Yo soy un viejo con una estrella en los sesos.
Samuel Feijóo
La era de la no siempre hermosa globalización nos obliga a mirar más intensamente hacia la naturaleza. No hay que ser un ecologista militante para que salte su faz vista desde la dimensión humana: ante nuestra mirada asombrada está el paisaje habitado. Con casi ningún otro esfuerzo, esa mirada paisajística nos sitúa, frente a frente, ante la obra extensa y luminosa del mayor poeta de la naturaleza cubana, el prodigioso Samuel Feijóo (San Juan de los Yeras, 1914- La Habana, 1992). Él logró la trascendencia de la más antigua tradición temática o de motivos expresivos de nuestra poesía: el canto a la naturaleza insular, para convertir ese canto de identidades en una poética razonada, explicitada en verso y prosa.
También ello ocurre en su labor pictórica, en su aún no demasiado subrayada condición de pintor. Samuel fue un extraordinario pintor del paisaje, del alma cubana metaforizada en él, de las mujeres y hombres del pueblo que aparecen plácidos o asombrados ante la belleza bejuquera y arbórea que los circunda.
Los que hemos leído profusamente su obra literaria, sabemos cuánto se complementan el artista de la palabra y el del pincel, cuánto de tesis hay en su poesía —así como la naturaleza no discrimina entre yerbas, arbustos y árboles, él tampoco lo hace con su obra de artista—; su poesía brota a la par en la maravilla colorida de sus cuadros, de esos cuadros y dibujos que van mucho más allá de un inspirado naif, mucho más allá de un hombre sentimental jugando con el óleo o las tintas. ¿Puede parecemos raro hablar de pintura metafórica, de metapoesía pictórica, que se expresa a sí misma y a la naturaleza?
El Feijóo integral es aquel caminante que escribió el encantador Diario de viajes montañeses y llaneros, las reflexivas Alcancías del artesano, el extraordinario poema que es «Beth-el», y su obra maestra lírica que es «Faz», largo poema muy irregular, desbordado, de extraños altos y bajos como un paisaje de montaña. Su poderío creador lo llevó al cuento y a la novela, como aquel simpático Tumbaga, surrealista elefante agreste cubanísimo, o como el neocriollismo neocostumbrista de Juan Quinquín en Pueblo Mocho, aventura de epos cubano. El ensayista de Azar de lecturas y de Crítica lírica fue a la par un promotor cultural que organizó el grupo de poetas de Las Villas junto a Aldo Menéndez y Alcides Iznaga, y luego el taller polivalente de pintores villareños, lleno de firmas notables, autores de bellas realizaciones pictóricas y de fabulosos signos. Él es el mismo hombre que en 1961 editó un impresionante cuaderno de Dibujos, de «poesía dibujada», como él la llamó, y quien desde la década de 1940 hasta la de 1970, ofreció la singularidad de ser un artista capaz de pintar El Polifemo cubano, El gallito campero, Hombre comiendo pescado, Mujer con mantilla, La cena o su decorativa interpretación del letrismo y una profusión de ilustraciones para las revistas Islas y Signos, que sumaron setenta y un números bajo su dirección, colmados de poesía, prosa rica, y variada siembra de diseños personales.
¿Cuántos creadores se alojaban en la figura de ese hombre llamado Samuel Feijóo, colmena de varia miel, sensible zarapico capaz de cazar en el fango, pero salir limpio de él? Hay muchos Feijóo, una legión de creadores habitaba dentro de él. Su pintura colorida, verde y rosa, marrón y azul ofrece el rostro múltiple del gran artista, a quien no le bastaban los códigos de las palabras para tanto qué decir desbordante. A Feijóo le servían todas las artes, incluso escultóricas o performances en la naturaleza. Sus cuadros bullen, cubren casi todo o a veces todo el espacio disponible, mediante un barroquismo criollo que se esfuerza por no imitar, sino por recrear nuestra insólita naturaleza, la vegetal y la humana, que él supo como pocos interpretar y cambiar en arte. Ese gran transmutador polifacético, artista renacentista, davinciano surrealista tropical, se refleja en su obra pictórica, en la que dice bien Fernández Retamar, se demuestra que «hay una cosa mejor que ser uno: ser todos, ser todo».
Yo lo llamaba abeja en un libro donde estudio su poética, pero me equivoqué: Feijóo es toda la colmena. No era el Samuel o la abeja de mi título de 1991, sino que debí escribir allí «Samuel o la colmena». Miremos sus cuadros y sus libros, leamos en ellos algo más que la presencia de un hombre, pues hay allí reflejada la esencia de un pueblo, de una nación. La sustancia demente del cubano cuerdo, o viceversa, alcanzó con Feijóo rasgos de identidad, pues bajo el cuidadoso cantor (pintor) del paisaje, la decoración —el ornamento— se transformó en pintura del alma de una nación que ha vivido ya varios siglos atenta a la faz paisajística de la naturaleza, aquella que declama el Espejo de paciencia o la bella prosa insular del martiano Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos, o que se divierte en técnicas mixtas y óleos y tintas en algún Hombre o Mujer pintados por Feijóo, que podrían ilustrar la hermosa prosa de José Martí.
La pintura de Samuel Feijóo debe ser admirada en sorprendente retrospectiva, como tuve yo mismo la oportunidad de ver gran parte de ella una tarde de 1984 en su casa de Cienfuegos, pasadas sus obras una a una, cuántas —tantas—, ante mi atónita mirada, mientras él las extendía en el sofá del centro de la saleta, en cuyas paredes se apoyaban enormes libreros, donde almacenaba en orden secuencial toda su labor, perfectamente organizada, de la revista Signos. Ver aquel Feijóo-pintor me anonadó, no me lo esperaba.
El soporte puede ser tela, papel, cartulina, variedades de cartones, hasta madera. La esencia siempre es la misma: el homo cum plantibus y la mujer sentada o retratada de frente, por lo común no sonrientes, rodeados por un colorido a veces sostenido solo por una sutil acuarela. La maraña vegetal del paisaje, el bejuco, la raíz que transpira como si las raíces mismas florecieran, el gajo joven, la macana en flor, la naturaleza muerta con jarrones o ánforas criollas para agua o floreros, o vasos y pescados yacentes entre hojas vivas o secas, todo nos dice que el pensador silvestre no es un mero pintor rústico, porque su ruralismo está calzado por un saber natural y una cultura solidificada en la tanta lectura y la observación atenta. Bucólico, sí que lo es, pero sus pinturas resultan a veces un himno, una égloga, una oda o una elegía, dado el sabio dominio poético que expresan.
Todo esto puede repetirse con los mismos adjetivos para su obra escrita, porque detrás subyace una poética aunadora. Para que haya una poética de esta plurivalencia creativa, debe haber de fondo un sistema (iderrio), que Feijóo explicitó en sus diarios, en sus libros de múltiples reflexiones, en su azar de lecturas, en los volúmenes de crítica literaria que escribió, y dentro de sus novelas; por ejemplo, hay una fuerte eticidad poética en La gira descomunal, donde incluso desarrolla una utopía. Además, debe poseer un método creativo, que se asienta en las técnicas y formas expresivas elegidas, y deben ser ellas relativamente uniformes a lo largo de toda la obra. Ello ocurre en la escritura y «pinturería» de Feijóo mediante una técnica mixta, que va desde el uso de la métrica hispánica tradicional hasta el versolibrismo, el versículo prometedor, la prosa lírica y el poema experimental. El eclecticismo de la naturaleza, que él no copia, sino que recrea o interpreta, se convierte en arte de la palabra o del color. El paisaje resulta el gran admirado: en él hay hombres y mujeres, habitantes sencillos confundidos y concordes con la naturaleza. Detrás, hay un Dios escondido, un casi juanramoniano Dios anhelado y anhelante, que surge de la fe protestante de su juventud, de su niñez al lado de un errante padre predicador bautista y de su propia formación en un colegio presbiteriano. Feijóo alcanzó entonces la expresión del paisaje cubano como una estética, como una poética, que muestra su faz decorada: el adorno es la flor y es el color y es el verso… El arte tiene finalidad comunicativa, cognoscente, interpretativa, conversadora y fiel. Ser fiel al paisaje es serlo a los suyos, a su gente, a su país, a su terruño que conduce a la Tierra, al amor universal. La expresión lírica del campo cubano se ofrece con técnica mixta y en diversas artes, en diversos géneros literarios, plenos de una diversidad que es propia de la vida misma. El poeta-pintor no discrimina nada, el bejuco vale tanto como el árbol robusto, pues ante los ojos del Dios-Poeta la naturaleza toda es su hábitat y su santuario, y también lo es el cuerpo humano, presidido por su faz. Las vidas vegetales y la humana rural se corresponden, poseen una intimidad asombrosa, y ese es el descubrimiento mágico de Samuel. Por eso se convirtió en folclorista y devino pensador. Pensador silvestre. Filósofo de manigua. Pintor natural, que no es ser pintor ingenuo.
Hay mucho más que bucolismo en esa subyugante vegetación de suaves verdes de sus poemas y de sus pinturas. Samuel Feijóo forjó también una poética en su obra visual, un fuerte concepto de la poesía que sabe ir más allá de la palabra para vivificarse también en otros códigos. La integridad de su legado se comprende y aprehende a plenitud si se observa desde esa poética del canto a la naturaleza insular, bajo una conceptualización teórica que transita desde la sola obra particular hacia un continuum, una directa vivencia del espíritu cubano. Sus más conocidos y enmarañados dibujos, barroquísimos, del mejor barroco insular, anuncian a un pintor de maestrías. Las suyas son las maestrías del vuelo y del canto del ave, de la dulce mujer campesina, de la faz definida como paisaje, ornamento, decoración, habitación del hombre y de la mujer sencillos que lo integran, y que también resulta casa del Dios, Beth-el, sitio sagrado de la sagrada vida.
Su reino es de estos mundos. Samuel crece desde las raíces de la hierba y avanza en la metapoesía de sus obras pictóricas: la naturaleza insular se expresa toda en solo un cuadro, como si él fuera un poema.
En la década del treinta, cuando el poeta Samuel Feijóo era biológicamente un joven, comenzaron a aparecer sus cuadernos líricos, como diarios o libros de apuntes en versos, que se fueron sucediendo con el orden que el poeta les quería dar y con creciente calidad lírica. Más que en poemas aislados, Feijóo mostraba un pensamiento de conjuntos, y amasaba con profusión poemas más o menos breves, identidad e intensidad creativas que conformaban cuadernos, esos cuadernos habrían de sumarse hasta convertirse en libros y estos finalmente en obra… A la hora de reunir tanta poesía dispersada entre folletos y libros mayores, él mismo intentó un orden, que se detuvo en dos momentos capitales: Libro de apuntes (1954) y Ser fiel (1964), así como con otras reuniones poemáticas como El girasol sediento (1963) y Cuerda menor (1964). Entre ellos, Ser fiel es su hito, su libro mejor, y asimismo uno de los poemarios de más alto rango de la poesía cubana, pues reúne los poemas cimeros de Feijóo, como son «Beth-el», «Faz», «Himno a la alusión del tiempo», y el bello sonetario que es Violas.
En los años sucesivos tras su juventud publicaba cuando podía y como podía, hasta que al final de la década del cincuenta se ligó a la editora de la reciente Universidad Central de Las Villas, donde probó su enorme capacidad como editor de la revista Islas, que fundó, y de libros valiosos e incluso decisivos para la cultura cubana, como algunos de Fernando Ortiz, José Lezama Lima, Cintio Vitier y, por qué no, los de él mismo, entre muchísimos más de notables autores de la alta cultura cubana y de la rica oralidad. Tras el triunfo de la Revolución usaba sobre todo a las revistas Islas primero y Signos después para publicar sus maravillas; continuó con la editora villaclareña mientras pudo, mientras manos menos sabias no se lo dejaron hacer más; en sus revistas reunía libros completos, cuadernos o conjuntos (que podían ser secciones de libros), listos para ser rescatados por él mismo, o por quien se percatara de ello en su posteridad. Esto último es lo que realicé yo mismo con El pensador silvestre, título de uno de esos conjuntos y que parece útil para la conjunción de otros seis, todos rescatados de las páginas de Signos en un lapso similar, ya al final de la creación literaria de este prolífico autor, entre 1978 y 1979. Todos ellos, salvo el primero, gozaban de ineditez en forma de libro independiente, así como de unidad estilística e incluso de contenidos, que permitieron el rescate unido, el agrupamiento de El pan del bobo, El pensador silvestre, La macana en flor, Rayo en yegua, Sonetitos, Epigramas y letrillas, Haikus libres. Este tipo de agrupación de cuadernos, en definitiva, era peculiar en el propio Feijóo, quien solía en vida hacer tales reuniones (compilaciones) poemáticas. El objetivo es avanzar hacia la conformación de una indispensable, pero difícil de armar, Poesía completa. En la familia de este conjunto, se encuentran en otras publicaciones Pleno día (1974) y Polvo que escribe (1979), y muy probablemente también Paisaje habitado (1998), armado por poemas dispersos e inéditos, incluidos o no en sus cuadernos. Todos tienen relaciones formales, estilísticas y de contenidos.
Pero también hay que sentarse a leer, como una lectura formal de palabra impresa, los Dibujos (1961), como si fuese otro libro de poemas. Porque lo es. Si la poesía fue la vida o el centro vital o la esencia viva de ese hombre inmenso llamado Samuel Feijóo, ella permea su prosa narrativa o ensayística y, por supuesto, su pintura vegetal y de rostros sobre todo femeninos, su imaginería campestre, el lazo exuberante de la bejuquera cubana, de la manigua que él amó.
La pintura de Samuel Feijóo se caracteriza por trascender el art brut, o el arte naif, y esa trascendencia consiste en volcar su poética acerca de la naturaleza cubana, sólidamente conceptualizada, en una amalgama de figurativismo y de elementos vegetales, con los que más que embellecer pictóricamente la vida, quiere ofrecer sesgo de imaginación, sagas, leyendas, poesía de la cotidianidad de un ser conviviente con el mundo natural, sin enfados, sin contradicción, sin contaminación. Con palabras o sin ellas, su flora habla, los árboles y los bejucos conforman un universo de unidad y belleza, que él supo captar y expresar.
La obra es como una selva tropical, un monte. Todo mezclado, como en el famoso poema de Nicolás Guillén: árboles y yerbas, gente y animales, montañas y ríos, carretas y automóviles, colorido y música, dolor y alegría, muerte y vida. Todo mezclado. El nivel cualitativo es desigual, precisamente porque no importa sostener un nivel elevado parejo en toda la creación poética o pictórica o de otros vértices, porque en el mundo natural es así, hay colinas y montañas, hay árboles, arbustos y hojas de hierba. La valoración no es un resultado de la creación natural, sino un asunto externo, posterior al acto creativo. El poeta y pintor crea, la calidad artística de lo creado es un supuesto preestablecido, porque para la naturaleza toda creación suya es perfecta. No toda, Feijóo de pronto descubre sus imperfecciones, la rama torcida, el hijo minusválido, la enfermedad y la muerte. Su poesía debe expresar esas imperfecciones, debe contenerlas, un poema pequeño vale tanto para él como un texto grande y de mayor aliento, por eso algunos pequeños poemas poseen el mismo título, por ejemplo «Ser» o «Ser fiel»…, pero sus poemas fundamentales tienen títulos distintivos o los tiene la serie de textos enlazados, como es el caso de un particular «Beth-el» o la serie en Violas, de manera que el concepto de lo cuantitativo es también literario: cantidad es calidad.
Su obra poética está delimitada por los años 1930 y 1985, antes o después es improbable hallar algo creado por el joven o el anciano poeta. Lo mismo ocurre con su pintura esencial. Cincuenta y cinco años de vida intensamente creativa, en múltiples géneros y esferas del arte, como animador cultural y fundador de revistas, es quizás una de las más intensas de la cultura cubana. Pero debe siempre recordarse que su actividad infatigable, su constante andar de un sitio para otro, con residencias en Cienfuegos, Santa Clara y La Habana («Lavana», decía él) y permanencias circunstanciales en pleno campo, pueblos o ciudades menores del occidente y centro de Cuba, trajo como resultado una copiosa labor de compilación folklórica de costumbrismo, narraciones populares, poesía y otras muchas formas de la oralidad creativa, sobre todo del campesino cubano, que a veces se extendía a la América Latina y a algunas naciones europeas. La poesía oral y la pintura ingenua se corresponden, se complementan, la naturaleza se manifiesta en todos los géneros que él cultivó, pero también en lo que compilaba, editaba y publicaba, ya fuese en libros o en las revistas Islas o Signos. La fecundidad feijoseana tiene pocos parangones en la cultura cubana, es obra de un humanista.
El periodismo social de la década del cincuenta lo señala entre algunas de las mejores firmas de escritores cubanos que se dedicaron a la labor de prensa, recuérdese sus crónicas de Bohemia, por ejemplo, el costumbrismo crítico de «Un entierro guajiro», de 1952; con «El absurdo tiempo muerto», de 1953, denunció la pobreza extrema de los trabajadores cañeros cubanos; su periodismo epocal contenía fuerte y comprometido sentido de crónica-noticia, como en «Clausura de la Universidad Central», y se advierte en él la misma exaltación que hizo en su poesía de la gente humilde, a los que cita o de los que escribe en sus crónicas usando sus nombres y apellidos; «Félix Herrera, el pescador de camarones», «José Domingo Guzmán, el desmochador de palmas», «Florentino Geronel Salazar: guagüero de campo». Es lo mismo que hizo en el magnífico poema «Faz», donde decenas de gente de campo y trabajadores de ciudad (por ejemplo, el chino limpiabotas amigo suyo) aparecen radiantes, conversadores, diciendo y haciendo bromas, envueltos en la pobreza y el desamparo y llenos de fe en la vida. Feijóo siempre apostó por la gente humilde, económicamente humilde, pero también de almas sencillas, de vida entre paréntesis (Lezama Lima las llamaría de «destinos subdivididos»), que son para él la esencia y la pureza máxima de la nación honesta, por la que vale la pena escribir y luchar.
Ética y épica se enlazan en una filosofía de la vida, que es en verdad una poética. El ejemplo de Tumbaga, o de La gira descomunal, se traduce en la segunda parte de «Faz» en un poema que incluye lo narrativo, la crónica, el chiste folklórico, y alcanza con ello una altura poética bien pronunciada por sus contenidos y sus formas y estilos, entre los mejores poemas de la tradición lírica nacional, y uno de los más extensos.
En La gira descomunal y sobre todo en El pájaro de las soledades (1961) hay una filosofía surgida desde la naturaleza, cuyos presupuestos centrales podrían resumirse en: exaltación de la bondad, y de la caridad con trasfondo inevitablemente cristiano, toma de partido por los pobres, con un sentido de lo que en el grupo de la revista Orígenes se llamó «la pobreza irradiante», la presencia de un dios escondido tras la faz del paisaje y el carácter salvador del arte, conceptualización del amor y de la amistad. Axiológicamente, Feijóo armó su credo estético a partir del cristianismo, pero va más allá cuando tras 1959 abraza a la Revolución y defiende los puntos de vista populares y de transformación social y añade a su estética una ideologización que incluye el antiimperialismo, la exaltación del naciente proceso constructivo de una nueva nación, a la que hizo aportes identitarios desde la tradición, para enriquecer la ruptura. Pocos como él advirtieron claramente que no hay dicotomía y confrontación antagónica entre tradición y ruptura, sino complemento, porque toda ruptura legítima se alimenta y crece desde la tradición.
Hay un Feijóo «terrorista», entendido el término como un creador irreverente capaz de hacer o escribir cosas tenidas por «surrealismo» o por «locuras», como «la teoría del puerco», de Diario abierto que es la única cita textual larga que me permitiré hacer en este texto, porque de una manera u otra retrata al autor y a sus puntos de vista estéticos y sociales, que consigna en las páginas 278 y 279 de ese libro:
Sobre Porcinos
El oscuro descortés, el necio y el soberbio no pueden entender que un acto atento hacia ellos no es una sumisión. Este es el mayor peligro de cederle una pulgada al puerco. No una pulgada de uno, que eso sería vileza, sino una pulgada de candor, de opinión, de deber. Con el puerco no debe existir gentileza, sino fuerza, el dios del puerco. No resistencia, sino fuerza. «Ningún puerco se rasca en un palo de ayúa» dice el sabio campesino cubano, porque la ayúa, como muchos saben, es espinosa desde el tronco al gajo. Ceder al puerco es un acto estéril y peligrosísimo para el cededor.
Eludir al puerco es un acto de inteligencia suprema. Pero que no vea el puerco el acto sabio porque piensa en cobardía. El puerco no admite inteligencia, cortesía pura en otros porque no la lleva en sí. No se corresponde lo que no se posee.
El puerco reclama sus derechos, sus derechos de puerco. En la democracia, la aristocracia, la dicta-dura, etcétera, habrá siempre puercos demócratas, puercos aristócratas, puercos dictatoriales, puercos religiosos, puercos literatos, puercos críticos, etcétera. Por eso la soledad engrandece al antipuerco. Cuando el puerco ve al poeta, por ejemplo, espumea como verraco. Leña al puerco, puya honda, palo y pedrá.
La carnavalización del paisaje y de la naturaleza incide en la carnavalización literaria y pictórica, al grado de que algunos textos o algunas pinturas o dibujos de lo agreste son puro colorido, fiestas sensoriales, expresión de un tumulto que quiere ser apreciado («salvado» o fijado por el arte para la «posteridad»). El sentido barroco del bejuco crece en verso y en dibujos, acuarelas, aguafuertes, óleos y temperas, barroquismo del paisaje.
Feijóo intentó una de las labores máximas de cualquier arte: convertir lo efímero en eterno, a la inversa de Dios, quien según los textos bíblicos transformó lo eterno en efímero en el acto genésico de creación. Feijóo, alimentado por sus sabias lecturas bíblicas, compitió con el acto creativo natural del cosmos, añadió belleza donde ya la había, pero la suya es a la vez interpretación humana (poesía) de la belleza.
Vuelvo a citar, porque Feijóo se definió a sí mismo como pintor, explicó por qué pintaba además de escribir: «Comencé a pintar porque la alegría de las formas camperas no eran dominadas totalmente por la poesía que escribía. La poesía solamente atrapaba lo que el verbo puede coger, pero aquello no satisfacía la avidez de paisaje variador y constante que estaba en mí, que había crecido en mi vagabundaje extasiado por la firmeza de colores y de formas de nuestros campos» (cit. José Lorenzo Fuentes: «Charla en torno a la pintura de Samuel Feijóo», en Bohemia, abril de 1963). Entonces, pintura y poesía se integraron en una praxis del hombre-artista rodeado de la belleza y de los peligros de la naturaleza, y se convirtieron en un ideario estético, en una poética de actos definibles. Naturaleza es paisaje, pero también Ser, al que hay que ser fiel. Vista así la poesía y la poesía entendida como esencia del arte, ella tiene su propio ethos, su propio epos, un anhelo espiritual.
La obra pictórica de Samuel Feijóo pasa de los rasgos naturales y del remanso propio de la pintura paisajista a los esperpentos de un grotesco por supuesto barroco, en el cual las figuras se distorsionan, o son polifemos, monstruos imaginados o dibujos casi caricaturescos. Él es un enorme poeta, uno de los mayores que haya dado la cultura nacional cubana, aun al pie, en el estribo apenas, del amplio reconocimiento que su genio merece, y que un día lo catapultará a las cimas que ocupan los creadores americanos del siglo XX, porque ese es su lugar: la cúspide, el punto cimero donde se reúnen sus contemporáneos cubanos Lezama, Carpentier, Guillén, Florit, Ballagas, Loynaz, Baquero, Piñera, Eliseo…, o los grandes pintores Lam, Portocarrero, Amelia, Carlos Enríquez, Ponce, Sánchez, Fabelo, Moreira, Fariñas… Las salas del Museo Nacional de Bellas Artes le deben al pintor Feijóo una vital, total y fijadora retrospectiva.
Pero la cultura cubana, las editoriales en general, también le deben: cinco novelas en un tomo, otro tomo de todos sus cuentos, al menos tres o cuatro con toda su poesía difícil de organizar, otros dos o tres con sus diarios y libros de reflexiones estéticas, y un par de volúmenes con su crítica literaria y labor periodística. Entonces sabremos en verdad qué dimensiones alcanzó esta obra excepcional y única dentro del patrimonio cultural cubano. Más que la grandeza del hombre, a la que él no aspiró, cabe admirar la obra viva, vivificante y ejemplar. Mientras no rebasemos los prejuicios que en torno suyo dejó la figura del «loco Feijóo», prevalecerá la mezquindad del no reconocimiento múltiple de su legado. Hace mucho dije que si Feijóo hubiese nacido en Suecia, su obra figuraría en la colección del Premio Nobel. No es una exageración. Un día ya se podrá comprender con asombro cuánto significó y significa Samuel Feijóo para la cultura y la identidad cubanas. Sus signos están sobre papel y tela. «Todo perecerá —dijo—, pero el acto mantuvo la existencia». Esperemos su resurrección para bien de todos.
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Tomado del libro Los pintores escriben, Ediciones Boloña, La Habana, 2012, pp.
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