“Esta Isla es un paraíso. Cuba. Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba”, escribe Federico García Lorca, desde La Habana de 1930, a sus padres y hermanos. Y en el hotel La Unión, en la esquina de Cuba y Amargura, donde se alojaba, el musicógrafo español Adolfo Salazar lo sorprende recostado en la cama rodeado de doce o catorce adolescentes a los que lee sus poemas de Nueva York, le dice: “¿Has visto? ¿Has visto? ¡La Habana es una maravilla! Es Cádiz, es Málaga, es Huelva. ¡Qué grande es España!”.
Porque Lorca, como buen europeo, más que valorar, compara. La Habana se le antoja con todo el amarillo de Cádiz, el rosa de Sevilla tirando a carmín y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez. Sus amigos le escuchan decir que la ciudad huele a trópico fresco, que el color de la piel de la mulata cubana le recuerda al de la magnolia seca. El cielo le trae a la memoria el de Málaga… Advierte Lorca detalles pequeños e intrascendentes que casi todos pasan por alto. En verdad, La Habana será para él un Cádiz muy grande, con mucho calor y gente que habla muy alto.
Invitado por Fernando Ortiz, el poeta Federico García Lorca llegó a Cuba el 7 de marzo de 1930. Estuvo aquí hasta el 12 de junio del mismo año. Para entonces, el Capitolio había sido inaugurado y el Hotel Nacional no tardaría en abrir sus puertas. La Carretera Central era una realidad y el Paseo del Prado era ya como fue después. Los anuncios turísticos enfatizaban que el encanto de la ciudad radicaba en la forma en que modernidad y tradición se conciliaban en ella. Había té, bailables en el hotel Almendares, cenas al aire libre en el Chateau Madrid, platos exquisitos en el Upper Deck del hotel Royal Palm, revistas internacionales al estilo parisino en el cabaret Montmartre y bailes y juegos de azar en el Casino Nacional del Country Club… en un país roído por el hambre, y donde los hospitales tenían presupuesto para 6800 internados y debían albergar a casi 9000 enfermos.
En esa Habana de Federico García Lorca estaban también el ya aludido Adolfo Salazar y el poeta y ensayista Luis Cardoza Aragón, el compositor ruso Sergio Prokofiev, a quien Lorca escuchó en los conciertos que auspició Pro Arte Musical, y el pintor español Gabriel García Maroto, su conocido desde mucho antes. Se hallaba aquí, asimismo, el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob, que presumiría después de un idilio con Federico, romance que a Cardoza Aragón le pareció siempre muy poco probable.
Lorca, Cardoza y Barba Jacob se conocieron una tarde en el bufete de Juan Marinello, frente a la Plaza de San Juan de Dios. Durante el encuentro, Federico habló hasta por los codos, fue el centro de la tertulia, mientras que Barba Jacob, tan locuaz siempre, guardaba un silencio impenetrable. Fumaba en exceso y lucía muy inquieto. Se veía a las claras que le molestaban las simpatías que Lorca despertaba en sus oyentes y, más que nada, verse relegado. Ya en la calle, quisieron refrescar en algún sitio y se dirigieron a una cervecería donde ordenaron tres grandes vasos de cerveza.
En el establecimiento, los atendió un mocetón español, posiblemente gallego, alto y bien plantado. En un encuentro con este cronista, Cardoza recordaba que Barba Jacob y Lorca comenzaron a importunar al muchacho, a piropearlo hasta que en el momento en que el mozo se acercó para responder al pedido de otros tres vasos de cerveza, el poeta colombiano Barba Jacob lo agarró de un brazo y le propinó una tremenda mordida. Con una agilidad increíble, el hombre saltó sobre el mostrador y sin dar tiempo a Cardoza a reponerse de la sorpresa del mordisco ni a reaccionar, se mostraba dispuesto a golpear a Barba y a Lorca.
Cardoza se arriesgó a interceder como pudo. Explicó que eran gente importante y valiosa, intelectuales extranjeros que estaban invitados en La Habana; él mismo, precisó, era el cónsul general de Guatemala en la Isla.
Por suerte, evocaba Luis Cardoza Aragón, el incidente no pasó a mayores. Pero los tres intelectuales tuvieron que abandonar la cervecería perseguidos por los gritos infamantes que profería el agraviado, aquel mocetón español, posiblemente gallego, alto y bien plantado. “¡Salgan de aquí, sodomitas!”, gritaba el sujeto.
Bueno, refería Cardoza, en realidad empleaba un sustantivo mucho más sonoro y contundente.
Foto tomada del Centro Virtual Cervantes
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