«Siempre digo que llevo dentro un novelista frustrado», expresa en la entrevista este dramaturgo cubano considerado ya un clásico por su obra literaria.
PERSONAJES
ENTREVISTADO: Acaba de cumplir 82 años. Tiene pelo y barba canosos. Bajo de estatura, delgado, lleva espejuelos y tirantes para sujetarse el pantalón. En principio parecerá difícil de tratar —mantendrá la voz grave y cierta austeridad—, pero paulatinamente irá revelando la sencillez de un sabio jovial, como si le tuviera sin cuidado que suelan considerarlo ya un clásico por su obra literaria.
ENTREVISTADOR: Frisa los 45 años. Obeso, también tiene barba con abundantes canas, pero más descuidada que la de su interlocutor. Leerá de vez en cuando las preguntas de un enrevesado cuestionario que ha preparado para la ocasión. Se ha leído de un tirón todas las obras del entrevistado, recién publicadas en Abelardo Estorino. Teatro Completo (Ediciones Alarcos, Biblioteca de Clásicos, La Habana, 2006).
Testigos:
MUCHACHA CON GRABADORA
HERMANA DEL ENTREVISTADO
HOMBRE CON UNIFORME GRIS
Sala en los altos de una casona del Vedado. Por el balcón que da a la calle 25 entran todos los sonidos mañaneros: ruidos de autos, ladridos, silbidos, gritos de alguien que vende ajos… hasta, intempestivamente, un periódico Granma que ha lanzado su repartidor. En las paredes cuelgan varios cuadros de un único pintor, pero que varían en estilo: desde el abstraccionismo hasta el pop art. Son obras de Raúl Martínez.
ACTO PRIMERO
El entrevistado y el entrevistador miran hacia una misma pintura con el iconotexto «Ella Él»: representa a un hombre y una mujer desnudos que sostienen entre ambos un mamey. A pesar de que las hojitas de parra brillan por su ausencia, no caben dudas de que son Adán y Eva, dibujados con cierta impudicia.
ENTREVISTADOR. Al igual que este cuadro, usted también ha parodiado la moralina del pecado original… solo que el fruto prohibido era otro y se multiplicaba en el título de su obra Los mangos de Caín. ¿Sintió alguna vez sobre sí el peso del dogma religioso?
ENTREVISTADO. Explicar eso es un poco complicado porque yo fui religioso hasta cierta edad. Era presbiteriano; todo lo sexual era considerado pecaminoso, y yo no iba a dejar el sexo porque fuera pecado…
ENTREVISTADOR. Incluso, en su mencionada obra, hasta se permite redimir al primer fratricida, quien le dice a la serpiente (Lee): «Devuélveme mis mangos, ya no necesito tus palabras. No me interesan las palabras. Voy a hacer algo que no me enseñaron, no me importa qué nombre le pongan. Allá ellos con las palabras, ahí tienen el diccionario».
ENTREVISTADO. Yo había escrito anteriormente La Casa vieja, sobre la contradicción entre dos hermanos. Uno de ellos es revolucionario entre comillas: piensa que ser revolucionario es hacer una cosa y que, en lo adelante, todo siga igual, mientras que el otro piensa que la vida tiene que cambiar, pues hay que seguir buscando el bienestar del ser humano como un proceso para alcanzar la felicidad. Pero La Casa vieja tiene una estructura convencional, ibseniana, y yo empezaba a conocer otro tipo de teatro, por lo que me interesaba abordar ese mismo conflicto de una manera diferente. Entonces pensé en el simbolismo de la Biblia, el mito de Adán, Eva y sus hijos. Creo que Caín representa a quien quiere encontrar algo más allá de lo que nos rodea, en tanto que Abel es un hipócrita: dice sí todo el tiempo, sin preocuparse por nada, porque lo que desea es hacerse dueño del Paraíso. Cuando Caín lo descubre, no tiene más remedio que eliminarlo. Hay un trasfondo religioso, pero mi intención fue más social que religiosa.
ENTREVISTADOR. A pesar de publicarse en 1965, Los mangos de Caín parece escrita recientemente…
ENTREVISTADO. Quizás porque hay algo en esa obra que es la llamada «intertextualidad», sobre la cual se ha hablado mucho en los últimos tiempos. Me refiero al empleo premeditado —en este caso— de las citas bíblicas, de modo que quienes conocen el texto sagrado tienen un motivo más para disfrutar del humorismo con que me propuse abordar el tema.
Mientras hablan aparece la hermana del entrevistado con dos tazas de café en un plato: una para el entrevistador y otra para la muchacha que graba. La señora se retira.
ENTREVISTADOR. Y hoy, ¿se considera usted una persona religiosa?
ENTREVISTADO. No, no soy una persona religiosa. Ojalá fuera una persona como mi hermana, que es muy religiosa y encuentra una paz que yo no tengo. Siempre tengo una suerte de desasosiego… (Sonríe.) Y tú, ¿eres religioso?
ENTREVISTADOR. Soy agnóstico tratando de sentir fe. (Mira hacia la muchacha de la grabadora.) Ella sí… es bautista.
La muchacha asiente, dando testimonio.
ENTREVISTADOR. (Leyendo el cuestionario): Hay obras suyas o fragmentos de ellas —como es el caso de Morir del cuento (Novela para representar)— que pueden ser leídos como sugieren ese propio título y subtítulo: como cuentos o novelas, dada la riqueza literaria basada en la tersura de los diálogos, el juego con el tiempo y la superposición de planos narrativos, independientemente de las acotaciones y los recursos del «teatro dentro del teatro» para visualizar la intención escénica. ¿Está de acuerdo conmigo?
ENTREVISTADO. Hay varias cosas que se unen ahí. Yo, si estoy influido por algo, es más por la novela que por el teatro mismo. En el teatro he tratado de encontrar estructuras novedosas, de no repetirme siempre, de hacer algo diferente… Eso me lleva también a ver el teatro como un texto literario, y entonces reviso continuamente: no hago una versión y me parece que ya basta con ella, sino que busco la forma de hacer ese texto más sintético, con más ritmo… De ahí el empleo de los cambios de tiempo en Morir del cuento, que asemejan esa obra a un policiaco. ¿No es verdad?
ENTREVISTADOR. Como ha dicho Graziella Pogolotti (Lee): «Al modo de una indagatoria judicial, se trata de dilucidar las razones del suicidio de Tavito. La investigación se convierte en el juicio de una sociedad que ha construido tanto el personaje de Tavito como su imagen».
ENTREVISTADO. Mira, yo siempre he partido en mis obras de experiencias personales. Cuando niño asistí al velorio de un primo mío que se había suicidado: recuerdo cómo entraban las coronas, cómo la gente lloraba sentada en las sillas, las velas encendidas? Desde el suelo, observaba todo ese ritual del velorio, de la muerte, que se va construyendo poco a poco y que, entonces, era para mí incomprensible. A partir de esa vivencia, empecé a indagar sobre cuál era la razón de que mi primo se hubiera suicidado, y lo que hice fue llevar esa investigación al teatro. A ciencia cierta no sabemos por qué Tavito se suicidó tras la discusión con Sendo, su padre. Tenemos testimonios diferentes, como el de Antonia, que adora a este último, quien es su hermano, pero que —como se descubre al final— resulta un hombre sin escrúpulos… un asesino.
ENTREVISTADOR. ¿Y no se aventuró nunca a escribir narrativa, aunque fuera una vez?
ENTREVISTADO. Siempre digo que llevo dentro un novelista frustrado. Esto se debe, en parte, a que yo tuve mucha suerte, mucha suerte, porque mi tercera obra escrita fue premiada en el concurso Casa de las Américas…
ENTREVISTADOR. El robo del cochino, que obtuvo mención en 1961…
ENTREVISTADO. Exactamente. Entonces todo el mundo me empezó a tratar como un dramaturgo y, de pronto, yo tenía otra profesión. No necesitaba acudir a la cirugía dental, que era mi primera carrera, y me empecé a sentir muy bien en el medio artístico, a relacionarme con gente como Raúl Martínez, Rolando Ferrer, Harold Gramatges…, que veía a menudo en los conciertos. Al sentir que era reconocido por lo que ya había escrito y que dominaba el diálogo, me daba miedo acercarme a la novela, que es un género que exige mucho más trabajo. Me decía: si de todas maneras me demoro en una obra de teatro, con la novela voy a perder mucho más tiempo, y por eso no me decidí nunca. De haberlo hecho —suelen decirme— ya tuviera alguna novela escrita.
ENTREVISTADOR: Bueno, una novela pudiera no tener límites…
ENTREVISTADO: El novelista es como el pintor: trabajan en solitario para lograr su obra; esta después se imprime, toma su propio camino, y ellos tienen que seguir trabajando solos. El dramaturgo no, pues el teatro necesita del concurso de los demás: los actores, la producción… Ahora, después de viejo, ese trabajo colectivo, en equipo, me alegra mucho porque me encuentro siempre en compañía. (Sonríe.)
ENTREVISTADOR. Además de la novela, usted ha insistido en que —a la hora de crear— le han influido también la música y la pintura… más que el teatro mismo.
ENTREVISTADO. Durante mucho tiempo asistí periódicamente a los conciertos populares que se hacían los domingos por la mañana en el Auditorio. Una vez una persona criticó a los oyentes que preferían a Chaikovsky, pues es un compositor muy melódico, dulce, casi meloso… Sin embargo, aprendí a disfrutar esa y cualquier música con cierta calidad como puede ser la de Lecuona —que te llega simplemente—, para después profundizar en Brahms, Mozart, Stravinsky… hasta la música más reciente de Leo Brouwer. Son estructuras musicales diferentes que, de alguna manera, puedo relacionar aunque hay quienes digan que soy muy desafinado. Y con la pintura me pasa lo mismo: como viví muchos años junto a Raúl y lo veía luchando con los pigmentos, su quehacer también me ayudó a imaginarme distintas estructuras teatrales.
ENTREVISTADOR. Hubo una época en que novelistas, poetas, dramaturgos, pintores, músicos… solían influirse unos a otros casi por ósmosis.
ENTREVISTADO. Para mí el mundo se ha convertido en algo muy extraño en este momento. A los conciertos asisten los músicos; a las exposiciones asisten los pintores, y al teatro… (Hace una pausa en vilo.) no va la gente del teatro sino el público general.
El entrevistador y la muchacha de la grabadora sueltan la carcajada.
ENTREVISTADO. (Con tono dubitativo.) No sé qué pasa. A mi obra sobre José Jacinto Milanés, un poeta, nunca he visto que hayan asistido muchos poetas que digamos. Es como si el teatro fuera una cosa menor. Recuerdo que, en algún momento, no querían que estuviésemos en la sección de Literatura de la UNEAC, porque no éramos considerados literatos. Hasta que por fin se resolvió ese asunto. Aunque realmente se publica muy poco teatro en el mundo… basta entrar en una librería y fijarse en los estantes.
ENTREVISTADOR. ¿Cuáles son sus pintores cubanos preferidos?
ENTREVISTADO. Me gusta [Raúl] Milián; también Arístides Fernández: sus retratos de familia son fabulosos. Por supuesto, [Wifredo] Lam es una maravilla. Y de la pintura actual… mira, Nelson [Domínguez] está haciendo cosas para mí muy interesantes.
En este momento, el entrevistado nota que las tazas de café no han sido tocadas.
ENTREVISTADO. Pero, por favor, tómense el café, que debe estar ya frío.
La muchacha de la grabadora aprieta el botón de pausa. Mientras toman el café, el entrevistador recorre las paredes con la mirada: los cuadros colgados abarcan un espectro cromático que parte de los grises fríos, transita por otros colores más tibios y termina en una paleta muy caliente, con abundancia de rojo, naranja y amarillo. Hay una correspondencia unívoca entre las variaciones del color y de las formas: estas últimas se transforman desde cierto cinetismo, pasando por el expresionismo abstracto, hasta llegar al pop art y la figuración más explícita: los rostros de José Martí y Ernesto Che Guevara.
ENTREVISTADOR. La búsqueda de una expresión propia en las artes plásticas por Raúl Martínez, ¿se asemeja a su voluntad de alcanzar un estilo en la obra teatral?
ENTREVISTADO. Creo que sí. Hay algo que me ayudó mucho de Raúl, y que caracterizaba también a Virgilio Piñera: la entrega total al trabajo creativo. En el caso del segundo, su vida era la literatura y hablaba continuamente de ella; tenía que vivirla, mientras los problemas de la cotidianidad pasaban a un segundo plano. Así Raúl hablaba de pintura, pero tenía períodos en que me parecía que se sentía mal, que estaba deprimido… hasta que llegué a comprender que pensaba en lo que iba a hacer. Y entonces sucedía: empezaba a chorrear pintura sobre un cuadro y, luego, a trabajar sin descanso… Era su época abstracta… Yo también paso por un período de búsqueda mental: manejo una idea básica, uso papelitos donde apunto lo que se me va ocurriendo… Pero tengo algo que me parece que es malo en el teatro: parto de un axioma, no de una historia. Y luego tengo que convertir ese axioma en una historia, ver cuáles personajes pueden llevarla adelante, cómo van a ser… Pero, bueno, hasta ahora así no me ha ido muy mal. (Ríe.)
ENTREVISTADOR. Ahora que mencionó a Virgilio… (Lee el cuestionario.) En una encuesta publicada en La Gaceta de Cuba (n. 85, agosto/septiembre 1970), reproducida por Carlos Espinosa en Virgilio Piñera en persona (Ediciones Unión, 2003), se le hizo —entre otras— la siguiente pregunta al autor de Aire frío: «¿Qué relación existe entre su obra y el proceso revolucionario?». A lo que Virgilio contestó: «Una relación efusiva». ¿Cómo definiría Abelardo Estorino la relación que ha existido entre su vida (obra) y el proceso revolucionario?
ENTREVISTADO. El proceso revolucionario me permitió ser artista. De otra manera, creo que no hubiera podido serlo. Hubiera sido un dentista y, tal vez, tendría una mejor posición económica, pero no hubiera estado satisfecho conmigo mismo. Se diga lo que se diga, siempre he escrito las obras que he querido hacer. Nunca me he visto forzado a hacer una obra que no quiera. Cuando he abordado un tema es porque he querido. Es posible que no haya tocado ciertos temas, pero eso es diferente. Sucede que algo que no estaba bien visto en un momento, pasan los años y hay como un descubrimiento de que allí había alguna verdad.
Suena de manera insistente el timbre de la casa. También tocan fuertemente a la puerta.
ENTREVISTADO. (Frunciendo el ceño con extrañeza.) He dicho a todo el mundo que por la mañana del sábado no podía ver a nadie porque esperaba una visita.
El entrevistador y la muchacha de la grabadora intercambian miradas de preocupación mientras el entrevistado y su hermana avanzan hacia la puerta. Se oye algo así como un compresor o una motocicleta arrancando, cada vez más fuerte, hasta que se hace irresistible y, de pronto, cesa totalmente (se busca que el público quede ensordecido de manera temporal y con una sensación de enojo: para ello se sugiere mantener la intensidad del ruido en cerca de 100 decibelios durante unos cinco o diez minutos).
SEGUNDO ACTO
Comienza otra vez el ruido in crescendo y, envuelto en humo, entra a la sala el hombre con uniforme gris. El entrevistador se lleva las manos a la cabeza desesperadamente. La muchacha de la grabadora abre los ojos, asustadísima. El entrevistado, ecuánime, mira a su hermana que reza y hace un ademán enérgico con los brazos. Como por arte de magia, se hace el silencio.
HOMBRE CON UNIFORME GRIS. Usted no puede hacer eso. Somos de la Unidad de Control y Lucha Antivectorial. Venimos a fumigar obligatoriamente.
ENTREVISTADO. Nunca me he opuesto a que lo hagan (Le tiende un papel.), como puede comprobar por sí mismo, pero debían haber avisado antes. Observe a esas personas que están ahí: (Señala hacia el entrevistador y la muchacha de la grabadora.) llevan tratando de entrevistarme desde la semana pasada, y les dije que no, porque precisamente iban a fumigar. Por cierto, me quedé esperando por ustedes.
HOMBRE CON UNIFORME GRIS. (Indeciso, escribe algo en el papel.) Está bien, vendremos más tarde.
El hombre se marcha y el humo se disipa… A lo lejos, se oye el sonido de las máquinas portátiles de fumigación.
ENTREVISTADOR. Viéndolo actuar como lo ha hecho, se me ocurre esta pregunta banal: ¿es la vida un teatro?
ENTREVISTADO. Tiene que serlo. Tengo amigos, artistas o no, que usan conmigo una forma de hablar, un lenguaje, y cuando hablan con otras personas son totalmente diferentes. Ahora mismo yo estoy conversando con ustedes pausadamente, cuidando las palabras, pero en la vida diaria suelo decir pa’cá, pa’llá, en vez de para acá, para allá… cosa que mi hermana me critica mucho.
ENTREVISTADOR. Los habaneros hablamos comiéndonos las palabras…
ENTREVISTADO. Pero es que yo no soy habanero; nací en Unión de Reyes…
ENTREVISTADOR. Pero lleva mucho tiempo, casi 60 años, en La Habana.
ENTREVISTADO. Es cierto.
ENTREVISTADOR. Cuéntenos sobre su infancia…
ENTREVISTADO. ¿Sobre mi infancia? Fui un muchacho tranquilo… estudioso… inteligente… (Sonríe.) Me gustaba ir a la escuela. Tenía dificultades para comunicarme con los demás, lo cual me hizo leer mucho. Leía tanto que… Si quieres, te hago una anécdota: mi familia era humilde, en verdad humilde, no como algunas personas que se declaran de extracción humilde para poder decir que la Revolución los hizo diferentes. Había una revista argentina llamada Leoplán, que traía en cada número una novela: allí leí —por ejemplo— Los miserables, entre otras obras de la literatura universal. Esa publicación ofrecía la posibilidad de que fueras su agente y te enviaba ejemplares de muestra para conseguir suscripciones. Y eso lo hice para poder leer más. Después, cuando empecé a estudiar bachillerato, ya en Matanzas, acudía a las librerías de libros viejos.
ENTREVISTADOR. Hablemos ahora de la vejez, de sus achaques… ¿Tiene usted miedo a la muerte?
ENTREVISTADO. No sé… Yo miro la vida con gran realismo; yo espero la muerte tranquilamente; no me da miedo la muerte en sí. Eso sí, tengo miedo a estar solo en mi casa y que, cuando me sienta mal, no haya quien me ayude. Pero morir, no. Solo me preocupa que todo quede mal: qué va a pasar con los libros, qué va a pasar con la obra, qué va a pasar con los cuadros… Lo que sucede es que ser muy viejo es algo muy triste, pues no tengo con quien recordar mi pasado: mis amigos más o menos contemporáneos están muertos o se han ido… Queda Antón [Arrufat], que siempre ha sido muy amigo mío, pero él tiene 72 años, otras preocupaciones… Con él, puedo recordar algunas cosas, porque tiene muy buena memoria. Raúl también tenía muy buena memoria, o inventaba: si algo se le olvidaba, él buscaba y encontraba la solución. Me he quedado un poco solo en ese sentido, si bien tengo a la gente del teatro, amigos jóvenes, a Adria [Santana], que es como si fuera hija mía… Tengo razones para vivir y disfrutar de la vida, pero sé que en algún momento voy a morir. Ya es mi tiempo. Ya es mi hora… Sin la forma en que lo dijo Martí; sin sacrificarme, porque me gustaría vivir todavía mucho más… pero sintiéndome bien, claro, porque sin salud no vale la pena.
ENTREVISTADOR. ¿Cómo conoció a Raúl Martínez?
ENTREVISTADO. Es una cosa muy graciosa. Tenía un amigo que, como yo, estudiaba cirugía dental y a quien también le gustaba el teatro. Él siempre me decía: «Tu voz se parece a la de un amigo mío». Un día en el vestíbulo del teatro estaba Raúl, y él le dijo: «Mira, Raúl, esta es la persona que yo te digo que habla como tú». Y Raúl me dijo: «A ver, habla». Y yo, de pronto, no sabía qué decir, hasta que hablé… Y entonces Raúl dijo: «Ay, no se parece en nada». Después nos veíamos en los conciertos.
ENTREVISTADOR. ¿Qué edad tenían?
ENTREVISTADO. (Forzando la memoria.) Yo… 27; Raúl… 25. Estamos hablando de los años 50. La madre de Raúl alquilaba dos cuartos: en uno vivía Rolando Ferrer, y yo en el otro. Después Raúl fue a Chicago a estudiar, y, cuando regresó, consiguió trabajo en una agencia de publicidad. Alquiló un apartamento y de allí nos íbamos mudando hasta llegar a esta casa… hoy poblada de fantasmas. (Sonríe.)
Mueven los brazos, aleteando, como si fueran fantasmas: el entrevistado, su hermana, el entrevistador y la muchacha con la grabadora. Cambia el escenario y, en lugar de la sala, aparecen dos dormitorios: el primero es como una celda monástica (con una cruz de madera), mientras que el otro tiene varios cuadros en las paredes. Uno de ellos es una abstracción que sugiere arremolinamiento en empastes blancos, grises y negros.
ENTREVISTADO. No tiene título, pero yo le puse El Ángel negro. Es mi cuadro preferido de Raúl.
ENTREVISTADOR. Él fue uno de los diseñadores —junto a Jacques Brouté y Tony Évora— del semanario Lunes de Revolución, donde usted publicó su primera obra, El peine y el espejo, en 1961. También, bajo el sello editorial de esa publicación (Ediciones R), salió su primer libro: El robo del cochino, en 1964.
ENTREVISTADO. Realmente, ya te dije, tuve mucha suerte. Los críticos prestaron atención tanto a esas obras como a La Casa vieja y Los mangos de Caín.
ENTREVISTADOR. Entre esos críticos estaba Calvert Casey, uno de los escritores más prometedores de aquel entonces.
ENTREVISTADO. Sí. Recuerdo que, al escribir sobre La Casa vieja, él dijo algo así como que los nombres de Laura, Esteban, Dalia, Onelia, Flora… daban cierto empaque a los personajes. Entonces yo asimilé su crítica y me acerqué en mis obras a como nos llamamos los cubanos, que hoy pudiera ser lo mismo Yunisleydi que Pichichi.
ENTREVISTADOR. (Ríe.) Mejor caemos en el siglo XIX.
ENTREVISTADO. De acuerdo.
ENTREVISTADOR. (Leyendo el cuestionario.) En un agudo ensayo con el título «Hacia una comprensión total del XIX», incluido en Memorias de una Isla (Ediciones R, 1964), Calvert Casey abre esta difícil interrogante: «¿Cómo reconstruir costumbres sin caer en el costumbrismo? ¿Cómo tratar de entender la vida de cada día durante todo el vasto siglo XIX cubano, que sin embargo es preciso reconstruir, puesto que lo consideramos trascendental?» Le pregunto yo ahora a usted: ¿hasta qué punto su teatro es una respuesta a Casey? ¿Cabría pensar en el teatro como un medio de indagación histórica, sobre todo de la historia de las emociones, de las costumbres…?
ENTREVISTADO. Regresar a un momento del pasado resulta muy difícil. Intentamos hacerlo basándonos en testimonios escritos y visuales, entre los cuales tenemos los grabados, los cuadros… Recuerdo que cuando monté Casa de muñecas, una de las actrices adoptaba posiciones que había visto en la iconografía de la época. Y existe esa tendencia de vestirse y moverse en una forma especial, que considero errónea porque resulta imposible que en el siglo XIX se anduviera todo el tiempo en traje y corbata, o en corset, más en nuestro clima. Por otra parte, siempre que vamos al pasado lo hacemos buscando algo que tiene que ver con el presente. Si no hay alguna relación con los problemas de la actualidad o sus contradicciones, a mí —por lo menos— no me interesa. No me interesa la historia por la historia, sino la historia como fuente de motivaciones, de conflictos… Basta reflexionar sobre el mundo de hoy, con sus guerras que pueden llevar a destruirlo, y remitirse a las epopeyas griegas para entender que siempre hubo alguien que quiso ocupar una tierra, alguien que quiso detentar el poder… Por eso creo que los sentimientos siguen siendo los mismos: ambición, celos, envidia, amor… De manera que si se intenta regresar al pasado en busca de lo que todos tenemos en común, puede lograrse la intemporalidad de la obra y no caer en el costumbrismo.
ENTREVISTADOR. Creo que usted lo logró magistralmente en Parece blanca (Versión infiel de una novela sobre infidelidades), que resulta —a mi modo de ver— la versión más fiel de cuantas se han hecho de Cecilia Valdés o La Loma del Ángel, pues no solo respeta, sino que acentúa esa ambivalencia entre realidad y ficción que constituye el quid de su mítica trascendencia.
ENTREVISTADO. Tomé el mito de Cecilia Valdés como materia prima para abordar la mezcla de razas, el mestizaje que nos identifica como cubanos. Manejo la idea de que los conflictos raciales se mantienen latentes, personificados en el destino de esa mulata que quiere ser —es casi— blanca.
ENTREVISTADOR. Tal vez sea mucho más difícil eliminar los prejuicios raciales que los sexuales…
ENTREVISTADO. ¿No has visto Crash, la película? Me dejó pensando en eso mismo.
ENTREVISTADOR. Sí, me impresionó tanto como Parece blanca. Su obra de teatro me hizo releer Cecilia Valdés, solo que de atrás hacia delante.
ENTREVISTADO. Es lo que me propuse: no ocultar lo narrativo, sino dejar que se viera que era una novela y que los actores debían representarla una y otra vez. Algo así ha sucedido con Cecilia Valdés: se ha visto en la zarzuela, en el cine, se publica una y otra vez… y siempre se agota.
ENTREVISTADOR. Tanto en La dolorosa historia del amor secreto de don Jacinto Milanés, escrita en 1973 —así como en Vagos rumores, la versión de esa obra que usted escribiera casi 20 años después—, aparecen figuras reales del siglo XIX cubano, entre ellas don Manuel de Zequeira.
ENTREVISTADO. Como Jacinto vivió muchos años en ese silencio absoluto que hemos llamado locura —y que podría ser melancolía—, me inspiré en mis vivencias de La Marquesa y el Caballero de París para introducir varios locos que recibían a Milanés porque eran sus iguales, entre ellos Zequeira con su delirio de que, al ponerse el sombrero, se hacía invisible. Ello le otorga, además, cierta movilidad a la escena.
ENTREVISTADOR. (Leyendo el cuestionario.) Tenemos al Mendigo, quien en La dolorosa historia… representa a todos los personajes salidos de «la imaginación de Milanés», pues de hecho es el protagonista de uno de sus poemas. Luego, en Vagos rumores —o sea, en la versión— encarna, entre otros, a Domingo del Monte. ¿Cuánta influencia ejerció este último sobre el poeta matancero? ¿Coincide con José Lezama Lima cuando afirma en su Antología de la Poesía Cubana (La Habana, 1965, t. II, p. 229) que «Delmonte quiso llevar a Milanés al apólogo moralizante, al pastiche del teatro español, a una poesía de más ambiciosa factura de la que el temperamento de Milanés podía realizar»?
ENTREVISTADO. Como trato de sugerir en mi obra, Del Monte no escapa de las contradicciones de su época. Reconoce el mal de la esclavitud, pero disfruta de su condición de clase, de ese refinamiento ilustrado que le hacía encargar a París ediciones selectas encuadernadas en cuero, cantos dorados, tipografía excelente… Al igual que muchos otros que participaron en sus tertulias, Milanés se vio muy influido —y agradeció— los consejos literarios que recibía allí: leer los clásicos, tener en cuenta el mensaje moral… Pero creo que, a partir de cierto momento, las preferencias literarias de Domingo se fueron rezagando con respecto a lo más actual. Sobre ello, si mal no recuerdo, escribió el novelista José Antonio Echevarría, uno de los participantes en aquellas reuniones.
ENTREVISTADOR. Por cierto, en su discurso de ingreso a la Academia Cubana de la Lengua, usted se refirió a cuán necesarias fueron esas tertulias y, dando rienda a su imaginación, recreó un posible encuentro del grupo Orígenes con el cenáculo delmontino. ¿Conoció personalmente a Lezama Lima?
ENTREVISTADO. A mí la figura de Lezama siempre me intimidó por su erudición, su sabiduría y esa forma de hablar, tan suya. Lo recuerdo una vez en la UNEAC, que estaba parado junto a un reloj muy grande que había allí, echando uno de sus discursos. Sé que leyó La dolorosa historia… y tengo referencias que le llamó mucho la atención precisamente el uso que hago del Mendigo.
ENTREVISTADOR. Ahora que las tertulias parecen haber desaparecido, ¿cómo recuerda aquella que mantenían usted, José Triana, Virgilio Piñera, Antón Arrufat, Armando Suárez del Villar, Olga Andreu y, por supuesto, Raúl Martínez?
ENTREVISTADO. Nos reíamos mucho y teníamos intercambios muy útiles porque nos decíamos la verdad cara a cara: qué pensábamos de lo que el otro había escrito. Recuerdo a Virgilio [Piñera] diciéndome, con ese humor suyo que a veces molestaba: «No te preocupes, Estorino, tú pasarás a la historia por La Cucarachita Martina».
ENTREVISTADOR. He disfrutado mucho releyéndola, porque estando en preescolar o primer grado tuve que interpretar al Gallo en aquel programa televisivo de los viernes que se llamaba A jugar. (Alzando el primer tomo de Teatro Completo.) ¿Usted escogió este cuadro de Raúl Martínez para la portada?
ENTREVISTADO. Fue Omar Valiño. ¿Quieres verlo?
Se asoman a un cuadro abstracto muy bello, con azules, amarillos y marrones intensos. En la parte inferior empieza la frase «Hay que saber» —que termina en forma vertical: «de todo»—, escrita con la grafía de los letreros que han quedado para siempre en los muros, resistiendo los embates de la lluvia y el tiempo.
ENTREVISTADOR. Una entrevista es siempre un resultado conjunto entre el entrevistado y el entrevistador. Y ahora que estamos llegando al final, se me ocurre que esta podría titularse: «Hay que saber sobre Abelardo Estorino».
ENTREVISTADO. Decide tú.
ENTREVISTADOR. Pero, antes, quisiera conocer sobre la última obra de su Teatro Completo, escrita en 2002: Yo fumo Marlboro. Un acto muy corto, casi un suspiro.
ENTREVISTADO. Me pidieron un trabajo para este libro. (Lo enseña.) El editor afirmaba que en Cuba tiene lugar una transición, y yo le sostenía que es un proceso. Entonces le dije: lo que puedo hacer es una obra de teatro. Aquí también aparecen textos de Abilio Estévez, Reina María Rodríguez… y el epílogo es de Arthur Miller.
Mientras hojea las páginas ilustradas con fotografías de Cuba on the Verge: An Island in Transition (Bulfinch Press, 2003), comienza a sentirse el ruido de las máquinas de fumigación.
ENTREVISTADOR. (Con desespero.) Una última pregunta, antes de que ellos lleguen…
ENTREVISTADO. Más que por los mosquitos, me interesa que fumiguen por las cucarachas.
ENTREVISTADOR. ¿Qué está escribiendo ahora mismo?
ENTREVISTADO. Me estoy divirtiendo mucho: una versión para adultos de La Cucarachita Martina.
ENTREVISTADOR. ¿Y cuál es el axioma?
ENTREVISTADO. Una pregunta: ¿qué hacen ella y el Ratoncito Pérez por la noche?
Suena el timbre insistentemente, a la par que va subiendo la intensidad del ruido y penetra un humo que huele a petróleo quemado (el objetivo es que el público abandone la sala cuanto antes).
Fin.
***
Tomado de Opus Habana
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