Enrique Pérez Díaz fungió como moderador del conversatorio Horror-terror en la literatura para niños, que formó psrte de la primera jornada del XVI Encuentro teórico Niños, autores y libros. Una merienda de locos, que hasta mañana se celebrará en el marco de la 29 Feria Internacional del Libro de La Habana.
A continuación, presentamos las palabras íntegras de Pérez Díaz:
Si damos por descontado que la lectura es un espacio misterioso al que desde la más remota antigüedad sucumben millones de personas, entenderemos entonces que leer historias de terror duplicará en quien lea esa poderosa sensación del misterio que nos embarga tan solo de trasponer ese mágico umbral que se nos abre frente a la página impresa.
Un libro es un reto. Siempre. Una provocación. Esa puerta hacia otros seres humanos, espacios, realidades, asuntos, problemas. Lo peor es que la puerta puede convertirse en espejo. De nosotros mismos. Un poderoso espejo que nos atrae y repele con igual fuerza. Cuando penetramos una historia estamos haciéndonos parte de ella, somos la otra pared del recinto, el sentimiento que apenas esbozó el protagonista, la persona que fisgonea entre telones, la que escucha aquello nunca dicho o que apenas fue musitado en voz muy baja. Somos testigos participantes de una y muchas historias cuando estamos leyendo. Se produce incluso la ironía trágica de que anticipemos desenlaces antes que los propios protagonistas, porque el autor nos provee de datos y secuencias solo vistos desde su omnisciencia compartida con nosotros.
Ese espejo ¿qué nos devuelve? Nuestra propia imagen. Algo terrible. En cada historia revestimos con nuestra piel a los personajes que vamos descubriendo. Le aportamos nuestro dolor y nuestra ira. Amamos como él y con ella. Sufrimos con ella y como él. Somos fieles o traicionamos una promesa, un sentimiento, una causa.
Nunca había tenido la certeza de hasta qué punto aman los lectores el terror hasta que lo experimenté por la reacción que produjo un libro mío que podría calificar de divertimento. El empleo del humor en el terror me produjo como autor-partícipe de la historia un goce inefable y nunca olvidado hasta hoy. Reivindicando a mis personajes horrorosos me sentí yo mismo reivindicado por la vida. Pese a lo ligero de la historia, tratada con sorna, risa, desparpajo y hasta burla hacia los propios personajes, el ambiente terrorífico y la alusión constante a las más míticas figuras de ese canon, propiciaron convertirla en un libro muy disfrutable. Muchos saben de qué libro hablo. Pero el terror tiene sus claves y sus formas.
El canon de la LIJ también está poblado por un terror soterrado y capaz de socavar emociones desde sus propios orígenes en los llamados cuentos clásicos de origen germano o galo. Brujas, hadas, ogros, troles y otros monstruos impensables pueblan infinidad de historias que todavía seducen por su encanto y exótica. Rescatando los mitos y las cosmogonías en muchas de sus historias y dejando evidencia de como el arte ha retratado esas figuras del espanto con paciencia, uno de mis acompañantes hoy nos entrega una obra intertextual y diversa donde, entre humor y escalofrío, siempre hay una historia que trata de clamar por el reconocimiento de los derechos infantiles de cualquier época o latitud.
Pero existe también el terror hacia lo desconocido, ese que poderosamente nos seduce y atrae. Está el terror que produce lo previsible cuanto más aterrador. Nos tropezamos también con aquel que colinda con lo macabro y lo absurdo que tan bien trazara el alucinado de Lovecraft o el impar Poe, cuya emotiva y poética carga somatiza el terror hacia lo sublime y justiciero.
El mundo de los cuentos tradicionales nos ha enseñado que el terror nace en la misma raíz, los orígenes de cada cultura. Se esconde entre sus propias esencias. Por eso podría decirse que se oculta un poco en el ADN psicológico de cada humano. En los relatos fundacionales, lo etiológico, ya nos tropezamos con parajes terroríficos y criaturas monstruosas, fruto de inverosímiles deformidades que las aquejan y las hacen avasalladoras hacia los demás. Esa es de alguna manera la línea estilística que cultiva otro de los caballeros que me acompañan en esta Tabla Redonda (Cuadrada o Rectangular). Es el terror que nos ata a Lloronas, Gritonas, sirenas voraces, lamias de ojos incandescentes, Cagüeiros que varían su forma a capricho, perros de fuego, gatos asesinos, ciguanabas que claman por hijos perdidos, ciguapas de pies torcidos que, como ánimas errantes, nos persiguen y mujeres de guadaña afilada con lengua contumaz, hombres decapitados que con ansias de venganza insomne cabalgan en las praderas o sabanas de cualquier país del mundo. Hay luces misteriosas que avisan del peligro. Otras son el peligro en sí. Algunas, la promesa incierta de que podríamos evadir ese mismo peligro. Porque el terror es oblicuo, angosto, rocambolesco y contradictorio, gira en zigzag y siempre hace lo posible por atraparnos, una y otra vez. Despierta en nosotros apetencias desconocidas, fobias nunca antes descubiertas y sinrazones ontológicas que luego nos cuesta sepultar en el arca del olvido.
El terror, cada vez más posmoderno luego de su paso por el cine, la música y las artes visuales, va y viene, vuelve y regresa, siempre airoso y triunfal, en todos los argumentos literarios de cada nuevo siglo. Es una planta antigua que, cual ave Fénix, tiene la posibilidad de reverdecer. Perece en colosales incendios, se hunde con naufragios en el mar insondable, es arrojado lejos hacia el infinito a bordo de una nave espacial, pero tan vital (o viral) como es siempre vuelve. Siempre regresa. Está ahí de nuevo, haciéndonos un guiño cómplice a la puerta de los sentimientos, pidiéndonos con una media sonrisa que le abramos los sentidos, sí, solo eso, para penetrar cauteloso y apoderarse luego de nuestro predio emocional. Se acerca envuelto en su halo misterioso de niebla espectral, apenas se deja escuchar por un roce, un latido acusador, el gemido de un gong, una brizna de viento, pero está ahí, por una eternidad, agazapado al costado de cada sentimiento, en aquel recodo del alma por donde se cuela el argumento de su historia.
Hay todo un arsenal de códigos de los cuales sus lectores fieles nos valemos para entenderlo y entregarnos dóciles a su poderoso influjo. El terror, engañoso como es, se oculta en el policial, el relato gótico, la propia fantasía enajenante y liberadora. Nunca es puro. Nunca se da entero. Solo atisbos de sí. Deja pistas. Sugiere. Se anuncia. Hay más de nosotros y nuestra alma en juego y en riesgo. Por eso lo amamos. Por eso los niños, desde pequeños, piden una y otra vez, un cuento de miedo. Ellos sienten el miedo, a cada paso, en cada prohibición absurda, cada secreto adulto jamás compartido, cada puerta que se cierra y cada mirada indescifrable de sus padres o abuelos. Entonces el terror literario es su refugio. Una historia de terror es su morada. El terror, incluso, puede llegar a ser la vía de salvación para cualquier lector. Sí, la salvación de tanto terror cotidiano, enajenante y embrutecedor.
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