«Las grandes ideas y las grandes acciones son la familia natural de un hombre grande». Estas palabras las escribió el Maestro de Haydée Santamaría y de todos nosotros, José Martí, y las citó un sabio que a veces llamó hija a Haydée y a quien Haydée a veces llamó padre: Ezequiel Martínez Estrada. Y ahora que tengo el honor de decir de nuevo algunas cosas sobre Haydée, la sentencia martiana surge ante mí como un estandarte. Desde luego, cuando en esas palabras Martí escribe «hombre», se está refiriendo al ser humano en general, por lo que su juicio, en este caso particular, puede, o mejor debe leerse así: Las grandes ideas y las grandes acciones son la familia natural de una mujer grande. Y no cabe la más remota duda de que el ser humano de excepción a cuya memoria nos convoca este libro fue una mujer grande, digna de que la mano sola y trágica de José Clemente Orozco la hubiera pintado ardiendo junto al hombre en llamas bajo el cual, en el Hospicio Cabañas de Guadalajara, los mandatarios iberoamericanos acaban de tener un encuentro memorable y fértil,[i] en el cual la gallarda presencia de Fidel hubiera llenado a Haydée una vez más de amoroso orgullo.
Como durante años tuve uno de los mayores privilegios de mi vida al trabajar bajo la orientación directa de Haydée, estrechamente unido a ella; y como incluso mientras vivía escribí la breve introducción (sin firma) de su testimonio sobre el Moncada publicado en 1967, y una semblanza suya, y le dediqué uno de mis libros (otro, que conoció inédito, y que nos llevaría a viajar a Nicaragua a ella, a Silvia Gil y a mí en febrero de 1980, lo dedicaría, a raíz de su muerte, a su «clara y apasionada memoria»), no tiene ningún sentido que busque decirle cosas distintas. Lo que durante su vida despertó en mí es lo que hoy despierta. Cuando empecé a frecuentarla, no obstante, sus «relámpagos de risa», tenía ya la majestad de una gran muerta; y hoy en que no puede escucharnos, me parece no menos, sino más viviente que nosotros.
Un día, conversando de cosas triviales (al menos eso creía yo), Haydée me pidió de repente que alguna vez hablara ante su tumba. Me turbó, claro, como solía hacer. Durante un momento yo había olvidado que, por debajo o por encima de las palabras que cruzaba con nosotros, ella andaba siempre dialogando con sus muertos, que llevaba dentro, con la muerte. Y bien: estas son lo más cercano que hoy puedo dar a las palabras que Haydée, sobresaltándome, me pidiera para ser dichas ante su tumba.
Creo que nunca, y mucho menos en circunstancias como esta, he querido ser original en el sentido de novelero: lo que he querido, lo que quiero es ser fiel a los orígenes, que es cosa bien distinta. Y en el caso de Haydée, sus orígenes remiten a los del alma misma de la patria: la patria chica, Cuba, y la patria grande, «nuestra América», como nos la nombró Martí.
De hecho, la vida de Haydée arranca de un pequeño lugar del centro de Cuba, y marcha hacia el centro de la historia: los asaltos del 26 de julio de 1953, aquellos acontecimientos que hicieron buenas las palabras de Fidel cuando en La historia me absolverá dijera: «En Oriente se respira todavía el aire de la epopeya gloriosa […], cada día parece que va a ser otra vez el de Yara o el de Baire».
En una dedicatoria que ella me mostró una tarde iluminada, el poeta Cintio Vitier, quien la comprendió en lo hondo como ha comprendido tantas cosas de Cuba, le dijo que a Haydée la veía «siempre en la madrugada fundadora». Así, en ese instante de gloria y dolor supremos en que volvieron a arder Yara y Baire, vivió el resto de su vida. Y al conocerse hechos de su existencia anterior a esa fecha, por ejemplo, algunos de su infancia que evidentemente contó a su hermana de lucha y esperanza Melba Hernández (acaso en los días y noches de la cárcel), y que Melba conservó y trasmitió como los tesoros que son, comprendemos que, de alguna manera, aparentemente a ciegas, pero en realidad guiada por una rara brújula, Haydée se había ido preparando para ese encuentro terrible y fulgurante con la historia.
Aunque no pretendo evocar de nuevo todos los detalles de su vida, bien conocida por incontables mujeres y hombres a lo largo del Continente y del planeta, no puedo dejar de evocar algunas cosas. Como que la niña que quiso ser mamá al igual que una de las gallinas de su casa y afrontó por ello los picotazos airados del animalito, y la que años más tarde, siendo hija de españoles, se inventó un abuelo mambí, una vez que en la escuelita de su batey un maestro de verdad le enseñara cómo se había hecho nuestra patria; la adolescente que rechazó sin contemplaciones las maniobras del cacique local; la muchacha que padeció por el asesinato del gran dirigente obrero de la zona, el comunista Jesús Menéndez, y, asqueada de la sentina que era la seudorrepública y atraída por la denuncia implacable que de ella hacía Eddy Chibás y por su consigna «Vergüenza contra dinero», militó junto a su hermano Abel en las filas de la Juventud Ortodoxa, estaba creciendo hacia la llamarada de la que surgiría la etapa decisiva de un proceso liberador que ya tiene más de cien años.
De la lucha contra el golpe militar del 10 de marzo de 1952, de su encuentro con Fidel, de los preparativos de lo que iba a ser el 26 de julio, de la «madrugada fundadora», conversó varias veces ella misma; de la conducta de Haydée a raíz del asalto y la masacre, habló en primer lugar y para siempre, con la autoridad moral que tiene para ello, el compañero Fidel, en aquellas líneas imborrables de La historia me absolverá:
Con un ojo humano ensangrentado en las manos se presentaron un sargento y varios hombres en el calabozo donde se encontraban las compañeras Melba Hernández y Haydée Santamaría, y dirigiéndose a esta última, mostrándole el ojo, le dijeron: «este es de tu hermano, si tú no dices lo que él no quiso decir, le arrancaremos el otro». Ella, que quería a su valiente hermano por encima de todas las cosas, les contestó llena de dignidad: «Si ustedes le arrancaron un ojo y él no lo dijo, mucho menos lo diré yo». Más tarde volvieron y las quemaron en los brazos con colillas encendidas, hasta que por último, llenos de despecho, le dijeron nuevamente a la joven Haydée Santamaría: «Ya no tienes novio porque te lo hemos matado también». Y ella les contestó imperturbable otra vez: «Él no está muerto, porque morir por la patria es vivir». Nunca fue puesto en un lugar tan alto de heroísmo y dignidad el nombre de la mujer cubana.
En aquellos instantes, Haydée no solo sabe que ha perdido de modo espantoso a su hermano del alma y a su novio, sino que ignora aún si el propio Fidel vive. Está sola, con Melba, ante el horror, obligada a sacar las fuerzas de sus entrañas. Las sacará, como si en un parto descomunal naciera de sí misma. Aquella muchacha ya no volverá a ser la de antes, y, sin embargo, se ha vuelto ella de manera única.
Pero el Moncada, como se sabe, no fue solo una batalla militar: fue también una batalla jurídica, y sobre todo una batalla política. Si la primera, a la que siguió una atroz carnicería, terminó en derrota para los atacantes, en cambio las otras dos, estrechamente unidas en un momento, les significaron triunfos definitivos. El revés de las armas empezó a mostrar en ellas un rostro de victoria. Por eso se ha destacado con razón la enorme importancia que tuvo el juicio contra los asaltantes, gracias al cual estos últimos, de acusados, se convirtieron en valientes e implacables acusadores del régimen. En este combate, que culminó soberanamente con La historia me absolverá, desempeñó un papel fundamental Haydée.
Sobreviviente de las masacres, testigo de las torturas que le arrancaron de manera horrible a los seres más queridos, su declaración sería definitiva.
Mientras Fidel hace otro tanto en su prisión de la Isla de Pinos, Haydée, en la cárcel de Guanajay a la cual se las traslada, lee de nuevo y comenta las obras completas de Martí: se conservan los tomos escritos en los márgenes con su letra de muchachita.
En 1954 están en la calle. Su primera misión es divulgar clandestinamente el Mensaje a Cuba que sufre, manifiesto en que Fidel explica al pueblo cómo fueron bestialmente asesinados sus hermanos. Y pronto, la misión más trascendente: editar y distribuir
La historia me absolverá, que Fidel ha reconstruido y hecho salir de la cárcel hoja a hoja. Millares de ejemplares recorren el país, y aun van al extranjero, con el impresionante material.
Al otro año llegará la libertad para Fidel, Raúl y los demás sobrevivientes. «Fue vivir otra vez», dirá Haydée. Una foto dramática recoge el encuentro conmovedor: Haydée apoya en el pecho de Fidel la cabeza, después que los desesperados ojos ávidos han buscado, entre los rostros radiantes de los que salen, los rostros ya imposibles de Abel y de Boris. Con Fidel en la calle, el proceso será indetenible. Así como aquella vanguardia tenía un orientador Martí y un guía Fidel, tiene ya un nombre, que es una consigna: Movimiento 26 de Julio, en cuya Dirección Nacional figurará Haydée. Cuando Fidel parte a México, a organizar lo que al cabo será la expedición del Granma, Haydée pasa a la vida clandestina, con el nombre de María.
A finales de 1956, en espera de la inminente llegada del Granma, Haydée viaja a Santiago de Cuba. El 30 de noviembre está entre los organizadores del alzamiento en aquella ciudad, que precede por breve tiempo al desembarco, y estremece a la Isla. Se ha casado: le dicen Jacinto, y es Armando Hart.
La vida del matrimonio será por supuesto azarosa. Hart, que ha protagonizado una espectacular fuga en la Audiencia de La Habana, es tan buscado por la policía como ella. En las ciudades tendrán que verse apenas unos días de una casa en otra, entre una y otra misión.
También coincidirán alguna vez en la Sierra Maestra, donde Haydée rencontrará compañeros entrañables, como Fidel y Celia Sánchez, y conocerá otros: entre ellos, a aquel con quien intercambia las salidas zumbonas y la medicina contra el asma: el Che. Una de esas veces, al bajar de la Sierra con una misión, Hart es detenido y encarcelado, después de una peligrosa odisea, en la Isla de Pinos. Poco después, la Dirección del Movimiento envía a Haydée al extranjero, con tareas arduas que también realizará con éxito.
Cuando el primero de enero de 1959 la Revolución llega al poder, Haydée, de vuelta a Cuba, es nombrada directora de la recién creada Casa de las Américas. Al fin puede tener, además, un hogar, donde le nacerán dos hijos, y donde otros niños de nuestra América serán acogidos como tales.
Quien fuera miembro de la Dirección Nacional del 26 de Julio, lo será luego, al fusionarse las organizaciones revolucionarias, de la Dirección Nacional del Partido Unido de la Revolución Socialista; y el 3 de octubre de 1965, aquella noche inolvidable en que Fidel hizo pública en su voz la carta de despedida que le dejara el Che cuando partió hacia «otras tierras del mundo», después de haberse anunciado la constitución del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, el nombre de Haydée estaba por supuesto allí, y tal condición le sería ratificada hasta su muerte, como también sería hasta entonces miembro del Consejo de Estado.
Cuando dije que los orígenes de Haydée remiten igualmente a los del alma misma de la patria grande, «nuestra América», pensaba, como es de suponer, en el hecho de que, a la seguidora sin vacilaciones de José Martí, a la compañera fraternal de Fidel y el Che (todos, ciudadanos raigales del Continente), la Revolución le encomendó importantísimas responsabilidades latinoamericanas.
Es harto sabido que hizo la Casa de las Américas y trazó los que hasta hoy son sus lineamientos básicos. Siguiendo sus apasionadas y lúcidas orientaciones, la Casa ha cumplido una tarea esencial de afirmación, defensa y difusión de los genuinos valores de nuestra América. Y con espíritu similar Haydée presidió la conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), que tuvo lugar en La Habana entre el 31 de julio y el 10 de agosto de 1967.
Quienes tuvimos el honor de participar en ella no olvidaremos la dinámica y febril actividad de Haydée antes y a lo largo de esa conferencia; ni olvidaremos que al abrirse el telón el día inaugural aparecía al fondo una enorme efigie del Libertador Simón Bolívar, y que al ocurrir otro tanto el día de la clausura, la efigie era del Che, quien en esos momentos combatía al frente del que se proponía llegar a ser un nuevo ejército bolivariano.
Cuántos recuerdos se amontonan al evocar los años compartidos con Haydée. Qué maravilla (lo he dicho ya antes, como muchas de estas cosas) haber visto y oído a aquella mujer toda pueblo dialogar con numerosísimos escritores y artistas de nuestra América, para quienes fue siempre como el espejo de la fábula china: los mediocres no podían reconocer su grandeza, pues tal reconocimiento le estaba reservado a los grandes: grandes de alma, por supuesto. Me limitaré a un ejemplo, entre los incontables que podría aducir. Pocos seres he conocido tan refinados, talentosos, honestos y buenos como Julio Cortázar. Y qué espectáculo haber asistido al diálogo entre la deslumbrante Haydée y aquel argentino deslumbrante. Un diálogo, por cierto, que a menudo parecía más un monólogo, porque el dueño de las palabras fascinantes prefería escuchar, fascinado, sobrecogido, el fluir de la conversación inagotable que brotaba de aquella mujer, una conversación donde las piedras de todos los días se cruzaban con centellas de sibila. (El número que la revista Casa dedicó a Julio a raíz de su muerte trae no pocas páginas admirables que él enviara a Haydée.)
Y ya que hace unas líneas evoqué el congreso de OLAS y la gesta del Che en Bolivia, también quiero traer aquí una tarde de octubre de 1967. Me había reunido con Haydée en la Casa de las Américas para conversarle de algunas cuestiones de la revista. Cuando agotamos esos temas, le pregunté sobre la posible veracidad de los cables que en el mundo entero hablaban de la caída del Che. Yo suponía, le dije, que la noticia debería ser falsa, como tantas referidas a nosotros a lo largo de tantos años.
Haydée no me respondió. Como si fuera una niña, la niña que nunca dejó de ser, rompió a llorar sin parar. Ni se tomó el trabajo de llevarse las manos a la cara. Tuve que ponerle yo mismo mi pañuelo. Y al cabo de un rato empezó a musitar: «Abel, Frank, Che: ya no puedo más.» Pero cómo tratar de rehacer con mis palabras desdibujadas lo que ella supo fijar en líneas que parecen manar de la abulense. Me refiero, es natural, a la carta que ese mismo mes dirigió a una sombra, a una luz, y apareció al frente del número que la revista Casa dedicó al héroe, y que también ahora encabeza este libro.
Me es inevitable, por razones de tiempo, dar un gran salto y llegar a la interminable noche que empezó en la tarde del 28 de julio de 1980 y terminó en la tarde del día siguiente. Varias manos hicieron aquella madrugada esta «Declaración del Consejo de Dirección de la Casa de las Américas»:
Escribimos estas palabras en medio de una de las mayores pesadumbres de nuestra vida; estas palabras que, por primera vez en muchos años, Haydée Santamaría no podrá leer, antes de que vayan a la imprenta, opinando sobre esta o aquella idea, pidiendo suavizar una palabra que podría lastimar a un amigo, observando con ojo de extraña luz la grieta o el error que había escapado a otros. Como en todos los casos así, nos parece inconcebible que su nombre, tan fragante y hermoso, no sea ya el de una persona viva. Pero, como en rarísimos casos, tenemos la certidumbre de que su tránsito por la existencia fue el de una criatura excepcional, que tenía de volcán y de flor, la belleza de un ciclón o de un amanecer en el monte, la insólita capacidad de combatir amando, de amar con la terrible intensidad del combate.
Otros conocieron el privilegio de estar junto a ella en el Moncada, en la Sierra o en la lucha clandestina. Ya era una figura sagrada de nuestra historia cuando la Revolución le encomendó hacer la Casa de las Américas. Y con la misma pasión, el mismo fuego y la misma ternura que puso en todo, hizo la Casa de las Américas, de la que fue la cabeza y el corazón. Cuando ya no podía ser la guerrillera que en cierta forma no dejó nunca de ser, se hizo respetar y querer por los escritores y artistas de toda nuestra América. Los más creadores entre ellos, los más imaginativos y más fieles la entendieron: entendieron y escucharon con devoción a aquella campesina que no fue a universidades ni institutos, y se sabía acompañada por pinturas, traspasada por músicas, porque era toda sensibilidad. Esa sensibilidad la llevó a la Revolución, y ella llevó a la Revolución a centenares, a millares de hombres y mujeres. Como en unos versos desgarradores de la Mistral, que en su caso adquieren nuevas razones, «tenía el corazón entero a flor de pecho». Sólo estando fuera de sí pudo haber segado su propia vida. Haydée más que nadie sabía que no le pertenecía. Que pertenecía a la Revolución, al pueblo de esa América nuestra cuya evocación le nublaba los ojos y le encendía el alma. Es necesario decir que estará con nosotros, en nosotros. Así es. Pero desde ahora somos más pobres, aunque nos acompaña para siempre el honor de haber trabajado bajo su guía, bajo su aliento, que seguimos sintiendo, orgullosos y entrañablemente conmovidos, a nuestro lado.
Es totalmente imposible, en el escaso tiempo de que disponemos, transcribir todo lo que de ella se ha dicho: tarea que, ciertamente, es menester hacer pronto. De cuánto texto hermoso tendremos que prescindir aquí: que, además de las que ya se han citado, los representen (no hay otra alternativa) unas cuantas líneas. Por ejemplo, estas de Mario Benedetti, caliente todavía la noticia tremenda:
Muchos escribirán, ahora y después, y con todo derecho, sobre su gesta heroica, sobre su función de dirigente, sobre su estilo de trabajo. Pero en estas horas, que pesadamente continúan la escueta noticia de su muerte, quiero destacar por fin el rasgo suyo que, a través de tantos años de convivencia, camaradería y trabajo compartido, me impresionó más hondamente: su bondad, que era tan invencible como su coraje. Vaya a saber por qué extrañas conexiones, ese atributo es el que hoy más me conmueve en relación con esta muerte. A fin de cuentas, ya lo había dicho su admirado Martí: «¡Duele mucho en la tierra un alma buena!»
[i] I Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y Presidentes de Gobierno, Guadalajara, 1991
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