A propósito del aniversario 210 del natalicio de la novelista, dramaturga y poetisa romántica cubana, Gertrudis Gómez de Avellaneda («Tula»), devolvemos esta columna de Luis E. Álvarez Álvarez, que discierne magistralmente sobre la producción y el estilo teatral de esta figura esencial de las letras cubanas.
La literatura dramática, aunque revele una cierta autonomía respecto de su realización escénica —piénsese, por ejemplo, en el Fausto de Goethe, quien, como director del teatro de Weimar, tenía que saber que era una obra irrepresentable—, está puesta en función de la escena. Cada obra dramática tiene en cuenta el estilo de representación escénica vigente en su tiempo. La Avellaneda no está ajena a esa realidad, y lo prueba con toda claridad el conjunto de acotaciones dramatúrgicas que llenan sus obras. Son, como es fácil comprobar, didascalias inteligentes para guiar la puesta en escena y una serie de detalles revelan un manejo profesional, por ejemplo, la precisión con que establece que «izquierda» y «derecha» se refieren siempre a la posición del actor y no a la del público. Son indicaciones muy generales que sirven para esclarecer el trabajo del actor y eventualmente del director, pero sin que aspire a constituirse en un cepo.
En el momento en que la Avellaneda comienza a escribir para las tablas, había amainado en algún grado, por así decirlo, el sombrío ímpetu romántico en el teatro español al estilo del Don Álvaro o la fuerza del sino, del duque de Rivas. De modo que la pregunta de Rine Leal acerca de qué aportó, significó o determinó en el teatro cubano la obra de la Avellaneda puede responderse muy fácilmente: fue, por una parte, la expresión más depurada del Romanticismo teatral en la isla —quizás en Latinoamérica—, creó una dramaturgia eficaz que, si por una parte representaba con plena fuerza el Romanticismo dramático dominante en Europa y América, también tiene zonas en que se orienta hacia la gracia, el refinamiento, el cincelado de la forma que habrían de ser características plenas del estilo modernista posterior. Ningún dramaturgo insular tuvo su altura.
Considerar a la Avellaneda como no cubana ni latinoamericana en su teatro —tanto como no insular en su verso—, no es sino actitud facilista que, a partir de una mera impresión subjetiva, dan la espalda a la originalidad incisiva de la autora. Por razones de cultura, de contextualizaciones culturales, de erudición incluso, pues pudo acceder al menos a la lectura de múltiples dramas y comedias románticos europeos, así como por un talento excepcional y un intercambio de fértil crítica con otros autores relevantes de la época, incluso mujeres, tal como Cecilia Böhl de Faber («Fernán Caballero»), quien había introducido cambios esenciales y significativos —como lo haría la Avellaneda para la literatura latinoamericana— en la narrativa española, los cuales, por demás, solo vinieron a ser suficientemente comprendidos por un Benito Pérez Galdós, la Avellaneda no podía crear una «escuela» dramatúrgica en Cuba, donde una serie de factores económicos, políticos, sociales y específicamente teatrales (escasez de salas, directores hábiles, actores talentosos, público informado) no permitían más desarrollo que el de un teatro de muy escasas fuerzas, más costumbrista que realista, más vocinglero que verdaderamente reflexivo; por eso ella fue una figura aislada en la isla, no por falta de cubanía, sino por altura superior a la del resto de los pocos que tratan de escribir obras dramáticas. Incluso José Martí, hay que decirlo con entera franqueza, tan buen conocedor del teatro, tan afilado crítico, careció de la destreza dramatúrgica —quizás con la sola excepción de la afiligranada Amor con amor se paga— que, en cambio, sí supo manejar la escritora principeña. He aquí, pues, su grandeza y ese lugar específico que Rine Leal le niega: ella fue la avanzada mayor, en estilo y en altura de pensamiento, del teatro cubano. Que correspondiera ese papel a una mujer, es tanto más revolucionario y valioso.
Espléndidamente dotada para manejar el verso —aunque también la prosa teatral—, la Avellaneda traza, en sus dramas y en sus comedias, un universo regido por altos ideales, por principios altivos de libertad del espíritu y, también, marcado por las violentas contradicciones que las circunstancias pueden imponer a los seres humanos.
Tanto en sus dramas como en sus comedias, el papel de la mujer recibe un acento muy especial. El personaje femenino no solo potencia al máximo las altas cualidades ideales defendidas por el Romanticismo, primero, y por el Modernismo hispanoamericano, después, sino que además destaca en general por encima del personaje masculino, incluso en una comedia que, como El millonario y la maleta, incluye una sátira aguda sobre tipos femeninos provincianos. La agilidad de las tramas que ella construyó, la fuerza de los caracteres, la inteligencia y verosimilitud de la mayoría de las soluciones —con la excepción de comedias como La hija del rey René y La hija de las flores— son de una verosimilitud dramatúrgica bien concebida.
No es el teatro de la Avellaneda el que ha envejecido: es que carecemos de la necesaria destreza para leer con eficacia su obra escénica. Por otra parte, no es menos cierto que, desde hace más de un siglo, la concepción euro-occidental del teatro ha cambiado de una manera radical, que bloquean, para quienes carecen de una formación teatrológica, la comprensión de los valores del teatro romántico en su conjunto —y no solo el de la Avellaneda—. Van Tieghem resume el fenómeno de recepción de esta manera: «Muchos de estos dramas nos parecen hoy más bien melodramas, pero la forma brillante y melodiosa salva al menos a los que están escritos en verso».[i] Claro que aquí se mezcla, además, una concepción del melodrama que es contemporánea nuestra, y no corresponde a plenitud con la época en que
[…] el melodrama reflejaba la ideología de la burguesía progresista, su ardiente fe en el triunfo final de la verdad, pues en el escenario, el vicio y la maldad eran siempre desenmascarados y castigados y la virtud resultaba triunfadora. El melodrama se distingue por su optimismo, se halla saturado frecuentemente de pathos revolucionario, de motivos de lucha contra la tiranía, de anticlericalismo, de prédica a favor de la igualdad entre los tres Estados y de justicia social.[ii]
Asunto de importancia esencial es la concepción del parlamento teatral en el Romanticismo. En el s. XVIII, el actor había alcanzado una posición de la cual había carecido en los Siglos de Oro. Garrick se había encargado —para realce de su propia proyección personal— de diseñar una imagen del gran actor no solo como divo, sino también como personaje de alto relieve social. Francia, en la persona del gran actor Talma, también asumió esta visión del actor. El Romanticismo heredó esa perspectiva, que grandes figuras como Mlle. Mars[iii] llevaron en Francia a una altura incluso mayor. En España, el actor Romea —, sobre quien Martí escribió elogios y que interpretó obras de la Avellaneda— encarna ese tipo de actor «divo» que focaliza sobre su virtuosismo, sobre todo vocal, toda la atención y el interés de una puesta en escena. El predominio del virtuosismo vocal permitía, incluso, que, en momentos de especial lucimiento, el actor dejara de enfrentar a su interlocutor escénico y dirigiera su parlamento directamente al público, para lo cual podía aun dar un o dos pasos en el proscenio.
El triunfo de la nueva tendencia artística, consagrado por Hernani, de Víctor Hugo, en lo que al teatro se refiere, tuvo consecuencias importantes para la dramaturgia. Como apunta van Tieghem: «Al ruidoso éxito de Hernani se debió en España la rápida aparición y el abundante florecimiento del drama romántico.[iv] En efecto, el teatro romántico suele ser, paradójicamente tal vez, más bien sencillo en cuanto a la formulación temática, y muy complejo en el trazado de las situaciones escénicas. La Avellaneda, específicamente en sus dramas, refleja esta concepción: El príncipe de Viana gira alrededor del conflicto entre Carlos de Viana y su padre Juan II de Aragón. Es un drama que debiera girar solo en torno al tema del poder político. Sin embargo, su estructuración dramatúrgica es compleja, marcada por las funciones que desempeñan personajes como Isabel de Peralta, hija de un prominente enemigo de Carlos, y el duque de Cardona. Por otra parte, faltando mucho a la verdad histórica, la autora diseña el personaje de Juan II como dotado de una compleja personalidad, que se debate entre el sentido del honor e incluso el deber, y su sumisión a su esposa, Juana Enríquez. Con ello, la Avellaneda se orienta en una dirección cara al Romanticismo: el personaje que encarna en sí mismo el bien y el mal, cuyo modelo es el duque de Silva como antagonista de Hernani en la obra homónima de Víctor Hugo. Algo similar Baltasar. En ella, el personaje del mismo nombre alberga a la vez características opuestas, como la desidia y una cierta necesidad de grandeza, el despotismo y una sorpresiva generosidad, al menos ocasional.
La Avellaneda produce una serie de piezas dramáticas —además de realizar versiones muy libres de obras de autores europeos— que hay que mirar como vinculadas con la compleja poética del eclecticismo, tan llena de vaguedades, incoherencias y, a veces, arbitrariedades en lo que se refiere a la conformación del texto dramático. En el momento en que la Avellaneda, establecida en Sevilla, acomete la composición de su primera pieza teatral, Leoncia, el Romanticismo, agonizante ya en Francia, Inglaterra y Alemania, apenas tiene pervivencia novadora en España. Leoncia está llena de ademanes escénicos, de estructuras argumentales y de tópicos que una apreciación moderna apenas toleraría sin una tácita sonrisa; sin embargo, en ese drama de la entonces muy joven autora se advierte una de las características perdurables de su estilo dramático: el rechazo, desde perspectivas liberales, de una serie de convenciones y modos del férreo modo de censurar e imponer que señalaba las diversas variantes de la existencia en la España pasatista y conservadora de la primera mitad del siglo XIX. En Leoncia, con toda evidencia, se percibe un rechazo de la moral jerarquizada, formalista y medieval. Más tarde, en el drama La aventurera (cuyo argumento, enraizado en el teatro francés de la época, tendría incluso repercusión más tarde en una obra de Jacinto Benavente, ya en plena Generación del 98), la Avellaneda subraya la crítica mordaz al seudomoralismo español.
En Tres amores, los prejuicios resultan nuevamente objeto de teatralización, y, por una vez y en atención a su carácter de riente comedia, vence una nueva moral, más flexible y democrática, sobre la antigua y asfixiante valoración del mundo típica de la España más tradicionalista. En todos esos casos la Avellaneda se atiene a observaciones mordaces o doloridas, que se relacionan con esquemas del teatro romántico europeo. Un ejemplo destacado es la amable comedia El millonario y la maleta, donde la autora se burla de modo punzante de la inmovilizada vida de provincias en España, con un filo que, no por disimulado en la risa, deja de acercarse a la crítica que empleara Benito Pérez Galdós en Doña Perfecta. Pieza de una sencillez definitiva, resulta un pasatiempo divertido, compuesto para un grupo de amigos y no para las tablas propiamente dichas. En su texto se revela la cabal fibra dramatúrgica de la Avellaneda, pues esta obrita, sin pretensiones y sin presión alguna (económica, de prestigio, u otra) se despoja de grandilocuencia, de gestos excesivos y se limita, en pura prosa cotidiana, a dar rienda suelta a un sentido humorístico de la existencia. Esta obra porta también un tono de burla cubana en el regocijado torbellino de absurdas situaciones, en su certera denuncia de ciertos mecanismos implacables de la discriminación social.
Es fácil advertir que la Avellaneda trabaja con maestría superior a la de cualquier autor de la isla en su tiempo, el drama histórico romántico, que en ella se nutre sobre todo de modelos franceses tanto como del teatro barroco español —el cual, como se sabe, fue tomado como modelo, junto con el teatro shakesperiano, por casi toda la dramaturgia romántica europea—.
Baltasar, por su mayor ambición literaria, requeriría de una puesta en escena sumamente meditada. Baltasar, precisamente, ha sido calificada como una de las alturas principales de su teatro dramático. Baltasar delinea un subjetivismo tensado hasta el delirio, mucho más allá de las relativas obsesiones románticas, y ello mismo invita a reflexionar si el protagonista, Baltasar, con su desdén por la percepción objetiva del mundo, con su satanismo explícito, su fatiga del mundo —su mal del siglo, su spleen—, no es sino otro atisbo del gradual ascenso de una nueva sensibilidad literaria posterior a la época en que fue escrita. Ello no es advertible solamente en Baltasar, sino también, en otro sentido, en obras menores como La hija del rey René, versión muy libre de un original francés, al cual la Avellaneda convierte en una fantasía irreal, un tanto endeble tal vez desde el punto de vista dramatúrgico, pero plena de una extraña poesía, que Rubén Darío hubiera disfrutado intensamente. La hija del rey René, tanto como la comedia La hija de las flores, con su sentido plástico, su fuerte tematización del cromatismo y la luz, su ruptura del interés por la acción en sí misma, para priorizar una evanescente atmósfera simbólica, ¿no conduce, otra vez, a los umbrales del Modernismo hispanoamericano? Pues estas dos obras preceden el teatro de cámara modernista, tan brillantemente repujado. De Tula Avellaneda, con cierto ribete irracional, se admite que fue una escritora extraordinaria de América Latina, pero a la cual —quién sabe si por romántica, si por mujer, si por altamente original— se le sigue discutiendo su derecho de cubanía, su derecho a pensar y escoger libremente su camino como mujer y como escritora.
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[i] Paul van Tieghem: ob. cit., p. 362.
[ii] G. N. Boiadzhiev et al.: Historia del teatro europeo, Ed. de Arte y Literatura, La Habana, 1976, t. II, p. 244.
[iii] Cfr. ibíd., t. II, p. 254.
[iv] Paul van Tieghem: ob. cit., p. 360.
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