la precisión con la imagen de una escena subjetiva y confusa: «paréscele que se dieron allí las manos»); se resalta a su vez que todo sucedió en un momento en que todavía no se había dado la prohibición(«mucho antes que llegase la prohibición de V.M.»); se aduce la falta de mala intención, el desconocimiento y la inconsciencia («sin saber por quién ni para qué»); se explicita el castigo («el corregidor le desterró […] de aquellos reinos y le mandó que no entrase en la corte de V.M. sin su licencia») acusando su efecto humillante en el poeta («por parte de Garcilaso se dice que se le hizo mucho agravio»), a causa de encontrarse ahí por causalidad («por haberse hallado al dicho desposorio acaso y no sobre pensado»); además de destacar la juventud de los desposados, unos niños bajo la potestad paterna («por no ser los desposados de edad para contraer casamiento por palabras de presente y no ser aquel clandestino, sino por mano de sus padres»); valiéndose también de la propia inocencia («pues a él no se le notificó la cédula de V.M. para que no entendiere en esto, y se hizo muchos días antes que aquella llegase»); reafirmándose, además, como fiel servidor de su Majestad, pues para eso ha llegado hasta Regensburg («y él viene a servir a V.M.»), y solo al final, asestar como un golpe de gracia el ruego: que se le levante la pena («le mande alzar el dicho destierro y darle licencia para que entre en la corte y mandare que no se proceda contra él en su absencia»).
El ruego no es del propio afectado, es nada menos que del duque de Alba («Suplícalo el duque de Alba con tanta instancia quanta V.M. sabe»). Sabemos que no es la primera vez que el duque se ha interpuesto entre Garcilaso y el emperador: pero por la redacción parece que lleva un buen tiempo insistiendo en ello.
Relajado en las aguas termales, Carlos se deja llevar por la bien trabada ilación de argumentos de su secretario, previamente asesorado por el duque; cuando duda y divaga en voz alta sobre el destino del gran poeta, lo hace, sin saberlo, sobre los raíles que le tiende también para esto Cobos. En un apunte final se consigna la decisión: que decida Garcilaso si quiere ir a Nápoles o a un convento (hay que suponer el de Uclés, como caballero de la orden de Santiago). Nótese el suave forcejeo con la improvisación del emperador, que va dictando en voz alta, al hilo de sus pensamientos, mientras el secretario toma nota, en su recado de escribir, orientando la argumentación del monarca sin que este lo perciba. Parece claro que si el monarca no ha mandado más lejos a Garcilaso antes es porque todavía no ha tomado una decisión pública sobre el destino del virreinato de Nápoles.
Al emperador no deja de pasarle por la cabeza la duda de si necesitará a un buen militar como él en Viena, pues una de sus más inquietantes preocupaciones consiste en reclutar suficientes tropas y buenos estrategas, que le llegan por doquier; con todo, a pesar de las disyuntivas va llegando a alguna conclusión, que confluye no por casualidad con el destino del marqués de Villafranca, todavía secreto en lo público, y muy presente en la mente del monarca.
En lo de Garcilaso, paresce que, pues confiesa la culpa que tovo y pide a V.M. perdón della, que V.M. le podrá mandar enviar por el tiempo que fuese servido a su convento [de Uclés] o alguna de las fronteras de África en la armada que se hace, o a Nápoles para defensión del reino, o mandarle servir a V.M. en esta jornada [de Viena, en preparación], guardando la carcelería que tiene hasta que V.M. salga para ir al campo.
Todavía en la indecisión, se apunta al margen, como colofón al zigzagueo: «Que vaya a Nápoles a servir allí por el tiempo que fuere la voluntad de SM o al convento que más quisiere»
Ya sabemos cuál fue la elección del poeta. Toda esta historia de los desposorios secretos en que Garcilaso se vio abocado a un conflicto de lealtades, parece no más que un molesto asunto doméstico para el emperador, que a todas luces apreciaba a su súbdito. Que se trataba de un problema de orden casi familiar, un alboroto entre los servidores de palacio, todos medio emparentados, aflora muy claramente a la luz de los documentos: hasta el mayordomo mayor de la reina, un cargo de gran relevancia, el conde de Miranda, tío de doña Leonor de Zúñiga, se ha visto obligado reconocer por escrito que se acatarán las órdenes del emperador al respecto.
Pero este conflicto doméstico que desde Fuenterrabía lo aboca en 1531 al destierro, se convierte paradójicamente en el trampolín de la carrera militar de Garcilaso, que se multiplica a partir de aquí en todos los sentidos, siempre con el fin en el horizonte de hacerse valedor de nuevo de la confianza del emperador. ¿Qué es lo que le incita a desplegar todas sus habilidades diplomáticas (como hábil conversador y comunicador, políglota), como estratega militar, como espía, como mensajero, y por tanto velocísimo jinete, no solo portador de cartas sino también encargado de comunicar mensajes secretos por vía oral, que ya pudo ensayar en el cerco de Florencia? Lo que lo espolea a echar mano de todas estas habilidades y a ofrecerse siempre que es posible es, no cabe la menor duda, el deseo de recuperar plenamente el favor del emperador para que le sea perdonada la pena y pueda volver a casa: algo tan simple y esencial. Tan atávico.
Obtener permiso para permanecer en el terruño, ese privilegio que había adquirido durante el asedio de Florencia y que ahora ha perdido. Por lo demás, su vida apenas cambia. Si el documento de Mantua apunta a servicios secretos que no se detallan precisamente porque lo son, con la amenaza creciente del Turco no le van a faltar oportunidades para demostrar su valía en ese mismo terreno.
A partir de aquí, lo que aflora de la documentación es que Garcilaso se convierte en una pieza clave de las comunicaciones, las estrategias, las decisiones y las informaciones secretas, rápidas, urgentes, acerca de los avances del Turco, cada vez más atenazantes. No solo eso, también como «reformador» de la gente de armas; es decir, de los gendarmes o caballería pesada, que era muy anárquica (Garcilaso deja constancia del desorden que reina en la documentación [carta del virrey a V.M., 26 de octubre de 1534]). Finalmente, coincidiendo con el final prematuro de su vida, participa muy activamente en la campaña contra los franceses de la Provenza, que ayuda a idear y gestionar como maestre de campo, una de las distinciones militares más altas: no olvidemos que Garcilaso empieza al llegar al Regno con el título de lugarteniente, a quien se encargan todas las tareas posibles, pasa a capitán y finalmente maestre de campo de 3.000 hombres, un nombramiento que depende directamente del monarca, del 17 de mayo de 1536.
Confinamiento de cinco meses y creciente actividad como poeta
Pero vuélvase a un momento previo: 1532 en Regensburg. Garcilaso hubo de permanecer en carcelería hasta que Pedro de Toledo partió desde la ciudad imperial rumbo a Nápoles el 2 de agosto, y como está demostrado, en su compañía. Por tanto, sufrió nada menos que cinco meses de privación de libertad de movimientos, cercado por las aguas del Danubio, momento de recogimiento forzado donde no solo escribió la Canción III, donde anuncia consagrarse al canto de su solo amor, la única adversidad por la que está dispuesto a dejarse vencer; en este sentido, como se apuntaba más arriba, se alza la Canción IV, y no habría que descartar que un nutrido ramillete de sonetos, no solo el 3, 4, que ya la crítica ha situado en la isla danubiana, sino buena parte de los muy numerosos, previos a la estancia napolitana, en que el poeta se debate en la más estricta soledad, solo, aislado, con sus pensamientos, como queda especificado en la Oda a Tilesio («Uxore, natis, fratribus et solo / excul relictis, frigida per loca / Musarum alumnus barbarorum / ferre superbiam et insolentes / mores coauctus, iam didici invia / per saxa, voces ingeminantia / fletusque, sub rauco querelas / murmure Danubii levare»), u observando a las ninfas en las aguas, como sucede a su vez en la oda latina dedicada a Brassicanus durante la estancia la isla del Danubio.
Su apartamiento de casi medio año de la rutilante corte de Regensburg, y más lejos, de su patria, en que no pudo hacer otra cosa que escribir (y tañer la cítara que llevaba siempre «al collo», como nos recuerda Tansillo), pudo constituir su tabla de salvación psíquica, y contribuir definitivamente a hacerlo más consciente que nunca de su identidad de poeta; pero este agravio y humillación, en que no pudo hacer otra cosa elaborar al son de su instrumento sus versos o los de los poetas clásicos, no hay duda de que lo preparó inmejorablemente para afrontar su fructífera estancia en el laboratorio de experiencias poéticas que lo aguardaba en Nápoles.
El despliegue de su obra latina en Italia (cinco odas conocidas) puede además justificarse por la necesidad de darse a conocer, de ofrecer tarjetas de presentación en tierras extrañas a otros poetas doctos (que le abrirían las puertas de nuevos círculos mucho más eficazmente que con sus versos castellanos, cuyo primer lector era Boscán). Se comprueba también así que no necesitó llegar a Nápoles para dar buena muestra de la destreza adquirida y la profundidad de sus conocimientos acerca de los poetas clásicos y neolatinos gracias a su excelente preparación humanista sin salir de las puertas de Toledo, y poco después, gracias a la impronta cosmopolita que la itinerancia fuera de la patria dejó muy pronto en su poesía.
Final
El análisis de los acontecimientos y contextos históricos que rodearon la trayectoria vital Garcilaso antes de la llegada a Nápoles, a la luz siempre de los documentos conservados, permite arrojar luz sobre momentos clave de su biografía que hubieron de influir muy poderosamente en su proceso de refinamiento como poeta: en este artículo salen a la luz su larga estancia en Italia durante el asedio de Florencia, con todos los contactos culturales, a pesar del clima bélico, que esta situación pudo comportar, y, por otro lado, el largo confinamiento del poeta en una isla del Danubio, no tan solitario como da a entender en la Canción III.
Fue esta, por lo que se ve, más una soledad moral que física, a juzgar por el asentamiento, a su alrededor, en tiendas de campaña, de otros militares, que excepcionalmente podían ser prestigiosos humanistas, como en el caso del alemán Brassicanus.
También se puede intuir aquí su lucha por mejorar en la consideración del emperador durante su destierro en Nápoles, mediante su multiplicación como diplomático, mensajero, espía y estratega militar, encargos que ya pudo desempeñar desde estas fechas tempranas aquí rememoradas, anteriores a su estancia en Nápoles. Estas habilidades le serían muy útiles en el Regno para acariciar el objetivo de regresar al añorado Tajo, al tiempo que se alejaba del servicio de su primer valedor, el marqués de Villafranca, convertido pronto en rémora, con el deseo de dejar de lado la vida itinerante, que, no obstante, resulta clave en su más alta poesía y probablemente en su identidad como poeta.
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Tomado de Open Editions Journals
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