Sobre el autor
El escritor español Ignacio Aldecoa Isasi (24 de julio de 1925 – 15 de noviembre de 1969) es autor de una amplia e intensa producción narrativa. Estudió Filosofía y Letras en las universidades de Salamanca y Madrid, donde trabó amistad con Rafael Sánchez Ferlosio, Martín Gaite, Jesús Fernández Santos y otros jóvenes que formaron el futuro plantel de la narrativa de los años cincuenta.
Aunque se inició como poeta con poemarios como Todavía la vida (1947) y El libro de las algas (1949), pronto se dedicó al cultivo de la novela y el cuento, género este del que fue sin duda un maestro.
Su novelística, reducida a cuatro títulos, es parte de un vasto proyecto consistente en tres trilogías que debían de abordar, respectivamente, el trabajo del mar, el trabajo de las minas y el mundo de los guardias civiles, los gitanos y los toreros. De todo ello la muerte sólo le permitió escribir una parte de la primera, Gran sol (1957), que trata de la pesca de altura, y dos de la última: El fulgor y la sangre (1954), sobre la vida cotidiana de una pequeña guarnición de la guardia civil; y Con el viento solano (1956), en torno al mundo de los gitanos. Independiente de estas series es la novela titulada Parte de una historia (1967).
A pesar de la crudeza humana de su escritura, de su intensa carga testimonial, la obra de Ignacio Aldecoa rehuyó el mensaje explícitamente político, en ello se aparta de las propuestas del realismo crítico y tiende a una ajustada técnica objetivista.
Como homenaje en el aniversario de su natalicio, compartimos un texto suyo que permaneció inédito por varios años junto a otros nueve documentos mecanografiados y corregidos manualmente a manera de notas para futuras conferencias, y que sumados a entrevistas, reseñas y artículos propios, contribuyen a perfilar su figura y su poética desde el presente.
Fragmentos de su obra
Problemas profesionales del escritor
El escritor es en España individuo de muy endeble profesionalidad. No siempre el que profesa en la literatura tiene la suerte de que su profesión sea su trabajo, y hasta en ocasiones el que tiene como único trabajo la profesión literaria es peyorativamente en el ánimo de todos un profesional, voz cuyos sinónimos pudieran ser trapacero, vendido, ganapán o incapaz. Es cuestión de matices. Y en esta cuestión de matices entra la voz autor, que el pueblo usa restringidamente para el escritor de teatro o de cosas de teatro, como dedicación literaria más cualificada. Por eso, al plantear los problemas profesionales del escritor en esta comunicación[i], nos vemos obligados a distraernos en la gama que suponen las palabras que la titulan, tanto desde el escritor como desde la sociedad que acepta o no acepta este oficio. Hace algunos años, Alfonso Sastre escribió una breve nota en la revista Cuadernos Hispano-Americanos. Decía en ella: «Por lo visto, es un fenómeno mundial. A este paso la literatura desaparecerá como profesión y se convertirá en simple producto de los ocios del político, del médico, del militar, del diplomático, del ingeniero agrónomo. ¿Es la literatura –hemos llegado a preguntarnos a la vista del fenómeno a que nos referimos– una ocupación sustantiva o una tarea adjetiva? Sabemos, por lo menos, que en algún tiempo fue una ocupación sustantiva.
Pero nos parece, y lo decimos con una cierta y preocupada tristeza, que se está convirtiendo en una ocupación secundaria. Si a Churchill cuyos méritos literarios no podemos discutir, por la sencilla razón de que no conocemos suficientemente su obra– le han concedido el Premio Nobel de Literatura [1953]; si ya en el plano nacional, se le ha concedido un importantísimo premio de novela a un médico ginecólogo enamorado de su profesión[ii]; si los diplomáticos, en sus ratos libres, escriben las mejores novelas y los mejores dramas, ¿qué juicio nos van a merecer los tozudos escritores que gastan toda su vida torpemente en la observación profunda de la realidad y en el estudio de las técnicas literarias y de los problemas de la expresión? Esos tozudos escritores están equivocados. Viven en un falso supuesto. Piensan –y, ya lo ven, están equivocados– que la literatura es una ocupación primaria y fundamental, que la literatura es una profesión. Esos tozudos escritores están montados al aire. Hace unos días se celebró un banquete en homenaje de un escritor amigo nuestro. Durante la cena, alguien preguntó a la mujer de nuestro amigo:
–Y su marido, ¿a qué se dedica? ¿Qué profesión tiene?
Nadie podía pensar que la profesión de nuestro amigo fuera, sencillamente, «la literatura»[iii].
Ese «escritor amigo nuestro» al que se refería en su nota Alfonso Sastre, era yo; yo, que me sentía escritor, que vivía para y de la literatura, que publicaba libros regularmente con alguna fortuna y que me consideraba incluido en el escaso rol de los escritores profesionales españoles.
Por eso, ahora, que me planteo ante ustedes esta comunicación –Problemas profesionales del escritor–, dudo entre el duro e irritante realismo que acompaña mi experiencia personal y el hermoso y romántico juicio orteguiano: «El arte y la pura ciencia viven de ser problemas, y sólo pueden interesar sinceramente a gloriosos equipos de aventureros»[iv]. Es decir, entre lo que es un escritor y lo que es la literatura; entre la cotidianidad de un oficiante, que se piensa como tal, de la literatura, y su literatura; entre los problemas del escritor con respecto a su quehacer y su quehacer como problema en sí.
A pesar de la aparente división entre hombre y obra, todo ello forma una unidad como problema, porque yo no creo que el hombre se pueda separar de su obra, sino que es su obra, quiero decir que más que vinculación de hombre a criatura, es un ensanchamiento y una realización del hombre.[v]
Hablaba de la gama que supone las palabras que titulan esta comunicación, tanto desde el escritor como desde la sociedad que acepta o no acepta este oficio de escritor. Por aquí he de empezar. ¿Cómo en España considera un escritor el oficio de escribir? Parece que el mismo escritor duda de que su oficio sea un oficio, de que su profesión sea una profesión. Parece también que las dudas sólo se alcanzan con una cumplida experiencia de escritor. El escritor duda de su profesión, precisamente en el punto de su vida que comienza a ser, o ya lo es, un profesional de la literatura. Es paradójico pero es así. Escribir sólo puede ser llorar a esas alturas de la profesión, cuando su economía está basada en el oficio, cuando su personalidad se afirma en el oficio, cuando su vida está implicada en el oficio. Esas dudas no solamente se le despiertan al escritor sino que se le despiertan desde su entorno, desde la sociedad en la que vive. No parece que la sociedad española acepte una profesión que no está preparada para entender, una profesión que dentro del pragmatismo elemental de hoy en España es algo que cabalga entre lo estrambótico, la ruina, la chaladura, el ocio y las perversas ideas foráneas. Una sociedad tan esquilmada de inquietudes intelectuales, tan perezosa mentalmente, tan anacrónica y prejuiciada como la nuestra, tiene que ser por naturaleza hostil al escritor. Naturalmente esta sociedad ostraria segrega una perla de unos cuantos centenares españoles, pocos centenares que piensan. Y añadiré que estos pocos centenares forman cuerpo con el escritor y acaban, también, dudando de que la literatura sea una tal profesión, aunque llenos de generosidad concedan que es una heroicidad, un martirio o algo grande y hermoso.
Es, pues, uno de los problemas de la profesionalidad del escritor su misma profesionalidad.
Después de esto casi no habría que añadir más, pero puesto que la literatura sigue, aunque con dificultades, haciéndose en nuestro país, es necesario hablar de cómo se hace, por qué se hace y cuáles son las trabas que encuentra para su normal desarrollo.
Es espantoso aunque posible escribir libros al margen de la sociedad en la que se vive, porque esta sociedad tenderá irremisiblemente a ahogarlos. La colectividad pide un tipo de comida, las escasas veces que nuestra colectividad tiene esta clase de hambre literaria, y el escritor cocina unos manjares que las más veces son considerados de olor apestoso, de contenido corrosivo, o, como no hace mucho tiempo se decía en un diario de gran circulación, «recogiendo de los albañales y del inframundo», etc., etc. No obstante, hay escritores que segregan aquello que la sociedad pide, y estos son con toda evidencia recompensados.
El escritor, pues, que intenta mejorar la sociedad en la que vive, que intenta colaborar en la medida de sus fuerzas para que esta sociedad se desperece de su siesta permanente y eche adelante, se encontrará con que lo que hace no es grato o es molesto y a veces profundamente ofensivo. La sociedad tiene para corregir esta literatura su organización represiva. Esta organización crea dos problemas por lo menos. El primero en sí, puesto que su fuerza la hace capaz para disminuir o eliminar todo aquello que no esté enquiciado en los supuestos sobre los que se asienta. El segundo por sí, porque el solo hecho de su experiencia obliga al escritor a una gimnasia verbal que disimule, cuando no oculte totalmente o suprima, todo lo que por temor a la organización represiva se le hace sospechoso. Es el eterno juego de la censura que implica inmediatamente una autocensura. Mas la sociedad queda todavía aguardando al escritor, que puede ser rechazado por los mismos motivos que la autocensura lima y la censura tacha, en el caso de que su literatura pase esos dos filtros. Creo que es de todos conocida la zafiedad intelectual que distingue muchos de los juicios censorios del órgano, que yo considero más que depurador, como pretende, represivo.
Hablar a ustedes de la modesta economía del escritor, dependiente, en su mejora, de una progresión geométrica de trabajo, sería perdernos por vericuetos interminables y laberínticos que nos conducirían irremediablemente a toparnos con la Sociedad de Autores, a la que han pertenecido sólo los «autores», pero no los escritores de libros, ni los publicistas. Hoy ya pertenecemos[vi] y no hay duda de que nos dará cierta holgura económica. Esta economía más saneada repercutirá o por lo menos debe repercutir de alguna manera en la obra individual y colectiva, porque el escritor podrá trabajar menos urgido, podrá trabajar con mayor responsabilidad.
Estos problemas del escritor hasta ahora apuntados son aquellos que podríamos denominar como externos en cierta medida a su creación y como más interesantes y generales desde el orden gremial. Bien, es desde aquí cuando se plantean otros problemas. Problemas de la creación literaria, problemas del porqué y para qué de la literatura, problemas del compromiso del escritor con su tiempo, etc., etc.
Por lo pronto, el escritor es un hombre dentro de la sociedad y comprometido de una forma especial con ella. A veces el compromiso sustituye a la literatura y se hace una subversión de valores. Muchos libros cargados de buena fe, pierden por su categoría de simples alegatos el auténtico valor literario que podían haber tenido, porque el escritor fía más en aquellos que en estos. Quiero recordar al propósito la frase de Sartre en ¿Qué es la literatura?: «El compromiso no debe inducir en modo alguno a que se olvide la «literatura» y que nuestra finalidad debe estribar tanto en servir a la literatura infundiéndole una sangre nueva como en servir a la colectividad tratando de darle la literatura que le conviene».[vii]
Pero probablemente hay momentos en que el alegato debe sobreponerse a la literatura, como hay momentos en que es necesario y natural el grito. Sin embargo, para gritar se hace necesario saber gritar. Permítanme una breve divagación sobre la materia gritada en literatura, sobre eso que hemos dado en llamar «literatura social». Me acuerdo haber leído en un prólogo de O´Flaherty a un libro de Grant[viii], De la mina al cementerio, que «él no tenía la culpa de que su mundo circundante fuera negro y feo, que él escribía de lo que tenía cerca y le hería». Añadiendo: «Pido a mis críticos que construyan un mundo de color de rosa y yo automáticamente me teñiré de rosa». En estas dos frases se encierra la grandeza y servidumbre de la «literatura social». Esa literatura gritada termina su función social en tanto en cuanto acaba el problema del «mundo circundante negro y feo», probablemente pasa a ser solamente historia literaria, acaso con letra minúscula, perdida entre los paréntesis de los textos de los escolares futuros. Pero la literatura rosa cuando el mundo «circundante es negro y feo», impide la conciencia de la realidad y supone una traición a la colectividad, aunque gran parte de esta colectividad la tome por buena y guste de ella.[ix]
Los problemas de la creación literaria en sí suelen ser problemas mucho más subjetivos de lo que imaginan los críticos, decididamente dados a las clasificaciones escolásticas, que piensan en la rigidez de unas formas y en las limitaciones de una tendencia. Bien, a este respecto no estoy de forma alguna con los críticos y no creo en las escuelas literarias sino en los escritores individualizados, distintos y solos. «A fin de cuentas –decía Sartre–, una novela no es una aplicación concertada de la técnica norteamericana, ni una ilustración de las teorías de Heidegger, ni un manifiesto superrealista […] Es la azarosa empresa de un hombre solo».[x]
En esta azarosa empresa de un hombre solo es muy difícil penetrar, a no ser que él nos facilite una confesión, nos ilustre con un autoanálisis. Aquí es donde comienzan los que podríamos llamar otros «problemas del escritor». Sospecho que los más importantes.
[i] Consta en la parte superior una anotación con letra de Josefina Aldecoa indicando el lugar donde fue pronunciada, la «Escuela de Arquitectura».
[ii] Parece referirse a Santiago Lorén, autor de Una casa con goteras, Premio Planeta de 1953.
[iii] Sastre, 1953. Hacemos unas mínimas correcciones confrontando este original publicado.
[iv] Por ello, en el arte y la ciencia pura, como actividades más libres, puede detectarse cualquier cambio de sensibilidad colectiva, según reflexiona Ortega y Gasset en El tema de nuestro tiempo, La deshumanización del arte o En torno a Galileo, entre otros libros.
[v] Es una concepción nuclear en su poética.
[vi] «Hoy ya pertenecemos»: escrito a mano, en sustitución de «El día en que los escritores de libros entren en la Sociedad de Autores, cosa que se pretende», se deduce que por haber pronunciado la conferencia en fechas distintas, entre las que se produce el hecho al que se refiere. Consultada la Sociedad General de Autores, obtenemos los datos de su ingreso en ella en 1959, con el número de socio 331, pero en calidad de «autor dramático y argumentista y guionista», pues la SGAE siguió sin acoger a nove[vi]listas y narradores.
[vii] En la «Presentación de Les Temps Modernes», (Sartre, 1950: 23).
[viii] Por error escribe Green, pero se trata de J.C. Grant, cuya obra De la mina al cementerio, prologada por Liam O’Flaherty y traducida del inglés por Eloy Benítez, fue publicada en Madrid, Cenit (Argis), col. La novela proletaria, 1931.
[ix] 4 Es significativo a este respecto el manifiesto titulado «El arte como construcción», publicado por otro compañero generacional y amigo, el dramaturgo Alfonso Sastre, en la madrileña revista Acento cultural en 1958 acerca de la «función justiciera» del arte que denomina «de urgencia», entre cuyos asertos podemos leer: «Lo social es una categoría superior a lo artístico […]» (punto 9), «Precisamente, la principal misión del arte, en el mundo injusto en que vivimos, consiste en transformarlo […]» (punto 10); pero en seguida advierte que «Sólo un arte de gran calidad es capaz de transformar el mundo. Llamamos la atención sobre la obra mal hecha. [… El arte «panfletario»] es rechazable desde el punto de vista artístico (por su degeneración estética) y desde el punto de vista social (por su inutilidad)» (punto 11). Recogido en Sastre, 1965: 16-24 (citas textuales en p. 18).
[x] En «La nacionalización de la literatura», (Sartre, 1950: 31-32).
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