«¡Caballeros! ¡Esta expedición tiene que llegar a Cuba!», y se nos aguan los ojos. «Tira bien, mocoso. No te encasquilles. Te quiere, mamá». «¡El Puerto Rico no se rinde!», y ya estamos llorando a moco tendido.
Tenía que llamarse Juan, el más sencillo y llano de los nombres de cubanos. Ni que fuera a propósito. Incluso quienes no le tratamos personalmente, nos sentimos en esa confianza de saberlo uno de nosotros, hermano, el tío de confianza para compartir bromas y cuentos, historias, emociones y carcajadas.
La mayoría de sus personajes encarnaron lo mejor de nosotros, lo más valiente, altruista, ingenioso, sin encartonamientos ni solemnidades enajenadoras; sus figuras femeninas podrían ser parangón en cualquier época de reivindicaciones. Y sus personajes negativos obraron con la picardía y el vicio necesarios para generar los argumentos con humor y drama.
Cualquiera de sus largometrajes o cortometrajes enseña más historia de nuestro país que la mayoría de las clases que imparten en las escuelas. Y las mejores lecciones son aquellas donde se revelan los intensos amores de los personajes, por sus raíces, por sus seres queridos. Donde constatamos que patria es Humanidad, cuando se unieron en el crisol de nuestra forja nacional, héroes y heroínas de todas las latitudes y colores de la piel.
La muerte apostó, finalmente, a hacerlo puré de talco. Sus creaciones y su pueblo le replicamos a coro: «¡Eso habría que verlo!».
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