Cuando se cumplen 65 años de la publicación de El tambor de hojalata, del escritor alemán Günther Wilhelm Grass, galardonado con el Premio Nobel de Literatura y Premio Príncipe de Asturias de las Letras, en 1999, compartimos este texto, de la pluma del peruano, Mario Vargas Llosa, que sirviera de prólogo a una reedición en español de este, uno de los grandes libros del siglo XX.
Leí por primera vez El tambor de hojalata, en inglés, en los años sesenta, en un barrio de la periferia de Londres donde vivía rodeado de apacibles tenderos que apagaban las luces de sus casas a las diez de la noche. En esa tranquilidad de limbo la novela de Grass fue una aventura exaltante cuyas páginas me recordaban, apenas me zambullía en ellas, que la vida era, también, eso: desorden, estruendo, carcajada, absurdo.
La he releído ahora en condiciones muy distintas, mientras, de una manera impremeditada, accidental, me veía arrastrado en un torbellino de actividades políticas, en un momento particularmente difícil de mi país. Entre una discusión y un mitin callejero, después de reuniones desmoralizadoras, donde se cambiaba verbalmente el mundo y no ocurría nada o luego de jornadas peligrosas, con piedras y disparos. También en este caso la rabelesiana odisea de Óscar Matzerath, su tambor y su voz vitricida fueron una compensación y un refugio.
La vida era, también, eso: fantasía, verbo, sueño animado, literatura.
Cuando El tambor de hojalata salió en Alemania, en 1959, su éxito instantáneo fue atribuido a diversas razones. George Steiner escribió que, por primera vez luego de la experiencia letal del nazismo, un escritor alemán se atrevía a encarar resueltamente, con total lucidez, ese pasado siniestro de su país y a someterlo a una disección crítica implacable. Se dijo, también, que esta novela, con su verba desenfadada y frenética, chisporroteante de invenciones, injertos dialectales, barbarismos, resucitaba una vitalidad y una libertad que la lengua alemana había perdido luego de veinte años de contaminación totalitaria.
Probablemente ambas explicaciones sean ciertas. Pero, con la perspectiva actual, cuando la novela se acerca a la edad en que, figuradamente, su genial protagonista comienza a escribir —los treinta años— otra razón aparece como primordial, para el impacto que el libro ha seguido causando en los lectores: su desmesurada ambición, esa voracidad con que pretende tragarse el mundo, la historia presente y pasada, las más disímiles experiencias del circo humano, y trasmutarlos en literatura. Ese apetito descomunal de contarlo todo, de abrazar la vida entera en una ficción, que está tan presente en todas las cumbres del género y que, sobre todo, preside el quehacer narrativo en el siglo de la novela —el XIX— es infrecuente en nuestra época, de novelistas parcos y tímidos a los que la idea de competir con el código civil o de pasear un espejo por un camino, como pretendían Balzac y Stendhal, parece ingenuo: ¿no hacen eso, mucho mejor, las películas?
No, no lo hacen mejor (sino distinto). También en el siglo de las grandes narraciones cinematográficas la novela puede ser un deicidio, proponer una reconstrucción tan minuciosa y tan vasta de la realidad que parezca competir con el Creador, desmenuzando y rehaciendo —rectificado— aquello que creó. Grass, en un emotivo ensayo, ha reivindicado como su maestro y modelo a Alfred Dóblin, a quien, con algo de retraso, se comienza ahora a hacer justicia como el gran escritor que fue. Y, sin duda, en Berlín Alexanderplatz hay algo de la efervescencia protoplasmática y multitudinaria que da a El tambor de hojalata su carácter de amplio fresco de la historia humana. Pero en este caso no hay duda de que la ambición creadora del discípulo superó a la del maestro y que, para encontrarle una filiación, tenemos que remontarnos a los momentos más altos del género, aquellos en que el novelista, presa de un frenesí tan exagerado como ingenuo, no vacilaba en oponer al mundo real un mundo imaginario en el que aquél parecía capturado y negado, resumido y abjurado como en un exorcismo.
La poesía es intensa; la novela, extensa. El número, la cantidad, forman parte constitutiva de su cualidad, porque toda ficción se despliega y realiza en el tiempo, es tiempo haciéndose y rehaciéndose bajo la mirada del lector. En todas las obras maestras del género ese factor cuantitativo —ser abundante, múltiple, durar— está siempre presente: por lo general la gran novela es, también, grande.
A esa ilustre genealogía pertenece El tambor de hojalata, donde todo un mundo complejo y numeroso, pletórico de diversidad y de contrastes, se va erigiendo ante nosotros, los lectores, a golpes de tambor. Pero, a pesar de su abigarramiento y vastedad, la novela nunca parece un mundo caótico, una dispersión animada, sin centro (como ocurre, en cambio, con Berlín Alexanderplatz o con la trilogía de Dos Passos, U.S.A.), pues la perspectiva desde la cual está visto y representado el mundo ficticio da trabazón y coherencia a su barroco desorden.
Esta perspectiva es la del protagonista y narrador, Óscar Matzerath, una de las invenciones más fértiles de la narrativa moderna. Él suministra un punto de vista original, que baña de originalidad y de ironía todo aquello que describe —independizando, así, la realidad ficticia de su modelo histórico— al mismo tiempo que encarna, en su imposible naturaleza, en su condición de creatura anómala, a caballo entre la fantasía y lo real —una metáfora de lo que es, en sí misma, toda novela: un mundo aparte, soberano, en el que, sin embargo, se refracta esencialmente el mundo concreto; una mentira en cuyos pliegues se transparenta una profunda verdad.
Pero las verdades que una novela hace visibles son rara vez simples como aquéllas que formulan las matemáticas o tan unilaterales como las de ciertas ideologías. Por lo general, adolecen, igual que la mayoría de las experiencias humanas, de relativismo, configuran una imprecisa entidad en la que la regla y su excepción, o la tesis y la antítesis, son inseparables o tienen valencias morales semejantes. Si hay un mensaje simbólico encarnado en la peripecia histórica que relata Oscar Matzerath, ¿cuál es? Que, a los tres años, por un movimiento de la voluntad, decida dejar de crecer, significa un rechazo del mundo al que tendría que integrarse de ser una persona normal y esta decisión, a juzgar por los horrores y absurdos de ese mundo, delata indiscutible sabiduría. Su pequeñez le confiere una especie de extraterritorialidad, lo minimiza contra los excesos y las responsabilidades de los demás ciudadanos. Desde ese margen en el que su estatura insignificante lo coloca, Oscar goza de una perspectiva privilegiada para ver y juzgar lo que sucede a su alrededor: la del inocente. Esta condición moral se transmuta en la novela en atributo físico: Oscar, que no es cómplice de aquello que ocurre en torno suyo, está revestido de una invisible coraza que le permite atravesar indemne los lugares y situaciones de más riesgo, como se hace patente, sobre todo, en uno de los cráteres del libro: la defensa del correo polaco de Danzig. Allí, en medio del fragor de la metralla y la carnicería, el pequeño narrador observa, ironiza y cuenta con la tranquila seguridad del que se sabe a salvo.
Esa perspectiva única impregna al testimonio de Óscar su originalísimo tono, en el que se mezclan, como en una bebida exótica de misteriosas fragancias, lo insólito y lo tierno, la irreverencia cívica y una trémula delicadeza, las extravagancias, la ferocidad y las burlas. Igual que la imposible combinación de los dos tótems intelectuales de Oscar —Goethe y Rasputín—, su voz es una anomalía, un artificio que imprime al mundo que describe mejor dicho, que inventa un sello absolutamente personal.
Y, sin embargo, pese a la evidente artificialidad de su naturaleza, a su condición de metáfora, el enanito que redobla su tambor y nos relata el Apocalipsis de una Europa desangrada y descuartizada por la estupidez totalitaria y por la guerra, no nos comunica una animadversión nihilista hacia la vida. Todo lo contrario. Lo sorprendente es que, al mismo tiempo que su relato es una despiadada acusación contra sus contemporáneos, rezuma una cálida solidaridad hacia este mundo, el único que obviamente le importa. Desde su pequeñez monstruosa e indefensa, Óscar Matzerath se las arregla, aun en los peores momentos, para transmitirnos un amor natural y sin complejos por las buenas y divertidas cosas que también tiene este mundo: el juego, el amor, la amistad, la comida, la aventura, la música. Por razones tal vez de tamaño, Óscar siente con sensibilidad mucho mayor aquello que corresponde a lo más elemental y lo que está más cerca de la tierra y del barro humano. Desde allí abajo, donde está confinado, descubre —como aquella noche, cuando, agazapado bajo la mesa familiar, sorprendió los nerviosos movimientos adúlteros de las piernas y los pies de sus parientes— que en sus formas más directas y simples, las más terrestres y plebeyas, la vida contiene posibilidades formidables y está cuajada de poesía. En esta novela metafórica, esto se halla maravillosamente representado en una imagen recurrente en la memoria de Oscar: el cálido y acampanado recinto que conforman las cuatro faldas que usa su abuela, Ana Koljaiczek, cuando ésta se agacha, y que ofrece a quienes buscan allí hospitalidad un sentimiento casi mágico de salvaguarda y de contento. El más simple y rudimentario de los actos, al pasar por la voz rabelesiana de Óscar, puede transubstanciarse en un placer.
¿Voz rabelesiana? Sí. Por su jocundia y su vulgaridad, su desparpajo y su ilimitada libertad. También, por el desorden y la exageración de su fantasía y por el intelectualismo que subyace al carácter populachero de que se reviste. Aunque leída en una traducción, por buena que ésta sea (es el caso de la que presento) siempre se pierde algo de la textura y los sabores del original, en El tambor de hojalata la fuerza poco menos que convulsiva del habla, del vozarrón torrencial del narrador, rompe la barrera del idioma y llega hasta nosotros con fuerza demoledora. Tiene el vitalismo de lo popular pero, como en el Buscón, hay en ella casi tantas ideas como imágenes y una compleja estructura organiza ese monólogo aparentemente tan caótico. Aunque el punto de vista es tercamente individual, lo colectivo está siempre presente, lo cotidiano y lo histórico, menudos episodios intrascendentes del trabajo o la vida hogareña o los acontecimientos capitales —la guerra, las invasiones, los pillajes, la reconstrucción de Alemania—, si bien metabolizada por el prisma de formante del narrador. Todos los valores en mayúscula, como el patriotismo, el heroísmo, la abnegación ante un sentimiento o una causa, al pasar por Óscar, se quiebran y astillan como los cristales al impacto de su voz, y aparecen, entonces, como insensatas veleidades de una sociedad abocada a su destrucción. Pero, curiosamente, el catastrofismo que el lector de El tambor de hojalata percibe inscrito en la evolución de la sociedad, no impide que ésta, mientras se desliza hacia su ruina, sea siempre vivible, humana, con seres y cosas —paisajes, sobre todo— capaces de despertar la solidaridad y la emoción. Ésta es, sin duda, la mayor hazaña del libro: hacernos sentir, desde la perspectiva de las gentes humildes entre las que casi siempre se mueve, que la vida, aun en medio del horror y la enajenación, merece ser vivida.
A diferencia de su gran versatilidad estilística, llena de brío inventivo, la estructura de la novela es muy sencilla. Oscar, recluido en un sanatorio, narra episodios que se remontan a un pasado mediato o inmediato, con algunas fugas hacia lo remoto (como la risueña síntesis de las diversas invasiones y asentamientos dinásticos en la historia de Danzig). El relato muda continuamente del presente al pasado y viceversa, según Oscar recuerda y fantasea, y ese esquema resulta a veces un tanto mecánico. Pero hay otra mudanza, también, de naturaleza menos obvia: el narrador habla a veces en primera persona y otras en tercera, como si el enanito del tambor fuera otro. ¿Cuál es la razón de este desdoblamiento esquizofrénico del narrador a quien vemos, a veces, en el curso de una sola frase, acercarse a nosotros con la intimidad abierta del que habla desde un yo y alejarse en la silueta de alguien que es dicho o narrado por otro?
En la casa de las alegorías y las metáforas que es esta novela haríamos mal en ver en esta identidad cambiante del narrador un mero alarde estilístico. Se trata, sin duda, de otro símbolo más, que representa aquella doblez o duplicación inevitable que padece Óscar (¿que padece todo novelista?), al ser, simultáneamente, el narrador y lo narrado, quien escribe o inventa y el sujeto de su propia invención. La condición de Óscar, desdoblándose así, siendo y no siendo el que es en lo que cuenta, resulta una perfecta representación de la novela: género que es y no es la vida, que expresa el mundo real transfigurándolo en algo distinto, que dice la verdad mintiendo.
Barroca, expresionista, comprometida, ambiciosa, El tambor de hojalata es, también, la novela de una ciudad. Danzig rivaliza con Oscar Matzerath como protagonista del libro. Este escenario se corporiza con rasgos a la vez nítidos y escurridizos, pues, como un ser vivo, está continuamente cambiando, haciéndose y rehaciéndose en el espacio y en el tiempo. La presencia casi tangible de Danzig, donde ocurre la mayor parte de la historia, contribuye a imprimir a la novela su materialidad, ese sabor de lo vivido y lo palpado que tiene su mundo, pese a lo extravagante e incluso delirante de muchos episodios.
¡De qué ciudad se trata? ¿Es la Danzig de la novela una ciudad verídica traspuesta por Grass a la manera de un documento histórico o es otro producto de su imaginación desalada, algo tan original y arbitrario como el hombrecito cuya voz pulveriza las vidrieras? La respuesta no es simple porque, en las novelas —en las buenas novelas—, como en la vida, las cosas suelen ser casi siempre ambiguas y contradictorias. La Danzig de Grass es una ciudad-centauro, con las patas hundidas en el barro de la historia y el torso flotando entre las brumas de la poesía.
Un misterioso vínculo une la novela con la urbe, un parentesco que no existe en los casos del teatro y de la poesía. A diferencia de éstos, que florecen en todas las culturas y civilizaciones agrarias, antes de la preeminencia de las ciudades, la novela es una planta urbana a la que parecen serle imprescindibles para germinar y propagarse las calles y los barrios, el comercio y los oficios y esa muchedumbre apiñada, variopinta, diversa de la ciudad. Lukács y Goldmann atribuyen este vínculo a la burguesía, clase social en la que la novela habría encontrado no sólo su audiencia natural, sino, también, su fuente de inspiración, su materia prima, su mitología y sus valores: ¿no es el siglo burgués por excelencia, el siglo de la novela? Sin embargo, esta interpretación clasista del género no tiene en cuenta los ilustres precedentes de la novelística medieval y renacentista —los romances de caballerías, la novela pastoril, la novela picaresca— donde el género tiene una audiencia popular (el «vulgo» analfabeto escucha, hipnotizado, las gestas de Amadises y Palmerines, contadas en los mercados y en las plazas) y, en algunas de sus ramas, también palaciega y aristocrática. En verdad, la novela es urbana en un sentido comprensivo, totalizador: abraza y expresa por igual a ese conglomerado policlasista que es la sociedad urbana. La palabra clave es, tal vez, «sociedad». El universo de la novela no es el del individuo sino el del individuo inmerso en un tejido humano de relaciones múltiples, el de un hombre cuya soberanía y cuyas aventuras están condicionadas por las de otros como él. El personaje de una novela, por solitario e introvertido que sea, necesita siempre del telón de fondo de una colectividad para ser creíble y persuasivo; si esa presencia múltiple no se insinúa y opera de algún modo la novela adquiere un aire abstracto e irreal (lo cual no es sinónimo de «fantástica»: las pesadillas imaginadas por Kafka, aunque bastante despobladas, están firmemente asentadas en lo social). Y no hay nada que simbolice y encarne mejor la idea de sociedad que la urbe, espacio de muchos, mundo compartido, realidad gregaria por definición. Que ella sea, pues, la tierra de elección de la novela parece coherente con su predisposición más intima: representar la vida del hombre en medio de los hombres, fingir la condición del individuo en su contexto social.
Ahora bien, hay que entender aquellos verbos —representar, fingir— en su más estricta acepción teatral. La ciudad novelesca es, como el espectáculo que contemplamos en el escenario, no lo real sino su espejismo, una proyección de lo existente a la que el proyeccionista ha impregnado una carga subjetiva tan personal que lo ha hecho mudar de naturaleza, emancipándolo de su modelo.
Pero, esa realidad vuelta ficción por las artes mágicas del creador —la palabra y el orden— conserva, sin embargo, un cordón umbilical con aquello de lo cual se ha emancipado (o, en todo caso, debería conservarlo para ser una ficción lograda): cierto tipo de experiencias o fenómenos humanos que esta transfiguración novelesca de la vida saca a la luz y hace comprensibles.
La ciudad de Danzig, en El tambor de hojalata, tiene la consistencia inmaterial de los sueños y, a ratos, la solidez del arte facto o de la geografía; es un ente móvil cuyo pasado se incrusta en el presente y un híbrido de historia y fantasía en el que las fronteras entre ambos órdenes son inciertas y traslaticias. Ciudad en la que diversas razas, lenguas, naciones han pasado o coexistido, dejando ásperos sedimentos; que ha cambiado de bandera y de pobladores al compás de los vendavales bélicos de nuestro tiempo; que, al comenzar a evocar sus recuerdos el narrador de la historia, ya no existe de ella prácticamente nada de aquello que es materia de su evocación —era alemana y se llamaba Danzig; ahora es polaca y su nombre es Gdansk; era antigua y sus viejas piedras testimoniaban una larga historia; ahora, reconstruida de la devastación, parece haber renegado de todo pasado—, el escenario de la novela no puede ser, en su imprecisión y en sus mudanzas, más novelesco. Se diría obra de la imaginación pura y no un producto caprichosamente esculpido por una historia sin brújula.
A caballo entre la realidad y la fantasía, la ciudad de Danzig, en la novela, late con una soterrada ternura y la circula la melancolía como una leve niebla invernal. Es tal vez el secreto de su encanto. Ante sus calles y su puerto de muelles inhóspitos y grandes barcazas, su operático Teatro Municipal o su Museo de la Marina —donde Heriberto Truczinski muere tratando de hacer el amor con un mascarón de proa— las ironías y la beligerancia de Óscar Matzerath se derriten como el hielo ante la llama y brota en su prosa un sentimiento delicado, una solidaridad nostálgica. Sus descripciones matizadas y morosas de los lugares y las cosas humanizan la ciudad y le dan, en ciertos episodios, una carnalidad teatral. Al mismo tiempo es poesía pura: un dédalo de calles, o descampados ruinosos, o estaciones sórdidas que se suceden sin ilación, en el vaivén de los recuerdos, metamorfoseados por los estados de ánimo del narrador. Flexible y voluble, la ciudad de la novela, como su personaje central y sus aventuras, es, también, un hechizo que a fuerza de verbo y delirio, nos ilumina una cara oculta de la historia real.
Barranco, 28 de setiembre de 1987
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Tomado de Leer por Gusto
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