Sobre el autor
José María Heredia y Heredia (Santiago de Cuba, 31 de diciembre de 1803- Ciudad de México, 7 de mayo de 1839) fue un poeta, dramaturgo, y abogado cubano considerado por muchos como el primer poeta romántico de América, el iniciador del romanticismo en Latinoamérica y uno de los poetas más importantes de la lengua española. En años más recientes esta filiación romántica se ha matizado, señalándose la importancia del neoclasicismo y de la estética de la sensibilidad ilustrada para el pensamiento y la obra heredianos. Es conocido como el «Cantor del Niágara».
Cursó estudios de gramática latina en la Universidad de Caracas, de entonces datan sus primeros poemas manuscritos conocidos. En la Universidad de La Habana pasó estudios de leyes y, hacia 1819, actuó en Matanzas en representaciones de su obra Eduardo IV o El usurpador clemente y compuso la tragedia Moctezuma y el sainete El campesino espantado. Viajó a México donde continuó sus estudios, por esta época colaboró en publicaciones periódicas y reunió sus composiciones poéticas iniciales en dos cuadernos manuscritos. Regresó a La Habana, donde obtuvo el grado de Bachiller en Leyes y fundó la revista Biblioteca de Damas. En la ciudad de Matanzas estrenó la tragedia Atreo, imitada del francés. En 1823 recibió el título de abogado en la Audiencia de Puerto Príncipe. De regreso a Matanzas, es denunciado por conspirar contra la dominación española y se dictó contra él auto de prisión el 5 de noviembre de 1823. Embarcó clandestinamente el 14 de noviembre hacia Boston. Se trasladó más tarde a Nueva York y visitó distintos lugares de los Estados Unidos.
En 1825 llegó a México, donde fue designado funcionario de la Secretaría de Estado y del Despacho de Relaciones Interiores y Exteriores en 1826. Durante algunos meses de ese mismo año fue coeditor de El Iris, las vicisitudes de su carrera administrativa corrieron parejas con las intensas agitaciones políticas del país. Fundó Tlalpam Miscelánea, publicó la revista Minerva, además de colaborar en varias publicaciones de México. Viajó a La Habana en noviembre de 1836 y tras una breve estancia regresó a Veracruz en enero de 1837, donde se desempeñó como redactor del Diario del Gobierno.
Realizó una abundante labor como traductor. Del inglés tradujo: las novelas Waverly o Ahora sesenta años y El Epicúreo; los Elementos de historia del profesor Tyler bajo el título Lecciones de Historia Universal; del francés numerosas tragedias: Sila, Pirro, Abufar o la familia árabe, Cayo Graco, Saúl, El fanatismo. Tradujo numerosos poemas del latín, el francés, el italiano y el inglés. Entre las otras muchas traducciones menores que hizo puede señalarse, del francés, el Bosquejo de los viajes aéreos de Eugenio Robertson en Europa, los Estados Unidos y las Antillas.
Sus poemas han sido traducidos a diversos idiomas. Era frecuente que firmara sus artículos periodísticos con solo la inicial de su apellido. En sus comienzos como escritor, utilizó el seudónimo Eidareh. Entre sus poemas se destacan la «oda al Niágara», «En el teocalli de Cholula», «A la estrella de Venus».
Fragmentos de su obra
En una tempestad
Huracán, huracán, venir te siento, y en tu soplo abrasado respiro entusiasmado del señor de los aires el aliento. En las alas del viento suspendido vedle rodar por el espacio inmenso, silencioso, tremendo, irresistible en su curso veloz. La tierra en calma siniestra; misteriosa, contempla con pavor su faz terrible. ¿Al toro no miráis? El suelo escarban, de insoportable ardor sus pies heridos: La frente poderosa levantando, y en la hinchada nariz fuego aspirando, llama la tempestad con sus bramidos. ¡Qué nubes! ¡qué furor! El sol temblando vela en triste vapor su faz gloriosa, y su disco nublado sólo vierte luz fúnebre y sombría, que no es noche ni día... ¡Pavoroso calor, velo de muerte! los pajarillos tiemblan y se esconden al acercarse el huracán bramando, y en los lejanos montes retumbando le oyen los bosques, y a su voz responden. Llega ya... ¿No le veis? ¡Cuál desenvuelve su manto aterrador y majestuoso...! ¡Gigante de los aires, te saludo...! en fiera confusión el viento agita las orlas de su parda vestidura... ¡Ved...! ¡En el horizonte los brazos rapidísimos enarca, y con ellos abarca cuanto alcanzó a mirar de monte a monte! ¡Oscuridad universal!... ¡Su soplo levanta en torbellinos el polvo de los campos agitado...! En las nubes retumba despeñado el carro del Señor, y de sus ruedas brota el rayo veloz, se precipita, hiere y aterra a suelo, y su lívida luz inunda el cielo. ¿Qué rumor? ¿Es la lluvia...? Desatada cae a torrentes, oscurece el mundo, y todo es confusión, horror profundo. Cielo, nubes, colinas, caro bosque, ¿Dó estáis...? Os busco en vano: desparecisteis... La tormenta umbría en los aires revuelve un oceano que todo lo sepulta... Al fin, mundo fatal, nos separamos: el huracán y yo solos estamos. ¡Sublime tempestad! ¡Cómo en tu seno, de tu solemne inspiración henchido, al mundo vil y miserable olvido, y alzo la frente, de delicia lleno! ¿Dó está el alma cobarde que teme tu rugir...? Yo en ti me elevo al trono del Señor: oigo en las nubes el eco de su voz; siento a la tierra escucharle y temblar. Ferviente lloro desciende por mis pálidas mejillas, y su alta majestad trémulo adoro.
Himno del desterrado
Reina el sol, y las olas serenas corta en torno la prora triunfante, y hondo rastro de espuma brillante va dejando la nave en el mar. «¡Tierra!» claman: ansiosos miramos al confín del sereno horizonte, y a lo lejos descúbrese un monte... Le conozco... ¡Ojos tristes, llorad! es el Pan... En su falda respiran el amigo más fino y constante, mis amigas preciosas, mi amante... ¡Qué tesoros de amor tengo allí! Y más lejos, mis dulces hermanas, y mi madre, mi madre adorada, de silencio y dolores cercada se consume gimiendo por mí. Cuba, Cuba, que vida me diste, dulce tierra de luz y hermosura, ¡Cuánto sueño de gloria y ventura tengo unido a tu suelo feliz! ¡Y te vuelvo a mirar...! ¡Cuán severo hoy me oprime el rigor de mi suerte! la opresión me amenaza con muerte en los campos do al mundo nací: Mas ¿qué importa que truene el tirano? Pobre, sí, pero libre me encuentro: sola el alma del alma es el centro: ¿Qué es el oro sin gloria ni paz? Aunque errante y proscrito me miro y me oprime el destino severo, por el cetro del déspota ibero no quisiera mi suerte trocar. Pues perdí la ilusión de la dicha, dame ¡oh gloria! tu aliento divino. ¿Osaré maldecir mi destino, cuando aún puedo vencer o morir? Aun habrá corazones en Cuba que me envidien de mártir la suerte, y prefieran espléndida muerte a su amargo, azaroso vivir. De un tumulto de males cercado el patriota inmutable y seguro, o medita en el tiempo futuro, o contempla en el tiempo que fue, cual los Andes en luz inundados a las nubes superan serenos, escuchando a los rayos y truenos retumbar hondamente a su pie. ¡Dulce Cuba! en tu seno se miran en su grado más alto y profundo, la belleza del físico mundo, los horrores del mundo moral. Te hizo el Cielo la flor de la tierra: mas tu fuerza y destinos ignoras, y de España en el déspota adoras al demonio sangriento del mal. ¿Ya qué importa que al cielo te tiendas, de verdura perenne vestida, y la frente de palmas ceñida a los besos ofrezcas del mar. Si el clamor del tirano insolente, del esclavo el gemir lastimoso, y el crujir del azote horroroso se oye sólo en tus campos sonar? Bajo el peso del vicio insolente la virtud desfallece oprimida, y a los crímenes y oro vendida de las leyes la fuerza se ve. Y mil necios, que grandes se juzgan con honores al paso comprados, al tirano idolatran, postrados de su trono sacrílego al pie. ¿A la sangre teméis...? En las lides vale más derramarla a raudales, que arrastrarla en sus torpes canales entre vicios, angustias y horror. ¿Qué tenéis? Ni aun sepulcro seguro en el suelo infelice cubano. ¿Nuestra sangre no sirve al tirano para abono del suelo español? Vale más a la espada enemiga presentar el impávido pecho, que yacer de dolor en un lecho, y mil muertes muriendo sufrir. Que la gloria en las lides anima el ardor del patriota constante, y circunda con halo brillante de su muerte el momento feliz. Al poder el aliento se oponga, y a la muerte contraste la muerte: La constancia encadena la suerte; siempre vence quien sabe morir. Enlacemos un nombre glorioso de los siglos al rápido vuelo: Elevemos los ojos al cielo, y a los años que están por venir. Si es verdad que los pueblos no pueden existir sino en dura cadena, y que el Cielo feroz los condena a ignominia y eterna opresión, de verdad tan funesta mi pecho el horror melancólico abjura, por seguir la sublime locura de Washington y Bruto y Catón. ¡Cuba! al fin te verás libre y pura Como el aire de luz que respiras, Cual las ondas hirvientes que miras de tus playas la arena besar. Aunque viles traidores le sirvan, del tirano es inútil la saña, que no en vano entre Cuba y España tiende inmenso sus olas el mar.
Al popocatepetl
Tú que de nieve eterna coronado alzas sobre Anahuac la enorme frente, Tú de la indiana gente temido en otro tiempo y venerado, gran Popocatepetl, oye benigno el saludo humildoso que trémulo mi labio te dirige. Escucha al joven, que de verte ansioso y de admirar tu gloria, abandonara el seno de Managua delicioso. Te miro en fin: tus faldas azuladas contrastan con la nieve de tu cima, cual descuellas encima de las cándidas nubes que apiñadas están en torno de tu firme asiento: En vano el recio viento apartarlas intenta de tu lado. ¡Cuál de terror me llena el boquerón horrendo, do inflamado Tu pavoroso cóncavo respira! ¡Por donde ardiendo en ira mil torrentes de fuego vomitabas, y el fiero tlascalteca el ímpetu temiendo de tus lavas, ante tu faz postrado imploraba lloroso tu clemencia! ¡Cuán trémulo el cuitado ¡Quedábase al mirar tu seno ardiente centellas vomitar, que entre su gente firmísimos creían ser almas de tiranos, que a la tierra infeliz de ti venían! Y llegará tal vez el triste día en que del Etna imites los furores, y con fuertes hervores consigas derretir tu nieve fría, que en torrentes bajando el ancho valle inunde, y destrucción por él vaya sembrando. O bien la enorme espalda sacudiendo muestres tu horrible seno cuasi roto, y en fuerte terremoto vayas al Anahuac estremeciendo, y las grandes ciudades de tu funesta cólera al amago, con miserable estrago se igualen a la tierra en su ruina, y por colmo de horrores den inmenso sepulcro a sus anonadados moradores... ¡Ah! ¡nunca, nunca sea! ¡Nunca, oh sacro volcán, tanto te irrites! Lejos de mí tan espantosa idea. A tu vista mi ardiente fantasía por edades y tiempos va volando, y se acerca temblando a aquel funesto y pavoroso día en que Jehová con mano omnipotente la ruina de la tierra decretara. El Aquilón soberbio bramando con furor amontonara inmensidad de nubes tempestuosas, que con su multitud y su espesura la brillantez del sol oscurecieron: cuando sus senos húmedos abrieron el espumoso mar se vio aumentado, y entrando por la tierra presuroso, imaginó gozoso a su imperio por siempre sujetarla. Los hombres aterrados a los enhiestos árboles subían, mas allí no perdían su pánico terror: pues el Océano que fiero se estremece temiendo que la tierra se le huye, a todos los destruye en el asilo mismo que eligieron. Acaso dos monarcas enemigos que en pos corriendo de funesta gloria, sobrados materiales a la historia en bárbaros combates preparaban, al ver entonces el terrible aspecto de la celeste cólera, temblaron: En un sagrado templo guarecidos, de palidez cubiertos se abrazaron, y al punto sofocaron sus horrendos rencores en el pecho. Pero en el templo mismo los furores del mar les alcanzaban que con ellos y su odio sepultaban su reconciliación y su memoria. Revueltos entre sí los elementos, su terrible desorden anunciaba que el airado Criador sobre la tierra el peso de su cólera lanzaba. Tú entonces, del volcán genio invencible. El ruido de las ondas escuchaste, y al punto demostraste tu sorpresa y tu cólera terrible. cual sacude el anciano venerable su luenga barba y cabellera cana, tal tú con furia insana la nieve sacudiste que te adorna, y humo y llamas ardientes vomitando, airado alzaste la soberbia frente, y tembló fuertemente la tierra, aunque cubierta de los mares. Entonces dirigiste a la ondas la voz, y así dijiste: «¿Quién ha podido daros suficiente osadía, para que a vista mía mi imperio profanéis de aqueste modo? Volved atrás la temeraria planta, y no intentéis osadas penetrar mis mansiones, visitadas sólo del aire vagaroso y puro». Así dijiste, y de su seno oscuro con horrible murmurio respondieron las ondas a tu voz, y acobardadas al llegar a tus nieves eternales con respetuoso horror se detuvieron. De espumas y cadáveres hinchadas, mil horribles despojos arrastrando hasta tu pie venían, y humildes le besaban, y allí la furia horrenda contenían. Jehová entonces su mano levantando, dio así nuevos esfuerzos a las ondas, Que súbito se hincharon, y a pesar de tu rabia y tus bramidos a tus senos ardientes se lanzaron. Mas aun allí tu cólera temían, pues de tu ardiente cráter arrojadas, y en vapor transformadas, vencer tu resistencia no podían. Pero Jehová contuvo tus furores, y sobre tu cabeza con inmortal, divina fortaleza aglomeró las ondas espumosas. Viéndote ya vencido por el mar protegido de los cielos, en tu seno más hondo y escondido los fuegos inextintos ocultaste, con que tu claro imperio recobraste pasados los furores del diluvio. En tanto de tus senos anegados un negro vapor sube, que alzando al éter columnosa nube, al universo anuncia los estragos del húmedo elemento, de Jehová la venganza y la alta gloria, su tan fácil victoria, y tu debilidad y abatimiento. Después de la catástrofe horrorosa luengos siglos pasaste sosegado, temido y venerado de la insigne Tlaxcala belicosa. Jamás humana planta las nieves de tu cima profanara. Mas ¿qué no pudo hacer entre los hombres la ansia fatal de eternizar sus nombres? Mira tu faz el español osado, y temerario intenta penetrar tus misterios escondidos. El intrépido Ordaz se te presenta, y a tu nevada cúspide se arroja. en vano con bramidos le quisiste arredrar; entonces airado ostentas tu poder. Con mano fuerte procuras de tu espalda sacudirle, y haciéndole temer próxima muerte, por los aires despides mil y mil trozos de tu duro hielo, y amenazas con llamas abrasarle, y le encubres el cielo y la lejana tierra con pómez y volcánica ceniza que a fuer de lluvia bajo sí le entierra. Mas él, siempre animoso, ve tu furor con ánimo sereno: Holla tu nieve, y desde tu ancha boca mira con ansia tu hervoroso seno. Mil victorias y mil doquier lograba el español ejército valiente, pero ya finalmente la pólvora fulmínea les faltaba. Y su impávido jefe fabricarla con el azufre de tu seno quiere. Hablara así a sus huestes el grande hombre: «Eterno loor a aquel que se atreviere a acometer empresa de tal nombre». Así dice, y Montaño valeroso, la voz de honor oyendo que le anima, baja a tu ardiente sima, y tus frutos te arranca victorioso. ¿Con fuerza te estremeces? ¡ah! yo creo que a cólera mi labio te provoca. de tu anchurosa boca humo y sulfúrea llama salir veo. ¿Qué? ¿me quieres decir fiero y airado que sólo he numerado los terribles ultrajes que has sufrido? Basta, basta, oh volcán; ya temeroso el torpe labio sello; pero escucha mis súplicas piadoso: no quieras despiadado ser más temido siempre que admirado. Jamás enorme piedra de tus senos lanzada llene de espanto al labrador vecino; jamás lleve tu lava su camino a su fértil hacienda, ni derribes su rústica vivienda con tus fuertes y horribles convulsiones; que el inextinto fuego que en tu seno se guarda para siempre jamás quede en sosiego.
Al salto del Niágara
Templad mi lira, dádmela, que siento en mi alma estremecida y agitada arder la inspiración. ¡Oh! ¡cuánto tiempo en tinieblas pasó, sin que mi frente brillase con su luz...! Niágara undoso, tu sublime terror sólo podría tornarme el don divino, que ensañada me robó del dolor la mano impía. Torrente prodigioso, calma, calla tu trueno aterrador: disipa un tanto las tinieblas que en torno te circundan; déjame contemplar tu faz serena, y de entusiasmo ardiente mi alma llena. Yo digno soy de contemplarte: siempre lo común y mezquino desdeñando, ansié por lo terrífico y sublime. Al despeñarse el huracán furioso, al retumbar sobre mi frente el rayo, palpitando gocé: vi al Oceano, azotado por austro proceloso, combatir mi bajel, y ante mis plantas vórtice hirviente abrir, y amé el peligro. Mas del mar la fiereza en mi alma no produjo la profunda impresión que tu grandeza. Sereno corres, majestuoso; y luego en ásperos peñascos quebrantado, te abalanzas violento, arrebatado, como el destino irresistible y ciego. ¿Qué voz humana describir podría de la sirte rugiente la aterradora faz? El alma mía en vago pensamiento se confunde al mirar esa férvida corriente, que en vano quiere la turbada vista en su vuelo seguir al borde oscuro del precipicio altísimo: mil olas, cual pensamiento rápidas pasando, chocan, y se enfurecen, y otras mil y otras mil ya las alcanzan, y entre espuma y fragor desaparecen. ¡Ved! ¡llegan, saltan! El abismo horrendo devora los torrentes despeñados: Crúzanse en él mil iris, y asordados vuelven los bosques el fragor tremendo. En las rígidas peñas rómpese el agua: vaporosa nube con elástica fuerza llena el abismo en torbellino, sube, gira en torno, y al éter luminosa pirámide levanta, y por sobre los montes que le cercan al solitario cazador espanta. Mas ¿qué en ti busca mi anhelante vista con inútil afán? ¿Por qué no miro alrededor de tu caverna inmensa las palmas ¡ay! las palmas deliciosas, que en las llanuras de mi ardiente patria nacen del sol a la sonrisa, y crecen, y al soplo de las brisas del Océano, bajo un cielo purísimo se mecen? este recuerdo a mi pesar me viene... Nada ¡oh Niágara! falta a tu destino, ni otra corona que el agreste pino a tu terrible majestad conviene. La palma, y mirto, y delicada rosa, muelle placer inspiren y ocio blando en frívolo jardín: a ti la suerte guardó más digno objeto, más sublime. El alma libre, generosa, fuerte, viene, te ve, se asombra, el mezquino deleite menosprecia, y aun se siente elevar cuando te nombra. ¡Omnipotente Dios! En otros climas vi monstruos execrables, blasfemando tu nombre sacrosanto, sembrar error y fanatismo impío, los campos inundar en sangre y llanto, de hermanos atizar la infanda guerra, y desolar frenéticos la tierra. Vilos, y el pecho se inflamó a su vista en grave indignación. Por otra parte vi mentidos filósofos, que osaban escrutar tus misterios, ultrajarte, y de impiedad al lamentable abismo a los míseros hombres arrastraban. Por eso te buscó mi débil mente en la sublime soledad: ahora entera se abre a ti; tu mano siente en esta inmensidad que me circunda, y tu profunda voz hiere mi seno de este raudal en el eterno trueno. ¡Asombroso torrente! ¡Cómo tu vista el ánimo enajena, y de terror y admiración me llena! ¿Dó tu origen está? ¿Quién fertiliza por tantos siglos tu inexhausta fuente? ¿Qué poderosa mano hace que al recibirte no rebose en la tierra el Oceano? Abrió el Señor su mano omnipotente; cubrió tu faz de nubes agitadas, dio su voz a tus aguas despeñadas, y ornó con su arco tu terrible frente. ¡Ciego, profundo, infatigable corres, como el torrente oscuro de los siglos en insondable eternidad...! ¡Al hombre huyen así las ilusiones gratas, los florecientes días, y despierta al dolor...! ¡Ay! Agostada yace mi juventud; mi faz, marchita; y la profunda pena que me agita ruga mi frente, de dolor nublada. Nunca tanto sentí como este día mi soledad y mísero abandono y lamentable desamor... ¿Podría en edad borrascosa sin amor ser feliz? ¡Oh! ¡si una hermosa mi cariño fijase, y de este abismo al borde turbulento mi vago pensamiento y ardiente admiración acompañase! ¡Cómo gozara, viéndola cubrirse de leve palidez, y ser más bella en su dulce terror, y sonreírse al sostenerla mis amantes brazos...! ¡Delirios de virtud...! ¡Ay! ¡Desterrado, sin patria, sin amores, sólo miro ante mí llanto y dolores! ¡Niágara poderoso! ¡Adiós! ¡adiós! Dentro de pocos años ya devorado habrá la tumba fría a tu débil cantor. ¡Duren mis versos cual tu gloria inmortal! ¡Pueda piadoso viéndote algún viajero, dar un suspiro a la memoria mía! y al abismarse Febo en occidente, feliz yo vuele do el Señor me llama, y al escuchar los ecos de mi fama, alce en las nubes la radiosa frente.
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