Sobre el autor
José María Heredia (Santiago de Cuba, 31 de diciembre de 1803 ̶ Ciudad de México, 7 de mayo de 1839) es considerado uno de los iniciadores del Romanticismo en América y un poeta fundamental de la lengua española. Su poesía pletórica de sentimientos patrios y pensamiento independentista, y su vínculo con las luchas políticas en contra de la opresión, lo convierten en uno de los iniciadores del proceso revolucionario cubano.
Como homenaje literario en su aniversario luctuoso compartimos una selección de su obra poética.
Fragmentos de su obra
A Emilia
Desde el suelo fatal de su destierro
Tu triste amigo, Emilia deliciosa,
Te dirige su voz; su voz que un día
En los campos de Cuba florecientes
Virtud, amor y plácida esperanza
Cantó felice, de tu bello labio
Mereciendo sonrisa aprobadora,
Que satisfizo su ambición. Ahora
Sólo gemir podrá la triste ausencia
De todo lo que amó, y enfurecido
Tronar contra los viles y tiranos
Que ajan de nuestra patria desolada
El seno virginal. Su torvo ceño
Mostróme el despotismo vengativo
Y en torno de mi frente acumulada
Rugió la tempestad. Bajo tu techo
La venganza burlé de los tiranos.
Entonces tu amistad celeste, pura,
Mitigaba el horror a las insomnias
De tu amigo proscripto y sus dolores.
Me era dulce admirar tus formas bellas
Y atender a tu acento regalado,
Cual lo es al miserable encarcelado
El aspecto del cielo y las estrellas.
Horas indefinibles, inmortales,
De angustia tuya y de peligro mío,
¡Cómo volaron! Extranjera nave
Arrebatóme por el mar sañudo,
Cuyas oscuras turbulentas olas
Me apartan ya de playas españolas.
Heme libre por fin: heme distante
De tiranos y siervos. Mas, Emilia,
¡Qué mudanza cruel! Enfurecido
Brama el viento invernal: sobre sus alas
Vuela y devora el suelo desecado
El yelo punzador. Espesa niebla
Vela el brillo del sol y cierra el cielo
Que en dudoso horizonte se confunde
Con el oscuro mar. Desnudos gimen
Por doquiera los árboles la saña
Del viento azotador. Ningún ser vivo
Se ve en los campos. Soledad inmensa
Reina, y desolación, y el mundo yerto
Sufre de invierno cruel la tiranía.
¿Y es ésta la mansión que trocar debo
Por los campos de luz, el cielo puro,
La verdura inmortal y eternas flores
Y las brisas balsámicas del clima
En que el primero sol brilló a mis ojos
Entre dulzura y paz…? Estremecido
Me detengo, y agólpanse a mis ojos
Lágrimas de furor… ¿Qué importa? Emilia,
Mi cuerpo sufre, pero mi alma fiera
Con noble orgullo y menosprecio aplaude
Su libertad.
Mis ojos doloridos
No verán ya mecerse de la palma
La copa gallardísima, dorada
Por los rayos del sol en occidente;
Ni a la sombra de plátano sonante
El ardor burlaré de mediodía,
Inundando mi faz en la frescura
Que espira el blando céfiro. Mi oído,
En lugar de tu acento regalado,
O del eco apacible y cariñoso
De mi madre, mi hermana y mis amigas,
Tan sólo escucha de extranjero idioma
Los bárbaros sonidos: pero al menos
No lo fatiga del tirano infame
El clamor insolente, ni el gemido
Del esclavo infeliz, ni del azote
El crujir execrable, que emponzoñan
La atmósfera de Cuba.
¡Patria mía,
Idolatrada patria!, tu hermosura
Goce el mortal en cuyas torpes venas
Gire con lentitud la yerta sangre,
Sin alterarse al grito lastimoso
De la opresión. En medio de tus campos
De luz vestidos y genial belleza,
Sentí mi pecho férvido agitado
Por el dolor, como el Océano brama
Cuando le azota el norte. Por las noches,
Cuando la luz de la callada luna
Y del limón el delicioso aroma
Llevado en alas de la tibia brisa
A voluptuosa calma convidaban,
Mil pensamientos de furor y saña
Entre mi pecho hirviendo me nublaban
El congojado espíritu y el sueño
En mi abrasada frente no tendía
Sus alas vaporosas.
De mi patria
Bajo el hermoso desnublado cielo
No pude resolverme a ser esclavo,
Ni consentir que todo en la Natura
Fuese noble y feliz, menos el hombre.
Miraba ansioso al cielo y a los campos
Que en derredor callados se tendían
Y en mi lánguida frente se veían
La palidez mortal y la esperanza.
Al brillar mi razón su amor primero
Fue la sublime dignidad del hombre,
Y al murmurar de «Patria» el dulce nombre
Me llenaba de horror el extranjero.
¡Pluguiese al Cielo, desdichada Cuba,
Que tu suelo tan sólo produjese
Hierro y soldados! ¡La codicia ibera
No tentáramos, no! Patria dorada,
De tus bosques el aura embalsamada
Es al valor, a la virtud funesta.
¿Cómo viendo tu sol radioso, inmenso,
No se inflama en los pechos de tus hijos
Generoso valor contra los viles
Que te oprimen audaces y devoran?
¡Emilia!, ¡dulce Emilia!, la esperanza
De inocencia, de paz y de ventura
Acabó para mí. ¿Qué gozo resta
Al que desde la nave fugitiva
En el triste horizonte de la tarde
Hundirse vio los montes de su patria
Por la postrera vez? A la mañana
Alzóse el sol, y me mostró desiertos
El firmamento y mar…
¡Oh!, ¡cuán odiosa
Me pareció la mísera existencia!
Bramaba en torno la tormenta fiera
Y yo sentado en la agitada popa
Del náufrago bajel, triste y sombrío,
Los torvos ojos en el mar fijando,
Meditaba de Cuba en el destino
Y en sus tiranos viles, y gemía,
Y de rubor y cólera temblaba
Mientras el viento en derredor rugía
Y mis sueltos cabellos agitaba.
¡Ah!, también otros mártires… ¡Emilia!
Doquier me sigue en ademán severo
Del noble Hernández la querida imagen.
¡Eterna paz a tu injuriada sombra,
Mi amigo malogrado! Largo tiempo
El gran flujo y reflujo de los años
Por Cuba pasará sin que produzca
Otra alma cual la tuya, noble y fiera.
¡Víctima de cobardes y tiranos,
Descansa en paz! Si nuestra patria ciega
Su largo sueño sacudiendo llega
A despertar a libertad y gloria,
Honrará como debe tu memoria.
¡Presto será que refulgente aurora
De libertad sobre su puro cielo
Mire Cuba lucir! Tu amigo, Emilia,
De hierro fiero y de venganza armado
A verte volverá, y en voz sublime
Entonará de triunfo el himno bello.
Mas si en las lides enemiga fuerza
Me postra ensangrentado, por lo menos
No obtendrá mi cadáver tierra extraña
Y regado en mi féretro glorioso
Por el llanto de vírgenes y fuertes
Me adormiré. La universal ternura
Excitaré dichoso, y enlazada
Mi lira de colores con mi espada
Coronarán mi noble sepultura.
Himno del desterrado
Reina el sol, y las olas serenas
Corta en torno la prora triunfante,
Y hondo rastro de espuma brillante
Va dejando la nave en el mar.
«¡Tierra!» claman: ansiosos miramos
Al confín del sereno horizonte,
Y a lo lejos descúbrese un monte…
Le conozco… ¡Ojos tristes, llorad!
Es el Pan… En su falda respiran
El amigo más fino y constante,
Mis amigas preciosas, mi amante…
¡Qué tesoros de amor tengo allí!
Y más lejos, mis dulces hermanas,
Y mi madre, mi madre adorada,
De silencio y dolores cercada
Se consume gimiendo por mí.
Cuba, Cuba, que vida me diste,
Dulce tierra de luz y hermosura,
¡Cuánto sueño de gloria y ventura
Tengo unido a tu suelo feliz!
¡Y te vuelvo a mirar…! ¡Cuán severo
Hoy me oprime el rigor de mi suerte!
La opresión me amenaza con muerte
En los campos do al mundo nací:
Mas, ¿qué importa que truene el tirano?
Pobre, sí, pero libre me encuentro:
Sola el alma del alma es el centro:
¿Qué es el oro sin gloria ni paz?
Aunque errante y proscripto me miro
Y me oprime el destino severo
Por el cetro del déspota ibero
No quisiera mi suerte trocar.
Pues perdí la ilusión de la dicha
Dame, ¡oh gloria!, tu aliento divino.
¿Osaré maldecir mi destino
Cuando puedo vencer o morir?
Aún habrá corazones en Cuba
Que me envidien de mártir la suerte
Y prefieran espléndida muerte
A su amargo, azaroso vivir.
De un tumulto de males cercado
El patriota inmutable y seguro
O medita en el tiempo futuro
O contempla en el tiempo que fue
Cual los Andes en luz inundados
A las nubes superan serenos,
Escuchando a los rayos y truenos
Retumbar hondamente a su pie.
¡Dulce Cuba!, en tu seno se miran
En su grado más alto y profundo
Las bellezas del físico mundo,
Los horrores del mundo moral.
Te hizo el Cielo la flor de la tierra:
Mas tu fuerza y destinos ignoras
Y de España en el déspota adoras
Al demonio sangriento del mal.
¿Ya qué importa que al cielo te tiendas
De verdura perenne vestida
Y la frente de palmas ceñida
A los besos ofrezcas del mar,
Si el clamor del tirano insolente,
Del esclavo el gemir lastimoso
Y el crujir del azote horroroso
Se oye sólo en tus campos sonar?
Bajo el peso del vicio insolente
La virtud desfallece oprimida,
Y a los crímenes y oro vendida
De las leyes la fuerza se ve.
Y mil necios, que grandes se juzgan
Con honores al peso comprados,
Al tirano idolatran, postrados
De su trono sacrílego al pie.
Al poder el aliento se oponga
Y a la muerte contraste la muerte:
La constancia encadena la suerte;
Siempre vence quien sabe morir.
Enlacemos un nombre glorioso
De los siglos al rápido vuelo:
Elevemos los ojos al cielo
Y a los años que están por venir.
Vale más a la espada enemiga
Presentar el impávido pecho,
Que yacer de dolor en un lecho
Y mil muertes muriendo sufrir.
Que la gloria en las lides anima
El ardor del patriota constante
Y circunda con halo brillante
De su muerte el momento feliz.
¿A la sangre teméis…? En las lides
Vale más derramarla a raudales
Que arrastrarla en sus torpes canales
Entre vicios, angustias y horror.
¿Qué tenéis? Ni aun sepulcro seguro
En el suelo infelice cubano.
¿Nuestra sangre no sirve al tirano
Para abono del suelo español?
Si es verdad que los pueblos no pueden
Existir sino en dura cadena
Y que el Cielo feroz los condena
A ignominia y eterna opresión,
De verdad tan funesta mi pecho
El horror melancólico abjura,
Por seguir la sublime locura
De Washington y Bruto y Catón.
¡Cuba!, al fin te verás libre y pura
Como el aire de luz que respiras,
Cual las ondas hirvientes que miras
De tus playas la arena besar.
Aunque viles traidores le sirvan
Del tirano es inútil la saña,
Que no en vano entre Cuba y España
Tiende inmenso sus olas el mar.
Niágara
Dadme mi lira, dádmela, que siento
En mi alma estremecida y agitada
Arder la inspiración. ¡Oh!, ¡cuánto tiempo
En tinieblas pasó sin que mi frente
Brillase con su luz…! Niágara undoso,
Tu sublime terror sólo podría
Tornarme el don divino, que ensañada
Me robó del dolor la mano impía.
Torrente prodigioso, calma, calla
Tu trueno aterrador: disipa un tanto
Las tinieblas que en torno te circundan;
Déjame contemplar tu faz serena,
Y de entusiasmo ardiente mi alma llena.
Yo digno soy de contemplarte: siempre
Lo común y mezquino desdeñando
Ansié por lo terrífico y sublime.
Al despeñarse el huracán furioso,
Al retumbar sobre mi frente el rayo,
Palpitando gocé: vi al Océano
Azotado por austro proceloso
Combatir mi bajel, y ante mis plantas
Vórtice hirviente abrir, y amé el peligro.
Mas del mar la fiereza
En mi alma no produjo
La profunda impresión que tu grandeza.
Sereno corres, majestuoso; y luego
En ásperos peñascos quebrantado
Te abalanzas violento, arrebatado,
Como el destino irresistible y ciego.
¿Qué voz humana describir podría
De la sirte rugiente
La aterradora faz? El alma mía
En vago pensamiento se confunde
Al mirar esa férvida corriente,
Que en vano quiere la turbada vista
En su vuelo seguir al borde oscuro
Del precipicio altísimo: mil olas,
Cual pensamiento rápidas pasando
Chocan, y se enfurecen
Y otras mil y otras mil ya las alcanzan,
Y entre espuma y fragor desaparecen.
¡Ved!, ¡llegan, saltan! El abismo horrendo
Devora los torrentes despeñados:
Crúzanse en él mil iris, y asordados
Vuelven los bosques el fragor tremendo.
En las rígidas peñas
Rómpese el agua: vaporosa nube
Con elástica fuerza
Llena el abismo en torbellino, sube,
Gira en torno, y al éter
Luminosa pirámide levanta,
Y por sobre los montes que le cercan
Al solitario cazador espanta.
Mas ¿qué en ti busca mi anhelante vista
Con inútil afán? ¿Por qué no miro
Alrededor de tu caverna inmensa
Las palmas ¡ay! las palmas deliciosas
Que en las llanuras de mi ardiente patria
Nacen del sol a la sonrisa, y crecen
Y al soplo de las brisas del Océano
Bajo un cielo purísimo se mecen?
Este recuerdo a mi pesar me viene…
Nada, ¡oh Niágara!, falta a tu destino
Ni otra corona que el agreste pino
A tu terrible majestad conviene.
La palma, y mirto, y delicada rosa,
Muelle placer inspiren y ocio blando
En frívolo jardín: a ti la suerte
Guardó más digno objeto, más sublime.
El alma libre, generosa, fuerte,
Viene, te ve, se asombra,
El mezquino deleite menosprecia,
Y aun se siente elevar cuando te nombra.
¡Omnipotente Dios! En otros climas
Vi monstruos execrables
Blasfemando tu nombre sacrosanto
Sembrar error y fanatismo impío,
Los campos inundar en sangre y llanto,
De hermanos atizar la infanda guerra
Y desolar frenéticos la tierra.
Vilos, y el pecho se inflamó a su vista
En grave indignación. Por otra parte
Vi mentidos filósofos que osaban
Escrutar tus misterios, ultrajarte,
Y de impiedad al lamentable abismo
A los míseros hombres arrastraban.
Por eso te buscó mi débil mente
En la sublime soledad: ahora
Entera se abre a ti; tu mano siente
En esta inmensidad que me circunda,
Y tu profunda voz hiere mi seno
De este raudal en el eterno trueno.
¡Asombroso torrente!
¡Cómo tu vista el ánimo enajena
Y de terror y admiración me llena!
¿Dó tu origen está? ¿Quién fertiliza
Por tantos siglos tu inexhausta fuente?
¿Qué poderosa mano
Hace que al recibirte
No rebose en la tierra el Océano?
Abrió el Señor su mano omnipotente;
Cubrió tu faz de nubes agitadas,
Dio su voz a tus aguas despeñadas
Y ornó con su arco tu terrible frente.
¡Ciego, profundo, infatigable corres
Como el torrente oscuro de los siglos
En insondable eternidad…! ¡Al hombre
Huyen así las ilusiones gratas,
Los florecientes días,
Y despierta al dolor…! ¡Ay!, agostada
Yace mi juventud; mi faz, marchita;
Y la profunda pena que me agita
Ruga mi frente, de dolor nublada.
Nunca tanto sentí como este día
Mi soledad y mísero abandono
Y lamentable desamor… ¿Podría
En edad borrascosa
Sin amor ser feliz? ¡Oh!, ¡si una hermosa
Mi cariño fijase
Y de este abismo al borde turbulento
Mi vago pensamiento
Y ardiente admiración acompañase!
¡Cómo gozara, viéndola cubrirse
De leve palidez, y ser más bella
En su dulce terror, y sonreírse
Al sostenerla mis amantes brazos…!
¡Delirios de virtud…! ¡Ay! ¡Desterrado,
Sin patria, sin amores,
Sólo miro ante mí llanto y dolores!
¡Niágara poderoso!
¡Adiós!, ¡adiós! Dentro de pocos años
Ya devorado habrá la tumba fría
A tu débil cantor. ¡Duren mis versos
Cual tu gloria inmortal! ¡Pueda piadoso
Viéndote algún viajero
Dar un suspiro a la memoria mía!
Y al abismarse Febo en occidente
Feliz yo vuele do el Señor me llama,
Y al escuchar los ecos de mi fama
Alce en las nubes la radiosa frente.
En el teocalli de Cholula¡Cuánto es bella la tierra que habitaban
Los aztecas valientes! En su seno,
En una estrecha zona concentrados,
Con asombro se ven todos los climas.
Cubren a par de las doradas mieses
Que hay desde el Polo al Ecuador sus llanos
Las cañas deliciosas. El naranjo
Y la piña y el plátano sonante,
Hijos del suelo equinoccial, se mezclan
A la frondosa vid, al pino agreste,
Y de Minerva el árbol majestuoso.
Nieve eternal corona las cabezas
De Iztaccihuatl purísimo, Orizaba
Y Popocatepetl, sin que el invierno
Toque jamás con destructora mano
Los campos fertilísimos, do ledo
Los mira el indio en púrpura ligera
Y oro teñirse, reflejando el brillo
Del sol en occidente, que sereno
En yelo eterno y perennal verdura
A torrentes vertió su luz dorada,
Y vio a Naturaleza conmovida
Con su dulce calor hervir en vida.
Era la tarde; su ligera brisa
Las alas en silencio ya plegaba
Y entre la hierba y árboles dormía,
Mientras el ancho sol su disco hundía
Detrás de Iztaccihuatl. La nieve eterna,
Cual disuelta en mar de oro, semejaba
Temblar en torno de él; un arco inmenso
Que del empíreo en el cenit finaba,
Como espléndido pórtico del cielo,
De luz vestido y centellante gloria
De sus últimos rayos recibía
Los colores riquísimos. Su brillo
Desfalleciendo fue; la blanca luna
Y de Venus la estrella solitaria
En el cielo desierto se veían.
¡Crepúsculo feliz! Hora más bella
Que la alma noche o el brillante día,
¡Cuánto es dulce tu paz al alma mía!
Hallábame sentado en la famosa
Choluteca pirámide. Tendido
El llano inmenso que ante mí yacía,
Los ojos a espaciarse convidaba.
¡Qué silencio! ¡Qué paz! ¡Oh! ¿Quién diría
Que en estos bellos campos reina alzada
La bárbara opresión, y que esta tierra
Brota mieses tan ricas, abonada
Con sangre de hombres, en que fue inundada
Por la superstición y por la guerra…?
Bajó la noche en tanto. De la esfera
El leve azul, oscuro y más oscuro
Se fue tornando; la movible sombra
De las nubes serenas, que volaban
Por el espacio en alas de la brisa,
Era visible en el tendido llano.
Iztaccihuatl purísimo volvía
Del argentado rayo de la luna
El plácido fulgor, y en el oriente,
Bien como puntos de oro centellaban
Mil estrellas y mil… ¡Oh! ¡Yo os saludo,
Fuentes de luz, que de la noche umbría
Ilumináis el velo
Y sois del firmamento poesía!
Al paso que la luna declinaba
Y al ocaso fulgente descendía,
Con lentitud la sombra se extendía
Del Popocatepetl, y semejaba
Fantasma colosal. El arco oscuro
A mí llegó, cubrióme, y su grandeza
Fue mayor y mayor, hasta que al cabo
En sombra universal veló la tierra.
Volví los ojos al volcán sublime
Que velado en vapores transparentes
Sus inmensos contornos dibujaba
De occidente en el cielo.
¡Gigante del Anáhuac!, ¿cómo el vuelo
De las edades rápidas no imprime
Alguna huella en tu nevada frente?
Corre el tiempo veloz, arrebatando
Años y siglos, como el norte fiero
Precipita ante sí la muchedumbre
De las olas del mar. Pueblos y reyes
Viste hervir a tus pies, que combatían
Cual hora combatimos, y llamaban
Eternas sus ciudades, y creían
Fatigar a la tierra con su gloria.
Fueron: de ellos no resta ni memoria.
¿Y tú eterno serás? Tal vez un día
De tus profundas bases desquiciado
Caerás; abrumará tu gran ruina
Al yermo Anáhuac; alzaránse en ella
Nuevas generaciones, y orgullosas,
Que fuiste negarán…
Todo perece
Por la ley universal. Aun este mundo
Tan bello y tan brillante que habitamos
Es el cadáver pálido y deforme
De otro mundo que fue…
En tal contemplación embebecido
Sorprendióme el sopor. Un largo sueño
De glorias engolfadas y perdidas
En la profunda noche de los tiempos
Descendió sobre mí. La agreste pompa
De los reyes aztecas desplegóse
A mis ojos atónitos. Veía
Entre la muchedumbre silenciosa
De emplumados caudillos levantarse
El déspota salvaje en rico trono
De oro, perlas y plumas recamado;
Y al son de caracoles belicosos
Ir lentamente caminando al templo
La vasta procesión, do la aguardaban
Sacerdotes horribles, salpicados
Con sangre humana rostros y vestidos.
Con profundo estupor el pueblo esclavo
Las bajas frentes en el polvo hundía,
Y ni mirar a su señor osaba,
De cuyos ojos férvidos brotaba
La saña del poder.
Tales ya fueron
Tus monarcas, Anáhuac, y su orgullo,
Su vil superstición y tiranía
En el abismo del no ser se hundieron.
Sí, que la muerte, universal señora,
Hiriendo a par al déspota y esclavo,
Escribe la igualdad sobre la tumba.
Con su manto benéfico el olvido
Tu insensatez oculta y tus furores
A la raza presente y la futura.
Esta inmensa estructura
Vio a la superstición más inhumana
En ella entronizarse. Oyó los gritos
De agonizantes víctimas, en tanto
Que el sacerdote, sin piedad ni espanto,
Les arrancaba el corazón sangriento;
Miró el vapor espeso de la sangre
Subir caliente al ofendido cielo
Y tender en el sol fúnebre velo,
Y escuchó los horrendos alaridos
Con que los sacerdotes sofocaban
El grito del dolor.
Muda y desierta
Ahora te ves, pirámide. ¡Más vale
Que semanas de siglos yazcas yerma,
Y la superstición a quien serviste
En el abismo del infierno duerma!
A nuestros nietos últimos, empero,
Sé lección saludable y hoy al hombre
Que ciego en su saber fútil y vano
Al cielo, cual Titán truena orgulloso,
Sé ejemplo ignominioso
De la demencia y del furor humano.
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