Sabio en lenguaje, de cuyo estudio y conquista ha hecho una pasión hasta el punto de limitar ya con el silencio, Guillermo Sucre repudiaría seguramente cualquier análisis de su texto que recurriera al contexto, cargando de biografía lo que para él es empecinada grafía. Su último libro, parte del Libro que construye afanosamente, metido en lo más hondo de la conceptuación borgiana, es un monumento a la literatura como realidad imaginaria, el acto poético como desencadenamiento inacabado, sin resultados ni complacientes conclusiones.
La máscara, la transparencia (y ya empieza a sobrar algo, en este caso una coma) constituye un tratado de poesía, el único intento global que haya hecho un venezolano para reconstruir la estructura y función de la poesía, levantar sus andamiajes lingüísticos hasta un cielo crítico, vastamente sistematizado, y proponer, en el ámbito hispanoamericano, una discusión de impredecibles consecuencias. Sucre no ha sorprendido, ha cumplido. Junto a él, como parte de un universo en expansión, están otros planetas: el incandescente Ludovico Silva, el fríamente sólido José Balza, el albeante Eugenio Montejo.
Pero hagamos el rito violatorio y digamos que en este lúcido buceador del Logos hay un yo y que ese yo, disparado hacia la despersonalización en su actitud creadora, tiene biografía: romántica, sanguínea, ególatra, propísima e inevitable biografía. Si preguntaran de dónde viene ese fervor por el Neruda de «Tentativa del hombre infinito» y ese repudio hacia el “gran ausente”, posteriorizado en odas elementales y patetismos y sobreabundancias telúricas, diríamos que de aquel que consumió su adolescencia extendiendo la mirada hacia la Plaza Miranda, en la creencia de que el poeta era un demiurgo, (dis)puesto a organizar el caos e interpretar el sentido secreto del cosmos, y que más tarde, en frías tardes chilenas, preparó sus máquinas reflexivas para limpiar de impurezas emocionales el acto creador, rebasar la enumeración inventariada del continente genesíaco y lanzarse hacia la claridad, a veces enmascarada, de la palabra.
Si interrogaban por el inquisidor de la realidad poética como estructura autónoma que no duplica la naturaleza, ni la copia ni mimetiza, habría que partir del joven, ya de regreso de Francia, que en la calle El Colegio, Caracas de 1957, leía a profundidad a Mallarmé, elogiaba a Valery y se distanciaba de las nociones humanas, viscerales, intermediantes de la poesía. Si dijeran “¿de dónde salió este crítico imprevisible, a cada rato introductor de un no donde antes puso un sí, paradójico hasta en la titulación de un libro?”, sería aconsejable recordar el estudio sobre Borges, tan elogiado fuera de Venezuela y tan poco aludido dentro de sus fronteras. Si se adujera que en su primer poema (revista Cantaclaro, 1950) nombraba placentas y furias germinativas, podría rebatirse que en su último poemario ya no hay la realidad sino las realidades inventadas, desnudeces, limpísimas miradas al mundo, memorias especulares, de doble faz, en las que más cuenta el olvido que la misma zambullida en el pasado.
Si alegaron que antes fue traductor de Perse, cuya lujuria por la palabra lo alejaba del rigor inteligente de Octavio Paz, a quien ahora exalta, no sobraría evocar la avidez con que recibía aquellos mensajes de Picón Salas -entusiasta de «¿Águila o sol?»- en la Escuela de Letras y la efusión que puso en la nota sobre La violenta estación, “poesía que se hace y se deshace”, dialéctica, sin extremos exuberantes, cristalina en sus aparatos formales. “¿Y Huidobro, de qué rincón salió?” Tampoco llegó a este libro como intruso. Lo estudió en Chile en 1952 y desde allí creció un afecto de lector-hacedor, creador-recreador, del que hay constancia en un artículo en el Papel Literario (1958), por cierto, verdadero certificado de las que hoy parecen ser constantes en sus juicios y en su poesía: “la tentativa de lucidez”, “el rigor imaginativo”, “la posición crítica ante el acto creador”.
También Vallejo tiene antecedentes. Apartada la influencia que ejerció sobre los poetas de Cantaclaro y puesto a un lado el hecho de que no fue cuestionado por los de Sardio, ni siquiera en los momentos de mayor adhesión perseana. Vallejo y su demolición del habla poética, su desamparo, su condición humana, aparecieron cierta vez en la prosa de Sucre como contrapuestos a la contaminación material, excesiva y sonora, de Neruda. Nada habría que decir de Cadenas o Muñoz, el uno constructor de una palabra que busca anularse, el otro anulador de una palabra que busca construirse. Fueron sus amigos. Todo lo cual (de)muestra que este impertérrito y estalactítico Sucre tiene biografía y, desde luego, sangre en las venas.
Una vez consignadas estas circunstancias contextuales, vayamos a las figuraciones textuales. Ya Sucre no es lo que ha sido, sino lo que va haciéndose en los puros textos, en la urdimbre lingüística, en la obra de progreso, continuación de algo comenzado que no termina. Como crítico, Sucre ha venido acumulando un creciente almacén léxico y construyendo una particularísima sintaxis. El vocabulario suyo tiende a lo solar, resplandeciente, pleno, y puede ubicarse en torno a una palabra clave: lucidez. Orbitan a su alrededor otras que son mundos definitorios: transparencia, claridad, limpidez, mirada, altura, presencia, razón, inteligencia e inteligibilidad, espejo, revelación, espacio, fascinación, invención, fundamento, fijeza, plenitud, crítica, logos.
Este inventario de palabras (las palabras entendidas como las entienden Paz y Sucre) no constituyen una columna enumerativa, sino una búsqueda de la realidad textual, inventada, en combate consigo mismo, y a ellas se oponen con ferocidad dialéctica y a veces con un rigor lógico y otras veces con inusitados virajes que llegan a la igualación e identidad, otros términos cuya validez poética está determinada por la ubicación, puesto que la palabra es ubicua y su sentido y dirección dependen de su colocación y sus relaciones, no de su significado: oscuridad, máscara, ausencia, soledad, orfismo, caída, desmesura, desamparo, lo otro, el doble.
Pero a lo largo de sus incursiones, Sucre esquiva los absolutismos en los tres planos posibles, en el de definición, en el de oposición y en el de identificación, y entonces, en un inacabable interrogatorio ejercido sobre sí mismo, que se transfiere de modo angustiante a nosotros, deja caer en el terreno intermedio, para pasarlos de un lado a otro, en correría vertiginosa del lenguaje, vocablos sorpresivos, que le dan tono insólito a las argumentaciones, un tinte socrático, mayéutico, mutante y progresivo. El vocabulario ahora se inunda de términos equívocos: ambivalencia, ubicuidad, sombra, transfiguración, cambio, paradoja, viaje.
Gusto y regusto por la palabra, no sólo en su dimensión significativa, sino en sus infinitas posibilidades, ella es en Sucre un mecanismo de reconstrucciones, reelaboraciones, pertinencias e impertinencias, acto creador y sistema crítico simultáneamente, nacimiento y muerte. Acude a la unidad dentro del antagonismo, con el enlace de un guión, y avecina las palabras y crea una nueva relación. Abusa, adrede, de las interrogaciones y de los signos parentéticos, para contradecir lo que venía diciendo más que, para aclararlo, o para intensificar una afirmación, o para introducir una provocación, descaradamente lanzada al lector con el designio de hacerlo cómplice de la duda, la inseguridad, el aparente absurdo.
Deposita, como si fuera un conferenciante cualquiera, un “¿no?” que a veces es no, o no es no, o no interroga, sino simplemente oficia como descanso coloquial, conversacional, en medio de una prosa que viene cabalgando los más trabajados períodos, y ritmando, ajustando, expandiendo razonamientos. Utiliza las partículas y preposiciones con desenfado donde se ve el cálculo sintáctico como medio de economía expresiva, pero también como mediador de esclarecimientos u oscurecimientos: “(entre) verlo; mirar (se), pre e impresionista; (auto) crítica; ex (s) tático; (re) invención; (re) velación; de (l) ser.
Todos estos recursos, practicados con habilidad suma, no son logogríficos ni están dirigidos a lucirse con el lenguaje -más bien lucirlo-. Son formas rápidas de complicar en el argumento al lector, con duplicaciones, oposiciones y metamorfosis de conceptos, destruyendo lo que a la vez se construye. Son argucias de un expositor que nos hace partícipe de su crítica.
Con una despiadada paciencia va Sucre atacando adversarios, códigos y mitos. Al exaltar a Borges aprovecha para desligarse de la teoría (¿romántica?) del yo y de la personalidad e inclinarse por la de la impersonalidad, cuyo centro sería la obra misma, no el demiurgo. Esta disolución del yo la estudia también en Lezama Lima y no sólo tiene implicaciones en cuanto al acto creador, al fin y al cabo, lo decisivo, sino en cuanto a la relación entre la obra (hecha, haciéndose) y el poeta, cuya biografía se descarta.
El telurismo, del cual fuimos adherentes los de Cantaclaro en 1950, los excesos cosmogónicos y las ambiciones planetarias, surgen en Sucre como defectos con los que ha cargado una poesía que quiso fundamentar su americanismo en intuiciones adánicas y vastos inventarios de minerales y árboles, con lo cual no sólo se reivindica a Darío y se desenmascara a Santos Chocano, sino también se cuestiona la desproporción nerudiana. La noción de sobreabundancia como recargo enumerativo que falsea la realidad imaginaria que es la poesía, haciéndola tributaria o filial de “una realidad americana” está, por lo mismo, objetada en los análisis de «La máscara, la transparencia».
Los esquemas historicistas son desechados para dar preferencia a la relación de los textos entre sí, a las estructuras, con lo cual no habría influencias o determinismos sociológicos, sino una red textual, un ahistórico tejido sin centro. El patetismo (que no lo trágico: Vallejo), lo humano en su acepción vitalista, la tierra de gracia, Edén, mundo original, y las magnificaciones del poeta que se cree portador de mensajes y develador de secretos reaparecen, como punto de agresión, en los ensayos de Sucre.
Para él, el poema es objeto verbal, construido inevitablemente con la palabra (que a veces linda con el silencio) y por tanto su validez es imaginaria y su realidad es irreal, decididamente lingüística: no comestible, bebible, deglutable. Sus campos difieren de los campos de la naturaleza, a la cual cierto arte poético consideraba que debía imitar. La palabra se imita a sí misma.
La poesía moderna o contemporánea tiene así sus rasgos: en primer lugar es texto, “trama verbal, aventura del lenguaje” y, por tanto, universo de palabras, realidad en permanente creación; en segundo lugar, si el centro es el objeto verbal, deja de serlo el yo: se descentra, pues, el yo, y va directo a la impersonalización (Borges, Lezama Lima); en tercer lugar, la despersonalización conduce, en relevantes poetas a la creación múltiple, en los personajes dramáticos, los heterónimos, los otros y el yo mítico o colectivo; y en último lugar, desplazando a la metáfora analógica que se sustenta en la semejanza, surge la relación de contigüidad, esto y aquello, lo confrontado, dispuesto y contrapuesto.
Los recursos en Vallejo son los arcaísmos que curiosamente lucen algunos como neologismos, en los que también abunda el peruano. Ese modo de tratar el lenguaje que tantos epígonos vallejianos ha producido, infantil, lujosamente paupérrimo, doloroso, “inocente”, está magistralmente analizado por Sucre, que ve en él una subversión verbal de primer orden, pues su esencia es buscar una fundamentación distinta, a través de una mala escritura, de un lenguaje que a su vez implique una “búsqueda de intensidad vital”.
Vallejo fue uno de los poetas que más influyó sobre Rafael José Muñoz, un venezolano de obra abierta, lingüísticamente desencajada, sobreviviente de todos los desastres, y en cuyo examen Sucre pudo detenerse más, pues, además de conocer profundamente su “yo biográfico”, llegó a su estudio luego de extenuar todas las interpretaciones en grandes desquiciadores del verbo poético, como Huidobro, Girondo, Carlos Germán Belli.
En Muñoz decir “influencia” no es decir nada, porque en él el lenguaje está tragificado, convertido en una repugnancia por la lógica y, como en Vallejo, es una investigación vital: a las palabras inversas, a los nombres en clave, a la numeración billonaria, a la intromisión neologística, al cruzamiento de vocablos, a los cifrados conflictos místicos, al metalenguaje, agrega Muñoz un “yo biográfico” del cual esos desórdenes del verbo -la verba secreta, enigmática e insustentada semánticamente- son un registro amplificado.
En Huidobro estudia su lingua franca, el paródico uso del cómo metafórico, la repetición y el espacio verbal, mientras en Girondo examina la enumeración, el dislate verbal, la ideografía, los clisés, las metáforas inauditas, los supervocablos y las “galaxias verbales”. Su “rebelión de los vocablos” tiene una equivalente en “Subraye las palabras adecuadas”, de nuestro Britto García. Huidobro reclama también un pariente venezolano, Salustio González Rincones, que está esperando quien los sitúe como excelente manipulador de las realidades verbales.
De Tablada, cuyo paso por Venezuela tampoco ha sido debidamente considerado por nuestra crítica, Sucre examina el haikú, los ideogramas y la estructura del poema, “elemento irreductible de su significación”, y de Juarroz la ausencia de títulos y la construcción aforística. Darío es revaluado y, en general, el modernismo, escuela que centra en la palabra su torrente innovador, su indagación. Ve en Darío la “conciencia del ritmo” y en López Velarde la “conciencia crítica” y estudia en Lugones y Herrera y Reissig los neologismos.
Los venezolanos, además de Muñoz y su esperanto poético, aparecen situados en diversos puntos del estudio. Ramos Sucre, con su poesía en prosa (o lo inverso), su que expurgado, su yo elocutivo, y Cadenas, con este mismo yo elevado a un plano mítico y con su insistencia en la palabra, de la que ha querido hacer una ética. Juan Liscano, Sánchez Peláez y Pérez-Só también son enfocados y, por último, uno que murió entre nosotros, y ya era nuestro, Dávila Andrade, del que habrá que lamentar no haya sido visto, además, a través de los poemas sueltos publicados en El Nacional y La República. Allí pobre, huidizo, nadaba su poesía en el misterio o en los misterios.
En este ensayo de ensayos, libro que no debe llamarse del año porque lo será de muchos años, difícilmente sobra algo y lo que falta, entre ellos el sitio para Neruda, seguramente vendrá en reediciones, como casi lo anuncia el autor. Su título está explicado por él, proviene de Lezama Lima y alude a “la alternativa que se le presenta al poeta para hacerse invisible y dejar que su obra hable por él”, alternativa entre cuyos dos extremos se mueve el crítico, yendo “más a los textos que sus autores”, para que así sea plenamente válida la afirmación del poeta cubano. Este mismo, en uno de los ensayos más agudos de Sucre, aparece como hermético en dos fases, la de revelación y la de velación, aunque no sucesivas o separadas, sino simultáneas.
Y pase a ese hermetismo, a ese trabajo oscuro, dice Sucre, muchos de sus poemas son de una transparencia tal que “su propia claridad los vuelve inasibles”. Es que su hermetismo no es el del que oculta sino el del que “hace señales”. Así arriba Sucre al orfismo de Lezama, “experiencia de la totalidad”. A la más cara que, como la metáfora, cubre “dos etapas del mismo movimiento: metamorfosis y reconocimiento”.
El pasado, lo memorioso, la evocación, la presencia y el olvido constituyen recurrencias, y en algún modo obsesiones, en Borges, Vallejo, Lezama Lima. El olvido como una de las formas de la memoria, está en Borges y, por lo mismo y por la insistencia con que el poeta vuelve al tema. Sucre asienta que en él “la muerte no es sino la otra cara de la vida”. De allí a asumir la muerte no hay ni siquiera un paso: bastará con volver la hoja.
Si en Borges uno es su memoria, o somos nuestra memoria, en Lezama Lima la memoria es creación y no por cierto y nada más “resistencia frente al tiempo” o “afloración de éste”. No es desposesión, tampoco una forma de posesión: “es la única posesión”. Y en Vallejo funciona como un religamiento al mundo, un hacer presente (sobre todo ese contorno doméstico, aquellas tristezas habituales) el pasado, pero como “tiempo puro”. Por algo une en un instante Sucre a Vallejo con Proust, relación que en otros ámbitos resultaría insólita.
La persona poética, el espejo, la paradoja, la obra, la ataraxia, la novedad, el Libro, cuando de Borges se trata; la transfiguración, la sensibilidad, la revelación, el desarraigo, el pesimismo, los números simbólicos, cuando de Vallejo se habla; la sobrenaturaleza y no la copia de la naturaleza, la vivencia oblicua, el acto poético (invencionar) y el logos de la imaginación, cuando de Lezama Lima se escribe, y aún faltarían por añadir en él la dualidad flecha-arco, Narciso, la semejanza-multiplicidad, la fijeza; y la palabra, el lenguaje, el cuerpo, lo visible-invisible, cuando es de Darío el examen; y el monólogo dramático, la forma, la creación, si es de Huidobro; el silencio, si de Cadenas y Aridjía; el tiempo, si de García Morales.
He allí el repertorio temático, las recurrencias y fijaciones que Sucre repasa en su ensayo, y conste que no son todas, porque quedarían sin nombrar la pasión erótica, la imaginación, la inmortalidad, el éxtasis, la pasión crística, los héroes y rapsodas, la poesía como crítica, la visión trágica.
Máscara y transparencia, Lezama y Paz, exuberancia y laconismo, claridad y oscuridad, más que antagonismos irreconciliables, categorías cerradas y ofensivas, “podrían -termina Sucre luego de su vasto recorrido, y no sólo vasto, radical- reconocerse en un diálogo”. Así el Logos resultaría dialogante, doblemente inquisidor.
(No se tiene la fecha de este ensayo, se presume fue publicado cerca de la fecha de publicación de la primera edición de «La máscara, la transparencia», 1975).
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Tomado de El Nacional.
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