En la historia de la humanidad ha habido gentes con visiones extrañas en relación con el común de los mortales, capaces de soñar adivinando y adivinar por medios que se inventan para sanar, prever el futuro, sentenciar. Involuntariamente poéticas, hay que verlos con ese halo de poesía que ciñó sus vidas. Se les ha llamado de formas muy diferentes, pero la más difundida es la de magos. Entre ellos hay «especialidades», por lo que las denominaciones cambian hacia un grupo de más o menos sinónimos que comprenden diversas ideas: brujos y brujas, hechiceros, nigromantes, astrólogos, adivinos, agoreros, videntes, médiums y espiritistas, alquimistas, taumaturgos. Algunos de sus fascinantes conceptos se fueron llenando de lo que sería luego la ciencia moderna, pero también se enlazaron con la poesía. El propósito de estas líneas no es el de aseverar, criticar o negar sus dotes aprehensivas.
No pocos eran gentes de temer, otros tendían a ser benefactores. J. G. Frazer los clasificó en su útil La rama dorada según su oficio en hacedores de magia negra y magia blanca, simpatética o contaminante. A los primeros se les persiguió como adoradores del Diablo y los segundos han sobrevivido de manera más sutil a través de herederos hasta nuestros días. A estos últimos y desde el siglo XIX se les ha llamado ocultistas o incluso parapsicólogos. Suelen ser gentes que vivieron o viven en comercio con el «Más Allá» y con los seres que se supone pueblan el entramado del cosmos, regidos casi siempre por potencias que terminan en un sumo poder llamado Dios.
Quizás el más famoso haya sido el mago Merlín en el siglo IV, que no sabemos si existió de veras y al que se le atribuía un enorme poderío sobre la realidad, bajo el dominio de fuerzas que podríamos considerar de la irrealidad, o sea, de lo invisible actuando sobre lo visible. Su aureola se extendió a la literatura y el cine, donde sigue vivo en leyendas y misticismos. Si luego nos concentramos en el siglo XIX, lleno del esplendor de la múltiple magia, de un fuerte esoterismo, enfrentamos el casi final o declive mayor de los alquimistas, debido al auge rápido de las ciencias, en particular la física, la química, la astronomía y las artes medicinales, pero hubo un aumento de los «psíquicos», de muy diferentes aureolas y teorías.
El arte negro de la alquimia es viejísimo y parece proceder de Egipto y de la Mesopotamia, y solía basarse en la transformación de los metales. Desde el siglo I de nuestra era aparecieron tratados que hacían referencia al alquimista quizás fundador, el famoso Hermes Trimegisto (o Trismegisto, «el tres veces grande»), relacionado con el dios egipcio Thoth, quien aun teniendo cabeza de pájaro (el sagrado Ibis) era en verdad deidad de la sabiduría y de la escritura. Con el Trimegisto nació el Corpus hermeticum y la Tabula smaragdina, junto a una tradición que alcanzó al siglo XXI, muchas veces reclamado como fundador de los rosacruces y otros grupos de los llamados fracmasones.
La Fama Fraternitatis publicada en 1614, se atribuye al considerado real fundador rosacruz del siglo XV: Christian Rosenkreuz, al que Fernando Pessoa dedicó una trilogía sonetística. A los seres humanos nos ha fascinado siempre lo que entendemos por misterio. Las artes mistéricas han dado lugar a filosofía, credos, asociaciones místicas, religiones, leyendas, y a un cúmulo poético asombroso.
Desde Zósimos de Panópolis entre los siglos III y IV, pasando por Alberto Magno (siglo XIII, Padre de la Iglesia) y Paracelso (médico y astrólogo del siglo XVI), la alquimia llegó al siglo XVII y comenzó a declinar en su esplendor debido a los cambios resultados de la revolución científica. En Europa, la alquimia occidental pasó casi de lleno a la medicina, más que a la búsqueda de la piedra filosofal (lapisphilosophorum) o del Santo Grial, convertidos en mitos y leyendas. Más que la transposición de los metales (crear oro), asumió roles prácticos en la vida cotidiana y se fue fundiendo con la medicina, hasta que C. G. Jung declaró a la alquimia como proyección de los arquetipos y del subconsciente colectivo.
Su casi coetáneo Julien Champagne, al parecer conocido como Fulcanelli (1877-1932), arriesgó prendas al decir que conocía el secreto de la eterna juventud, y se hizo (más) célebre con su libro El misterio de las catedrales de 1929, buscando signos ocultos en las piedras catedralicias. ¿Era en verdad Fulcanelli un solo hombre? Se le suele relacionar con una decena de personalidades, entre ellas nada menos que el mítico e inmortal conde de Saint Germain, o con Camille Flammarion, gente interesante per se. Esa persona o grupo de ellas publicó en 1930 un libro lleno de signos fascinantes llamado Las moradas filosofales y el simbolismo hermético en sus relaciones con el arte sagrado y el esoterismo de la gran obra. Así, a sus tratados oscuros se sumó el de una personalidad inatrapable en una biografía segura.
El astrónomo Camille Flammarion (1942-1925) debe haber influido a poetas como R. M. Rilke. Hombre de ciencia, gran astrónomo, como muchos hombres de entre siglos se aficionó al espiritismo en el que creyó de manera creativa, dijo que el alma vive de manera independiente del cuerpo (concepto bien antiguo por cienrto) y se adentró en lo que ya durante su vida se llamaba la parapsicología. Al conde de Saint Germain, personalidad difusa entre siglos XVII y XVIII, se le ha considerado hasta una reencarnación del famoso Rosenkreuz, también se le ha identificado con muchas personas y fue un hombre itinerante en el mundo europeo. Su halo vital está rodeado del misterio de la poesía.
Nicolás Flamel alcanzó a ser otro de los grandes hombres oscuros que generaron leyendas en torno de sí y un caudal de poesía. Su periplo estuvo encabalgado entre los siglos xiv y xv, pero se dice que siguió viviendo porque halló el quid de la inmortalidad. Vivo se manifiesta en Harry Potter, en El código da Vinci, en El péndulo de Foucault, y en otros célebres relatos del siglo XX. Asimismo muy célebre fue el inglés Robert Fludd, otro hombre de entre siglos, esta vez entre el XVI y el XVII, quien se decía discípulo de Paracelso, uno de los antecesores de las teorías del micro y el macrocosmos, difusor de la llamada anima mundi o alma universal, tan llevada y traída por la poesía en alusiones a la metempsícosis. Fludd (o Fluctibus) defendía la relación de todo lo existente con la música como principio elemental. Ha tenido una honda relación con los rosacruces de todas las tendencias.
Todas estas personas interesantes rebosan de poesía en sus leyendas vitales y en sus propias obras, ya sea en la narrativa legendaria de sus acciones o en la lírica de sus pensamientos e ideales. Se creerá o no en lo que afirmaron, incluso pueden seguirse sus doctrinas como extraño camino hacia la sabiduría, pero de lo que no cabe duda es del nimbo lírico que los sigue rodeando. Las fuerzas del misterio universal rozan con las especulaciones científicas y con el imaginario poético de todos los tiempos, sobre todo de aquellos que se aproximan a visiones metafísicas del mundo, surreales, imaginativas, ficcionales, y conceden a estas figuras humanas roles en las búsquedas del saber a partir de lo que se considera como «fuerzas oscuras», «ocultas», «esotéricas».
Leer sus obras, de los que dejaron escritura, es hoy un ejercicio de fantasía, de magia de la palabra, llena ella del halo propio de la imaginación humana tratando de explicar el mundo en torno y su trascendencia. Vidas interesantes, ilustran muy bien etapas nebulosas del desarrollo cognitivo humano. Valgan como poesía, y eso las hace imperecederas.
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