Sobre el autor
Marguerite Yourcenar (Bruselas 8 de junio de 1903 – Maine 17 de diciembre de 1987) Poetisa, novelista, autora de teatro y traductora belga.
Su amplia producción, densa, culta y de cariz reflexivo y crítico, que sondea el pasado —familiar, mitológico o histórico— se detiene en realidad en la recreación de hechos interiores evocados más allá del tiempo y el espacio, envueltos en una arrasadora intimidad que le imprime el pulso de la pasión con que han sido diseñados. Su estilo profundo y lírico nos ofrece una personal visión de la problemática humana contemporánea, centrándose en temas que a menudo resultaron controvertidos: la homosexualidad, la androginia, el poder, la dialéctica entre la dimensión racional y la irracional, el duelo eros–tánatos, la mística oriental y la búsqueda de la verdad universal.
Aunque alcanzó reconocimiento por su obra cumbre Memorias de Adriano publicada en 1951, su primera obra, el poemario dialogado El jardín de las quimeras, vio la luz en 1919 cuando solo tenía 16 años, al que siguieron otros como Los dioses no están muertos (1922). A la par de la narrativa y la poesía, desarrolló una amplia obra ensayística de la que vale mencionar su Presentación crítica de Constantin Cavafy (1958) y Mishima o la Visión del Vacío (1980); asimismo son relevantes sus traducciones de la obra de autores como Virginia Woolf y Henry James.
Como homenaje en el aniversario 35 de su fallecimiento, compartimos una selección de su obra poética.
Fragmentos de su obra
Yo he visto un ciervo…
Yo he visto un ciervo Atrapado en la nieve. He visto en el lago Flotar a un ahogado. He visto en la playa Una concha seca. He visto en las aguas Pájaros temblando. A los malditos serviles He visto en las ciudades. He visto en las llanuras El humo del odio. He visto en el mar El sol amargo. En el cielo he visto Pasar este siglo. En el espacio he visto Insondables ojos. He visto en mi alma La ceniza y la llama. Un negro dios vencer En mi corazón he visto.
Ni ampararse del día bajo el árbol de nieblas…
Ni ampararse del día bajo el árbol de nieblas, Ni morder el verano en las frutas dormido, Ni besar en los labios lentos de tinieblas Al muerto evaporado y vano de haber sido. Ni penetrar el centro del álgebra frío, Ni en el vacío clavar la máscara infinita. Ni sembrar el olvido en el glorioso río Y derramar la nada en la tumba bendita. Ni rozar, Amor mío, tu boca entregada, Ni su deseo quemar sin la llama esperada, Ni arrastrar en el cuerpo rendido la herida. Ni rezar con las manos juntas de la pena, Pero traer consigo en la noche serena El hondo corazón donde sangró la vida.
Me acosté lentamente en la playa de arena…
1. Me acosté lentamente en la playa de arena Donde el mundo se gasta con áridas dulzuras Y a la hora asombrada en que los astros nacen Del nácar de sus sueños sobre sus cuerpos largos, Vi venir hacia mí mis hermanas Sirenas. Vi venir hacia mí mis locas hermanas de la orilla Que cantan por la noche en un lúgubre coro; Amantes sin amor, cautivas para siempre, Que nunca en el gemido hondo o en los senos fríos Sintieron bramar secreto el fuego de un corazón. Me pedían del alma ese trozo candente, Estremecido adentro como un pequeño ser; Esa péndola viva hecha de sombra y fuego, Lanzadera de un telar que a cada instante Tejiendo sangre desfallece y se acelera. Me pedían su parte de esa entraña Que dilata nuestros votos incumplidos, A fin de que el ahogado, el grumete o el corsario Encuentren bajo el agua verde y la sal que macera, El amor y el calor de las camas profundas. Querían ese corazón para sufrir y saber Los cantos del dolor y sus sollozos roncos, Y comprender por qué cuando amanece el día Revelando el naufragio y la barca vacía, La mujer del marino acude a la rompiente. Cedí, temblando, al llanto de sus ojos transparentes, A sus enamorados gritos de sombras y rumor; Entre sus dedos lascivos y sus anillos de perlas Vi mi corazón hundirse en la cavidad negra de las olas y en el abismo del viento donde va lo que muere. Lo vi descender el pozo de las tormentas, Abrirse como un loto en las aguas tranquilas, Bailar en las olas, rebotar en las crestas, Y en hilos centelleantes que detiene el temblor, Engancharse al cabello de las cañas gimiendo. Vi su sangre tibia manchar el mar inmenso Como un sol herido que naufraga victorioso Dejando por detrás la nada y la demencia; Lo vi tragado por la noche que comienza Y luego ya no vi más lo que era mi corazón. 2. En los inquietos bosques vibrantes de batidas, Por los jardines ebrios donde sube el jazmín, Sellando con el dedo sus quejidos callados, Vi venir hacia mí una legión de estatuas; El mármol y el metal me tomaron la mano. En los templos dorados donde sombríos ídolos Miran con sus ojos de zafiro hacia el mar, Un suspiro, como el escalofrío de una góndola, alargado, Alzaba en sus senos pesadas girándulas; Todas, con sus hermosos ojos amargos, me miraban. En las simas de los montes, en los tajos de Carrara, El mármol bruto bajo mi paso gritaba; El jaspe, el ágata y los pórfidos raros Por el salvaje escultor al taller arrastrados, La desesperanza de no ser me decían. Sufrían de ignorar los nombres que tenían, De no saber qué César o qué Rey pasivamente Serían sobre las puertas de Roma; Qué olvidado maestro en este infierno del hombre Como una afrenta al tiempo, en ellos, seguiría Los dioses griegos sufrían de su belleza vacía, Cansados del incienso invisible alrededor; La dulce tibieza de las tardes no llenaba sus venas y en sus lívidas frentes de apio y de verbena Ceñía el dolor de ser sin haberlo sabido. Los dioses me pedían mi alma inagotable Que de ellos como una fuente refulgente manaría, Para que el fiel en la arena arrodillado, Viendo al fin sonreír sus máscaras secretas, Abra los brazos, se regocije y se yerga embelesado; Para poder de pronto escuchar a los que rezan O burlarse en voz baja del tonto adorador, Desplegar sobre el mundo sus ojos de diamantes, y hastiados de la impostura y de la idolatría Castigar al sacerdote y golpear al escultor. Pegué entonces mi boca a sus labios severos, Al mármol en mi abrazo ardiendo ya; Mi alma de temores, de quebrantos, de fiebres, En esos duros cuerpos que el orfebre pulió, Entera y con todo su pasado se alejó. Viudo de mi alma mi cuerpo vagaba por la extensión, Insensible a las señales del viento melodioso; Como una lámpara de oro en vano suspendida Cuyo aceite, gota a gota, para siempre se virtió, Para animar a los dioses mi alma me abandonó. 3. Iba cabizbajo bordeando el cementerio, Merodeaban los gritos de los chacales, discordes, Y del fondo de las tumbas y la cumbre de las cúpulas Estirando hacia mis hombros sus manos borradas, Los muertos me pedían entregarles mi cuerpo. Reclamaban de mí el amalgama de átomos Que sirve de soporte al furor del deseo; El caballo galopando en el reino de la carne, Montado sin cesar por jinetes fantasmas, Que masca babeando la sal del placer caliente. Los avaros rondando por las cisternas vacías, Donde enmohecen todavía sus tesoros escondidos, Deseaban mis largas manos en sus ávidas faenas: En las pilas del oro reluciente y de la plata opaca, Pesadas ahora para sus sueños vanos. Reclamaban de mí a fin de beber mi boca, Mi voz para divulgar la profecía de los muertos; Como el héroe engañado que maldice su gloria, Saciados de beber del copón el vino puro, Los santos, para condenarse, necesitaban un cuerpo. Y como en los cerdos de Asia, los demonios, Traicioneros de una dicha que compraron muy caro, Famélicos desmedidos e insaciables, Desde el fondo de su sueño llorando su delirio, Los muertos me asaltaron y habitaron mi carne. Movieron mi cuerpo sin temor entregado, Mordieron con mi boca anzuelos turbios, Rodeando sus deseos anudaron mi abrazo, Por donde yo pasaba sus huellas imprimieron Y a camas desconocidas me arrastraron. 4. Lo que yo creí mío se disuelve y vacila, Se desatan por dentro los nudos sin morir; Como el canto de un violoncelo se evade y se extiende en el aire, amortiguado, y se derrama, Solamente me encuentro si me busco por fuera. ¡Templos griegos, callad! ¡Callad, catacumbas! ¡Que no narren las altas olas alteradas! ¡Muertos amordazados en la prisión de las tumbas Callad completamente bajo la lluvia del llanto! ¡Dioses! ¡Guardad mi secreto al hablar con el viento! Testigo desesperado de mis metamorfosis, Sin poder alcanzar el ser que una vez fui, Como se busca un perfume en el corazón de las rosas La muerte para encontrarme excavando las cosas, En único mendigo rechazado se convierte. Que vaya, si es necesario, a pedirle a las Sirenas Mi corazón voluptuoso abandonado a las olas. Frustré la absolución y los fúnebres cantos; Como un nardo sobre el pecho de las Reinas derramado, Existo eternamente en lo que di.
Las mujeres de mi país llevan sobre los hombros un yugo…
Las mujeres de mi país llevan sobre los hombros un yugo; Su corazón pesado y lento oscila entre esos dos polos; A cada paso, dos grandes baldes de leche chocan Uno con otro contra sus rodillas; El alma materna de las vacas, la espuma del pasto masticado, Brotan en olas nauseosas dulces. Soy igual que la sirvienta de la granja; A lo largo del dolor me avanzo de un paso firme; El balde del lado izquierdo está lleno de sangre; Puedes beber y saciarte de ese pujante jugo. El balde del lado derecho está lleno de hielo; Puedes inclinarte y contemplar tu rostro laso. Así voy entre mi destino y mi suerte, Entre mi sangre caliente y líquida y mi amor límpido muerto. Y cuando esté segura que ni espejo ni bebida Pueden ya distraer o sosegar tu corazón salvaje, No quebraré el espejo resignado, No volcaré el balde donde sangró toda mi vida. Iré llevando mi balde de sangre en la noche negra Allí donde están los muertos que en él a beber vendrán. Iré donde están las olas con mi balde de hielo; El breve gemido de la orilla será menos dulce que mi llanto; Un rostro pálido grande se asomará a la duna Y ese espejo, que ya no quieres, reflejará la faz calma de la luna.
En el umbral de una puerta oscura…
En el umbral de una puerta oscura, A la derecha, corre bajo un álamo El agua del olvido. A la izquierda brota la corriente de la memoria, Helado cristal como un licor frío. El agua de la memoria se estanca en mi corazón. De allí beben mi alegría y mi zozobra; En su ribera acampan los sabios; Yo les diré: tengo miedo de morir. La imagen derramada del tiempo Se refleja en mi memoria; Su hermoso espejo no está agrietado. Soy hija de la tierra negra Pero también del cielo constelado ¡Abridme la puerta de la gloria!
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