
Imagen tomada de Radio Trinidad
Este año el poeta Héctor Miranda Reguera (Trinidad, 1956-2017) hubiese cumplido 65 años y para celebrar la dicha de su existencia y su obra, se le evoca. De una vida azarosa, matizada por la pobreza y el alcoholismo, este hombre supo reservar sus energías para el culto de la poesía, en su sentido inmenso. Murió pobre y olvidado, en la que otrora fuera la Villa de la Santísima Trinidad, cerca del mar y del monte, diría el trovador Pedrito González; pero antes de ese instante en que con T. S. Eliot se le decía, buen viaje viajero, dejó una obra literaria breve e intensa. Del conjunto de sus poemas hasta el más exigente conocedor haría una pequeña antología capaz de dialogar con los semejantes de cualquier tiempo.
La poesía de Héctor Miranda suele alterar la lógica del lector y, más allá, de la fábula alrededor de la que se entrevé su destino como ser humano y poeta, desata afluentes en los que otros reflejos refractan el lenguaje. La quiebra de los límites de su contexto obedece al modo en que su existencia le llevó a desliarse de las variables que movían a sus contemporáneos. Una vida al margen de todo orden generó en él un lenguaje cuyas particularidades proponen un cuerpo espiritual único, por su profundidad y su capacidad de renombrar desde su prefiguración onírica. Al no ceder, paradójicamente se integraba al contexto de una generación que en la década de los años 80 se emancipaba sobre la base de relecturas; su personalidad y sus expresiones pronunciaron un ser díscolo, desde un sistema de reflejos sincero y, por eso mismo, hermoso.
La lectura del conjunto de su obra nos remite a una fábula en la que el sujeto pareciera saltar de lo cotidiano hacia un territorio donde concurren personajes de un filme cuyos ánimos levitan en lo que el poeta define como tibio secreto de la secreto de la palabra viento. Así, como en un susurro que luego estalla, se desplazan los personajes, Paloma, Abigail, Dios, un perro, las brujas; siempre para ubicarlos como referentes que dialogan desde la condición de símbolos. Estas señales ‒lo sabía el poeta‒, le permitieron configurar su performance, exponerse a un juego donde el lenguaje devora; las palabras se enciman unas a otras para formar un volumen que va arropando los sucesos, hasta llevarlos a la hipérbole del sumidero al que vamos a buscar lo que la criba ha dejado: una cáscara, un hueso, una absurda ventana donde el ojo veía.
Desde las primeras líneas, el surcado alimenta la idea de que el mínimo lamento de un grillo pisoteado extiende su hambre de existencia y enhebra el ritmo, con acentos distantes pero con una fuerza vital que resurge de lo que se va destruyendo, como resurgen las voces auténticas en el ancho mar del tiempo, solo para atestiguar que se construye una casa en la que gime la luz.
Héctor Miranda era tal como se veía a sí mismo, vivió en una absoluta orfandad, como un perro y un ciego, como dos palabras que vienen en dirección contraria y al encontrarse anudan sus hilos y se dejan llevar en un vaivén cuyas pausas jalonan el pulso veraz. Esa oquedad perenne tiene mutaciones, pero será recurrente; en cada página hay una derrota que da fe del valor agregado de la pérdida, un ingrediente que trasluce y cobra dimensiones éticas.
pudiera ser un gesto para asombrar al lobo en su amable guarida
y hacer que el ojo ciego pariera mariposas de un gris alucinado
o pudo ser un barco atracado en mi calle.
Son pautas transversas de los asuntos humanos y eso, en una obra literaria, suele ser más que un simple constructo. Es una ganancia de frutos raras veces alcanzables. Para ello habría que prever una condición cívica en la que el poeta ha soterrado lo histórico. Pero no desde los datos, sino desde la causa espiritual de una actitud. Los sucesos chocan contra los objetos y fenómenos, se produce entonces un diálogo del que crecen los matices. Hundir un diente en el costado de un hombre podría significar una incoherencia para un siglo en el que ya los seres humanos llegaron al cosmos; pero si ese diente entra en un hombre que huye de sus propias nominaciones y busca en lo sensorial una extensión de sí, para entonces hallar un meandro en el que sus anhelos sobrevivan, la explosión de los asuntos vitales recupera su sinergia y cuando ocurre esto, el deseo se sumerge en la página y va en torrente por el sendero de la belleza, de lo cierto.
Paloma puede ser no más una palabra, una etiqueta fría
un aletazo breve entre dos locos buenos
pudiera hasta haber sido una enorme silla que derrota el
invierno
y aplaude con las manos del condenado a muerte
que sueña en la ventana
pudiera ser un gesto para asombrar al lobo
en su amable guarida
y hacer que un ojo ciego pariera mariposas
de un gris alucinado.
Es esta una concepción poética que se erige como una ciudad antigua, azuzada por el aliento vital, por ese del olor a salitre que llega de la cercana costa del Caribe, por esas calles de piedras en las que pareciera que de repente aparecerá un quitrín, del que descenderá un poeta harapiento. Entre las manos trae el hilo converso de la paloma cotidiana que abre su vuelo y se eleva con la palabra persistente, renovada en la acción transversal del hacedor.
cancelo mis asuntos de loco trashumante
y renuevo el aceite de mi lámpara
doy la mano a los torpes que no encuentran mi casa.
En su trazado la enunciación se erige desde una metáfora doliente, un performance en el que se coloca al margen, busca su alter ego y, con él, al visitante curioso. Línea a línea, la versificación pone el visor en el centro de la existencia. Desde su primer cuaderno, El tibio secreto de la palabra viento (1991), Miranda proyecta la altura del ser dibujado por Shakespeare. La mayor paradoja del místico ha sido configurar un cosmos verificable, sopesado en lo cotidiano, un ser en el que no haya una realidad sino el sumun de sus coordenadas. En ese itinerario, el punto de partida es siempre un entorno al que el poeta debe, quiere ser fiel. En ese caos nos ocupa, nos lleva al más puro aliento ético de voces como César Vallejo (1892-1938), autor del que se toman giros temáticos, movimientos formales que se resumen en la contención orgánica de preceptivas cuyas insinuaciones se urden en torno a fenómenos como la tristeza, el dolor, la angustia existencial, el ser «solo en soledad»; pero nunca de manera elemental sino con la sabiduría instintiva de quien sabe incorporar los contenidos a un sujeto que no se conforma con repetir y explora en sí, para ofrecer una visión ontológica que se enriquece y extiende en una lectura productiva, desasida de todo mimetismo y concentrada en la sonoridad de lo que se quiere decir para hacer del lenguaje una expresión singular, un campo de significados autónomo.
yo tenía un perro sucio que me amaba
y me vestía de limpio los domingos
sonreía todos mis cumpleaños
le abrí el tibio secreto de la palabra viento.
No se puede hacer un recorrido por su obra sin atender el halo amatorio, la sensibilidad a la que las amantes solo se asoman y nunca dejan más que esa sombra en cuya figura imperceptible se asienta el desconsuelo. Llegan con el olor prístino de quien subsume la esencia del azahar; pero luego le dejan la estela de tristeza que redondea el vacío, la rara sensación de ser un nadie y abrir el hueco «oscuro, el del sin nombre…». Desde esa sombra abarcadora, el sujeto no deja de proyectar la belleza; nunca la otra parte contiene malignidad alguna y eso justifica que ningún personaje cobrará contornos desalentadores.
Yo abro la mano y creo ver tus ojos
Navegando en el cielo de tu cara.
Mamá pelea porque no me lavo
La mano izquierda y no sabe nada
No sabe que en mi mano aprieto duro
Todo el perfume de aquella mañana.
El mal está subsumido en el sujeto, lo ve en sí y para sí. Hay en lo triste una coherencia de bases leales, es un regodeo del ser con su crecimiento. La podredumbre no le reduce y desde esa «hermosa miseria» eleva su tono lírico y, en ese acto legítimo, levanta lo humano, lo siempre salvado.
Con un verso flexible, ligero en su ornamentación y sopesado en la sinceridad, sus textos salen como una lengua de lava. Tienen una imantación telúrica a veces inesperada; porque el lenguaje se deja arrastrar hacia los límites y transgrede esas fronteras para abrir una fiesta de caminos.
y la calle es un pozo que ve pasar la nubes
nombre del nombre mío.
Te escucho con mi lengua
que maldice y me toca
con la sangre que invento para embarrar tu cara.
El sujeto enaltece la relación con lo circunscrito, sobrepone lo mirado y se desdice como ser humano; porque hay en la esencia de los poemas de Héctor Miranda, una constante frustración.
Alguien se muere en mí todos los días
en todos los minutos.
Yo me asombro de ser un árbol triste
que te arrastra a mi boca
me pondría de pie si no estuviese muerto
pero estás alumbrando
y no puedo morirme
ahora que estoy más lejos más cercana pareces.
Es desde esa mirada ecléctica que va tejiendo sus piezas. Construcciones de sintaxis sencilla, elaborada a partir de la oralidad, y con una transparencia que permite un acceso inmediato a la codificación. Cuando se publicó su libro Manuel de las brujas (1994), se instauró un componente temático novedoso, un ciclo de elementos tradicionalmente reconocido como satánicos; pero el poeta sabe buscar una relación sujeto-alter ego en la que lo noble desemboca en el esplendor de la palabra, a la que el ritmo y la ingeniosidad figurativa le aportan una vida literaria definida.
Luego de ese intento de poeta maldito, algo que sin duda alguna fue, llegó el libro, El pez en la colina (1998). Con tonos más aquietados, los poemas denotan una búsqueda de la convivencia del poeta con el dolor de las continuas pérdidas. Ya fuere por negación, ya por reclamo, en cada poema hay un llamado a los otros, hay un canto a la vida, unas veces mediante la expresión de la tristeza, el anhelo y su reclamo, y de ese grito de necesidad de la compasión.
El pez en la colina es un libro tejido desde la sinceridad, con palabras difíciles, pero transparentes. Su mayor y mejor virtud está en que nos ofrece la visión de un individuo que luego, al ser leída, se convierte en un acto plural, un acto en el que la belleza humana se deje entrever con inquietudes, dudas.
doy la mano a los torpes que no encuentran mi casa
es domingo en secreto
cuando te hablo no dejo ninguna cosa abierta
puede asustarse el verde
ahora mi piel sospecha
es septiembre en mi mano
el oscuro, el sin nombre, el otro
te traerá a mi casa gimiendo por la luz.
El poeta no es un ser de vida fácil, sus caminos están en el origen de la palabra, en aquellos territorios donde adquiere un peso verdadero y, desde esa parcela de lo humano, se abre solo la flor de la verdad, misma que muchas veces suele ser hiriente y de explosiones punzantes. Pero si algo se le pide a un poeta es autenticidad y, en este caso, la hay, pues estamos ante un sujeto que ha bordado una vida en los símbolos merecidos.
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