El Albatros no es un mal sitio, aunque tiene la apariencia y el olor y hasta el aura de los mataderos. Pero este bar del puerto no es un mal sitio. Putas tristes, cansadas, con el rímel corrido o moretones en la piel. Chulos como buitres mojados. Estibadores, choferes, electricistas, los operarios de las grúas, remolcadores y montacargas, todos con los mismos overoles y el rostro sucio y remendado. Pescadores. Carteristas y rateros de poca monta. Algunos músicos y pintores –el Albatros también le da cobija a cierto tipo de bohemia, ni mejor ni peor. Un verdadero gremio de búfalos que rumia entre volutas de tabaco negro, rubio. Bajo el vaho en el que se mezclan el olor del semen seco, halitosis, chicles de canela o menta y falsos perfumes caros. Rumian mientras respiran el hedor del carburante derramado en la bahía –como fantasmas, estos efluvios entran y cruzan el salón-. Una manada de búfalos grises, con números marcados en el lomo, atraviesa el portón del Albatros. Búfalos que avanzan con paso lento camino al matadero, ojazos que han visto el tolerable color de la derrota. Atraviesan el portón, algunos tararean el estribillo que desgrana una jazz band en la juke box.
He cruzado el umbral del Albatros una o dos veces por semana. Sé de esos búfalos, de su mansa mirada, de los números marcados en el pellejo con acero al rojo vivo. Sé de esos búfalos. Varias rondas después (cuando el párpado y la lengua pesen como piedras por tanto alcohol en las venas), nos sorprenderá una fuerte descarga eléctrica. Sé que entiendes. Es una aséptica y expedita forma de envejecer. En ocasiones la descarga no es rotunda. A casi todos nos irá desollando –despacio, vivos-. Como en un matadero.
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