Adentrarse en Heredades es sentirse doblemente incómodo: se asiste a la desgarradora realidad del sujeto lírico, desde una cercanía que no permite indiferencia, claro, porque uno se va doliendo también en cada poema/cuchillo con filo que espeja, que obliga al propio reconocimiento. Rectifico: es sentirse constantemente interpelado: no hay refugio, no hay piedad en la lectura, como no la ha habido para este sujeto en sus vivencias. Llueven los cuchillos, las estrellas… todo lo que ilumina pero también mata en una suerte de juego que lo obliga a reinventarse, a buscar subvertir lo que lo pervierte, a mantenerse en movimiento… hasta la extenuación.
La alusión a Martí no fue fortuita. Se repartirán, a lo largo del poemario, revisitaciones al Apóstol. En el poema «Cincuenta panes YA»:
Acabo de comerme el pan de mi abuela muerta de cara al sol con miedo de mirarme y ser la quemadura.
El autor recupera aquí la intertextualidad para dialogar con los tópicos justicia y castigo. Sin embargo, sus circunstancias divergen de las martianas: si este era un sujeto bueno y la injusticia estaba en el acto de mal juzgarlo, acá tenemos un sujeto que escoge. La injusticia entonces para él está en las circunstancias, que lo hacen mal actuar, lo envilecen, lo fuerzan a pervertirse. Y por ello el sol, entidad no corrompida, como única forma de ser absuelto. Y si no, que muera; en una suerte de temeridad culpa-castigo.
Este rejuego vida/muerte, en su peligrosa cercanía con la patria, se concreta también en un diálogo con Martí, presentado desde la inocencia de la infancia, como manera de acercarnos al desconcierto, a la incomprensión, sobre el significado y posibilidades reales, los alcances, de la PATRIA y de la MUERTE. En mayúsculas en el poema, como aparecen en las monedas de un peso cubano, sirviendo la imagen para aludir a su cosificación, desgaste, su esterilidad. Dice en «Desde niño leo»:
Desde niño enterré en el jardín una moneda. No creció arbusto alguno pero el sol tiene hilos y yo trepo llevándome la PATRIA al sol llevándome la muerte.
Muerte con minúsculas en el final del poema, empequeñecida, dominada, por este niño y su esperanza, que revitalizan la posibilidad de romper lo fatídico, y de nuevo en el sol como espacio de reivindicación.
También hace pensar en Martí este vínculo materno que moviliza al poeta, que lo subyuga, que lo desangra hacia la madre, hacia la patria. En «Y no me está alcanzando el Alien»:
ni la vicaria, coño, ni «el amor madre a la patria», ni la patria, ni mi madre a pedazos repartida sobre el guiso.
Lo más pedestre acaba siempre en el poemario azotando a lo sublime, subyugándolo. Resulta un llamado a entender el peso de lo cotidiano, de lo vulgar en su verdadera magnitud; a ponerse los zapatos de la propia ética del sujeto y solo desde allí participar de sus reacciones viscerales, entendiéndolas como simple y terriblemente humanas. El hambre recorre Heredades como una plaga, como antihéroe, como aliciente fatal, como impulso a la traición, a no «ser bueno».
El hambre sirve como recurso para fustigar una situación social de insatisfacción que pareciera ya haberse instaurado como un estado más del ser, aunque el sujeto puede datar en su memoria el momento exacto de su comienzo, según declara el poema «Jugos búlgaros», y que pertenece a la sección KONIEC. Vivir en las tierras de estas Heredades es ser «un púgil del hambre». El hambre, como gran metáfora de la falta, resulta un grito que dura lo que todo el poemario. La frustración emerge como una constante frente a unas realidades que lo exceden. El hambre y sus manejos funcionan como movilizadores, con consecuencias ya hasta físicas, tangibles, para contribuir a la idea de su cronicidad. Dice en el poema «He comenzado a desconfiar de la palabra PUEBLO»:
Así camino: «con el morral colgando como un órgano».
El final de este poema conduce, además, a cómo esta falta ha alterado no solo la percepción de sí mismo sino también el afuera, pervirtiendo objetos y rituales:
Padre ha salido al sol sin camisa, lanza una red a la marea baja. Desde otro silencio esperamos que regrese, los codos en la mesa, hundidos. Hasta que madre avise, no podemos orar.
La mesa ya no tiene sentido más que para orar.
Vemos, dentro de esas consecuencias que más duelen del hambre, dentro de ese afuera marcado por la carencia, que el sujeto sangra una y otra vez sobre el desgaste de la madre. La amplificación como recurso consigue reflejar su tortuoso desgajarse, las imágenes hiperbolizadas contribuyen a visibilizar el sentir milimétrico de tanta miseria:
Madre corta la gota del vinagre con el índice y lo escurre (se exprime el dedo como si fuese una frazada). Gota biliar, gota que rueda pomo adentro y logra ondas. Madre ahorra el agua hasta incendiarse.
En una gran ironía, como lo es el propio poemario, madre se consume intentando no consumir lo poco que hay:
Y así se gasta como la luz del fósforo, como el polvo del orégano que deja caer en breve polen.
Lo que recibe
Las heredades madre, casa, patria
La madre, la casa, la patria, todos espacios que parieron al sujeto, y que como una suerte de matrioska se contienen a sí mismos, se tragan y a él, lo sostienen, y lo contienen en más de un sentido. Habitáculos revisitados una y otra vez a lo largo del poemario como una sentencia que se apela, con la que no se conforma, y que busca entonces resignificar.
La madre, como verdadero leitmotiv poético, discurre en imágenes que se repiten y nos regresan a ella sin piedad. Y al tiempo, como castigador —se la arrebata— y como castigo, en su ritmo dilatado que lo desgasta todo. En la tierra de estas Heredades todo lo que se padece se padece con una sensación de eternidad.
En «La luz viene corriendo…, y yo me aparto»:
Apago una vela quemándola a sí misma.
Con una majestuosidad precisa este verso nos asoma al engaño del que participa el sujeto lírico, su propio mecanismo de defensa —si hubiese defensa en soportar, en resignarse, en la paciencia— ante todo aquello que lo invade, que lo agrede, que lo duele. Como si hubiera algo de voluntad en lo inevitable, en el esperar, en consumirse. Su autoengaño está en presentar lo que no es más que muerte natural como una victoria propia.
Emerge la impotencia ante el paso implacable del tiempo y sus estragos, que lo condena a ser su testigo desde la inmovilidad, casi su cómplice, al ver repetirse las escenas, apreciables en la coincidencia de imágenes. Sobre la muerte de la abuela escribe en «Supe que abuela había muerto»:
YA, fue la palabra que se posó en el piso. La enderecé lo más que pude, siempre fue un gajo duro…
En «Madre trabajaba en El Rincón»:
Cada día se encorva más, y yo no tengo el cordel de entizarle la columna.
En la madre, casa primera, converge, se personifica y actualiza el dolor padecido por las otras, la impotencia:
Perdóname viejita, me quedé junto al cuervo que fecunda tu vientre. Hoy venderé el espejo, cenaremos sus vidrios dispersos en el níquel. Perdón, no está el espejo, ayer nos lo comimos después que te miraste.
La superposición casa-país y el dolor que ambos generan resulta saliente en «En casa desaparecieron los cuchillos». ¿Desaparecieron? Hay múltiples maneras de padecer, y el sujeto lírico las domina: no se necesitan armas: desde la locura (paranoia en este poema en particular) hasta las propias manos, el don de herir(se) se incorpora, naturalizado:
Un día más en esta casa donde Dios nos afila las manos.
Asimismo, hacia adentro, aparece también la isla como cuerpo, más bien la isla como impostura sobre el cuerpo, un cuerpo enfermo, disfuncional. Dice el poeta en «Encima del implante hay demasiado quinto mundo»:
Uno está pobre de aparatos… un parche de isla en cada hueso el esternón bloqueado en las dos puntas y los viejos aún vivos sobre el colchón nupcial.
El esternón protege los órganos del pecho: el corazón, los pulmones. Si está bloqueado nada entra, nada sale. Silencio. Vacío. Una vez más la inmovilidad. La anáfora de cierre, con la conjunción «que», contribuye a generar la sensación de verborrea, de desesperación y asfixia: se agota el sujeto, que de tanta espera ya delira, enfermo de una ilusión tan irrisoria que lo termina convirtiendo en objeto de burla, de ridículo.
Sin embargo, el país aparece como una heredad de la que no es fácil desprenderse. En «Antes de entrar lávese el país»:
Borrado tu país serás perfecto. Serás el llanto de aquel recién nacido que no logra escapar ni permanece.
Desentenderse del país es condenarse a un limbo.
Y a este limbo, a esta falta de asidero, de un pasado al que aferrarse, achaca el sujeto la existencia de la enfermedad emigración, personificada en Yuma. Yuma es una fiebre, y se presenta como una mujer irresistible, y de tan cotidianos sus efectos es una más del barrio. La repetición como recurso a lo largo del poema funciona para transmitir el propio desconcierto del sujeto, su resistencia, un discurso reiterativo en el que se empeña para entender —¡convencerse de!— el atractivo de Yuma. También contribuye a ello la paradoja de los últimos versos, apoyados en la anáfora:
Ojalá que no pase, no sé leerle el pelo, no la veo tan buena, pero hoy, no respondo.
La emigración aparece también en «Me quedé por Marbelis», poema que se construye desde el contraste, recurso que nos vuelve a colocar frente a la frustración que ha venido movilizando al sujeto, al poemario. Este es el poema con el que se cierra Heredades, y deviene resumen de la angustia, de los desencuentros, a los que ya hemos asistido. Desde la emigración y su saldo de desamparo, hasta la frustración por el desgaste de la madre, y del vínculo con el hijo y el padre.
me quedé por mi hijo y no me habla, me quedé por mi padre y se bebió la vida
Resulta muy reveladora de las dinámicas relacionales y emotivas del sujeto lírico la sucesión que se produce en este punto del poemario. El apartado con nombre HEREDADES (I) nos acerca primero a la heredad país, luego a la madre y al padre, separados ambos, por supuesto, hasta en el mismo espacio físico del poemario (Madre es lógica y santa,/ ha dicho: «antes de traerlo aquí me buscas un/ sarcófago») con un poema bisagra en que la niñez, la añoranza y la fantasía se dan la mano para enfrentar el delirante afuera. Sigue un poema-grito descarnado dedicado al hijo, luego la casa y finalmente la abuela, su muerte.
Sin embargo, ante las circunstancias de «Comenzamos vendiendo la niñez que colgaba en los estantes», se impone «Padre tiene un clave oxidándole la ingle», y no escapa que se recojan juntos, uno a continuación del otro en el poemario: primero el golpe arrasador de la realidad, luego el refugio, el consuelo que, sin embargo, encuentra el sujeto frente a aquella, y que siempre viene de manos de la familia. Todo puede serte arrebatado cuando gira la maquinaria fatídica del diario, todo es vendible cuando el hambre aprieta, menos estas pequeñas cosas que él insiste en salvar porque lo salvan. El clavo que oxidaba la ingle del padre, la foto en blanco y negro de la madre y aquella niña a la que regaló una muñeca con su primer salario… Algo se queda.
Lo que se deja
La heredad hijo
Estas heredades que fustigan al sujeto funcionan bidireccionalmente: no solo nos presenta lo que ha recibido, sino también lo que deja. Me refiero a su propia paternidad y a la poesía. Con estos legados, como ya se veía, existe también una marca de inconformidad, de frustración.
Cuando no hay conexión suceden estas cosas uno se sueña un hijo y termina adoptando una piedra de esmeril o siembra un cactus para verse la cara o se gradúa de ciego con honores y olvida uno que es ciego honorífico y se vuelve a graduar le celebra el cumple-espinas al cactus…
La repetición, como recurso literario muy presente en el texto, adquiere en este poema —«Yo tengo una tristeza y también…»— una significación particular, y es que ese regodearse en una misma imagen, en un mismo dolor, funciona para transmitir el efecto de no tener escapatoria, de no tener respiro, que en esta heredad parece dejar al sujeto lírico particularmente arrasado, desvalido. Si duele aquello que le arrebatan, duele tanto o más eso que es fruto de la propia cosecha, que hiere y lo refleja.
La ironía, no solo como figura retórica sino ya como defensa, resulta apreciable en el poemario, ante una realidad que desata la impotencia con sus excesos de absurdo, de dolor. Sin embargo, sobresale en CASI, apartado que componen ocho textos/poemas con matiz epigramático, donde nos azotan la burla, el cinismo, la sorpresa que transmuta —no podía ser de otra manera— en decepción. Con una puntería propia del género, el sujeto se refiere quirúrgicamente a todo aquello que, desde lo más social hasta lo más íntimo, lacera. Se apoya con frecuencia en la interrogación retórica, para aquello que, justamente no tiene respuesta: no la necesita por fatal.
Dice el poema VI:
Cuando mi hijo se volvió loco me robó las joyas. Cuando mi padre se volvió loco forzó la puerta del taller y me robó las herramientas. ¿Cuán pronto me tocará robar?
Este poema recoge el vínculo con la heredad padre y el espejo que es, como sendero tatuado, de lo que deja al hijo, de lo que es su propia relación con él. Resalta la sencillez en la forma, ¡claro!, porque el contenido es tan enorme que no soporta ambages; tan evidente el destino marcado que no tiene sentido intentar darle vueltas —¿para quién si el propio sujeto lírico ya lo aceptó? —. La locura, como heredad del padre y transmitida a su vez al hijo, no es siquiera cuestionada por él que, una vez más y haciendo alarde de la indefensión aprendida, solo espera que vaya sucediendo todo lo terrible que ya padece, o sabe lo acecha.
La heredad poesía: la salvación, la venganza
Esta extraña manía de sentarme a escribir como si fuese útil es lo peor que soy y es lo único que tengo para darte.
Estos versos cierran uno de los tantos poemas dedicados a la madre, y también a su pobreza de poeta: la poesía como una maldición.
Pero también se reconoce un arma la poesía:
Cierra la almendra su antifaz de pulpa colorida y destrozo a poemas los umbrales.
Los versos pertenecen a «Querido diario:», poema donde este infante atormentado nos acerca de nuevo al temor por la fragilidad de la madre, certeza construida a partir de imágenes que ya conocimos sobre la abuela y su desaparición. Fue también, en este momento, un refugio la poesía:
Supe que estaba muerta, pero le hablé sin llanto, bajito, como un hombre que llora cuando escribe.
Madre y poesía como fuerzas que se tiran entre ellas, y en cuyo encuentro (intento) el poeta existe, se permite, busca salvarse y a todos. El autor confesó recientemente a Claustrofobias: «Quedó el papel en blanco, la soledad de la escritura, ahí me sentí libre como nunca antes, y es lo que sigo haciendo, intentar traducir las emociones, sin fórmulas ni rituales dejo que llegue el poema, o lo busco. Creo que escribo por venganza».[i]
«La luz viene corriendo…, y yo me aparto» es el único poema que está dedicado por entero a la poesía, a la escritura, y es el que nos recibe, quien nos abre la puerta a (las) Heredades. Tal elección pareciera, entonces, una suerte de declaración de principios, y una advertencia, como si nos dijese: «pobre lector, lo que vas a encontrar de aquí en adelante es fruto de este proceso fatídico; cada uno de estos poemas es mi muerte.»
Sin embargo, resulta un ejercicio de goce en el mejor sentido freudiano: la poesía como aquello que se disfruta tanto que se acaba viviendo como displacer. La idea de la poesía como espacio de muerte y liberación atraviesa el poemario. Emerge la poesía como si tuviera vida propia, voluntad, y el sujeto lírico fuese solamente quien la padece, el escogido para su juego terrible. La poesía como femme fatale, la escritura como el sexo en el que se la vence —acto agotador—, el poema como lugar al que el sujeto va a dar prófugo, exhausto, gozoso.
La dejo tropezar con el mejor verdugo (el bárbaro del hacha). Le doy su tanta luz, la dicha toda. Ella suda flameante y me persigue. Se quiere oscurecer de un rayo suave
En una circularidad que casi vuelve el acto de creación algo ajeno, en ese agotador rejuego de domar/domado, hay dos verdugos: el verdugo de la poesía: él mismo, experto, paciente, incisivo, ágil; y otro que es el suyo propio: el hecho de escribir. En este encuentro, en este duelo a muerte, está el poema. Y en él la posibilidad de desafiar las Heredades, de ganarse otras, de habitar de manera distinta…
Quizás debí quedarme tranquilo en el pasaje
y mi hijo me hablara
y mi madre comiera,
pero no habría escrito los poemas
que ahora recitan los muchachos.
[i] Yunier Riquenes: «Jorge García Prieto (Poe Cid): “Creo que escribo por venganza”». Claustrofobias, 2024.
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