Con Arquitectura camagüeyana del siglo XIX. Trascendencia de la Ilustración en la arquitectura de Camagüey (Ediciones El Lugareño, 2020), Henry Mazorra Acosta aporta un estudio no solo peculiar, sino sobre todo de gran calado. Como quien investiga las características de las sucesivas capas de pintura en una fachada antigua, el autor enfrenta diversos ángulos de la repercusión y pervivencia de criterios arquitectónicos de la Ilustración en la gestión constructiva de Puerto Príncipe —hoy Camagüey—, entonces, como ahora, una de los principales focos culturales de Cuba.
Lo primero que llama la atención en este estudio es el enfoque mismo desde el cual ha sido realizado. Mazorra ha aspirado en él a obtener una visión panóptica del desarrollo urbanístico y arquitectónico de Puerto Príncipe. Se trata de un aspiración compleja, que exige abarcar lo que el arquitecto español Salvador Tarragó Cid considera[1] como tres niveles fundamentales de la praxis del urbanismo. Este, en efecto, se realiza mediante la integración de una teoría de la arquitectura en sí y de la ciudad como espacio humano; de una práctica constructiva y de un proceso histórico al cual se vinculan tanto esa teoría y esa práctica, así como de las contradicciones dialécticas que se van presentando en las relaciones de esa teoría y esa praxis. Si a ello se añade la subjetividad creadora del arquitecto —y, como luego se verá en este libro, de otros factores, como el alarife y el maestro de obras—, entonces se comprenderá que no solo ese proceso de creación es altamente difícil de penetrar desde un análisis arquitectónico cabal, sino que también, desde luego, la investigación de cómo evoluciona una ciudad durante una centuria es, en sí misma, extremadamente complicada y exige una perspectiva orgánica, multifacética y bien calibrada, como es el caso de este libro. A ello hay que añadir que, como pocas veces se ha producido en los estudios sobre arquitectura colonial cubana, Mazorra ha conseguido que el lector visualice muchos de los rostros prácticamente anónimos que forman tanto el trasfondo como los protagonistas olvidados en la evolución de la ciudad colonial que fue Puerto Príncipe. Al hacerlo, pone al lector frente al difícil hecho cultural de que la ciudad, en sus diversas transformaciones arquitectónicas durante un siglo, no solo revela una relación sujeto-objeto (usuario-arquitecto, pero también ingenieros militares —cuya valoración como creadores es uno de los aciertos especiales de Mazorra—, alarifes, maestros de obra; del mismo modo, una relación entre detentores del poder político-económico y creadores urbano-arquitectónicos, la cual se establece en muchas ocasiones de una manera áspera y contradictoria, de modo que el planteamiento de un problema constructivo se convierte en campo de debate mucho antes de que se logre la realización de una creación determinada). En su estudio particularmente minucioso de las ordenanzas que regían la actividad arquitectónica en el siglo xix, Mazorra pone de manifiesto la vigencia del pensamiento ilustrado en lo que a arquitectura y urbanismo se refiere. De aquí el título del libro: su autor analiza cómo, década tras década, la creación arquitectónica y urbanística en Puerto Príncipe se aferró, de manera consciente, pero por momentos simplemente empujada por criterios iluministas que habían devenido tradición, a una perspectiva de la arquitectura que estaba marcada por el impacto de la Ilustración en Puerto Príncipe y, por supuesto, en la Isla toda, bien que ese sello dejado por el pensamiento europeo, y en particular francés, del siglo XVIII, sobre la arquitectura insular no fue ni completamente fiel a sus modelos europeos, ni tampoco cabalmente orgánico, sino que implicó transformaciones vernáculas, reducciones, simplificaciones e incluso una incorporación, a veces torpe, de la herencia arquitectónica barroca precedente a la centuria del obispo Espada.
Otro elemento esencial de este libro es que, no obstante el interés expreso de Mazorra en lo que se refiere a los rasgos ilustrados en el quehacer arquitectónico y urbanístico insular, todo el libro está marcado por lo que el ya citado Salvador Tarragó Cid ha señalado como la voluntad de presentar, en sus peculiaridades, sus contradicciones y su modo de actuar, el conjunto de praxis que se entremezclan para levantar, modificar y desarrollar una ciudad. El rostro cambiante de Puerto Príncipe que ha trazado Mazorra en su investigación es, ciertamente, el de un todo urbano que se levanta a partir de contradicciones entre diferentes variables y formas, espacios urbanos y concepciones políticas y estéticas relacionadas con la idea de ciudad.
Pues no puede estudiarse la arquitectura de una localidad urbana sin tener muy en cuenta la idea de ciudad. En tal sentido, se advierte a través de todo este libro, que Mazorra coincide, conscientemente o no, con nociones que Aldo Rossi ha subrayado en su brillante libro La arquitectura de la ciudad:
La ciudad, objeto de este libro, viene entendida en él como una arquitectura. Hablando de arquitectura no quiero referirme sólo a la imagen visible de la ciudad y el conjunto de su arquitectura, sino más bien a la arquitectura como construcción. Me refiero a la construcción de la ciudad en el tiempo.
Pienso que este punto de vista, independientemente de mis conocimientos específicos, puede constituir el tipo de análisis más global acerca de la ciudad. Esta se remite al dato último y definitivo de la vida de la colectividad, la creación del ambiente en el cual ésta vive.
Concibo la arquitectura en sentido positivo, como una creación inseparable de la vida civil y de la sociedad en la que se manifiesta; ella es, por su naturaleza, colectiva.
Así como los primeros hombres se construyeron moradas y en su primera construcción tendían a realizar un ambiente más favorable para su vida, a construirse un clima artificial, igualmente construían según una intencionalidad estética. Iniciaron la arquitectura al mismo tiempo que el primer trazo de la ciudad; la arquitectura es, así, connatural a la formación de la civilización y un hecho permanente, universal y necesario.[2]
A estas consideraciones añade una que es cuestión capital, y marca en cierta forma la perspectiva del detallado estudio de Mazorra sobre la evolución de Puerto Príncipe: «Pero con el tiempo, la ciudad crece sobre sí misma; adquiere conciencia y memoria de sí misma. En su construcción permanecen sus motivos originales, pero con el tiempo concreta y modifica los motivos de su mismo desarrollo».[3]
El vínculo entre Ilustración y arquitectura, en este libro, resulta por completo esencial. Pues el movimiento iluminista marcó, definitivamente, la preparación científica, ideológica y aun estética para una entrada en la Modernidad, lo cual, en el Siglo de las Luces significaba no otra cosa que la liquidación del feudalismo como modo de producción y la instalación del capitalismo impulsado por una burguesía que, como clase social, evidenciaba una conciencia de clase para sí y una voluntad de instalarse como centro del poder. Por esta razón, la Ilustración fue identificada, incluso en el siglo XIX, con la organización de una vida racional, basada en las ciencias y, también, en una determinada visión estética del mundo. Nadie negará que la Ilustración plena y entera, con todos sus refinamientos conceptuales y todas sus áreas de reflexión, no llegó cabalmente a una Cuba colonial, estrechamente vinculada con una metrópoli que, luego de la guerra civil contra el gobierno títere impuesto por la Francia napoleónica en España, se engolfó en una centuria marcadas por guerras civiles y una interminable lucha entre liberales y conservadores, entre república y monarquía, entre mantenerse encerrada en tradiciones vinculadas en su mayoría con el peculiar y diferente feudalismo español, u optar por un desarrollo capitalista a la manera de las grandes potencias europeas, grupo al cual España había dejado de pertenecer después del Congreso de Viena. No, la Ilustración, a pesar de los ingentes esfuerzos de personalidades como el obispo Espada, el padre Agustín Caballero o el presbítero Félix Varela —para solo citar nombres en extremo relevantes— no alcanzó el desarrollo total y el auge que en Gran Bretaña, Francia o los Países Bajos. Nuestra Ilustración insular se cubre con jirones de la vestimenta ideológica, política, científica y estética de Europa y los Estados Unidos, nuevo modelo para un desarrollo capitalista. Pero que nuestro vino iluminista sea agrio no nos exime de investigarlo, y ello ha hecho cumplidamente, en el terreno de la arquitectura y el urbanismo, Henry Mazorra. De modo que su brillante estudio rebasa los límites del arte de construir ciudades y edificios: lo que ha investigado es un ángulo, muy poco transitado aún, de la historia integral de Cuba. Estudiar la trascendencia —el ir más allá del Siglo de las Luces en que surgió, y trascender hasta el s. XIX— de la Ilustración en la arquitectura principeña significa nada menos que asomarse al duro crecimiento de la sociedad cubana hacia un perfil propio, democrático y libre, evolución que no se explica solamente a parte del independentismo nacional y las dos guerras libertarias: también hay que analizar este proceso de crecimiento hacia la Modernidad en un área tan decisiva como la arquitectura y el diseño y gestación de las ciudades. Por eso ha dicho con razón Hilde Heynen: «Durante la Ilustración la idea de modernidad llegó a ser vinculada con el concepto de razón crítica. Un rasgo típico de la razón crítica es que no tiene ninguna esencia inalienable, ningunos cimientos que sea imposible cuestionar, ninguna revelación. Ella no cree en ningún principio, excepto en el principio de que todos los principios deben ser sometidos a una investigación crítica».[4] Cuando Mazorra insiste una y otra vez en que las ordenanzas de las primeras décadas decimonónicas insisten en criterios de higiene, ventilación y funcionabilidad, no solo está expresando realidades históricas del urbanismo y la arquitectura en Puerto Príncipe, sino también cómo estos dos factores culturales estaban defendiendo la entrada de la ciudad —al cabo, de toda la Isla— en una Modernidad en la cual, desde luego, no tendrían cabida ni la condición de colonia ni el horror de la esclavitud. No hacía falta que los planos de De la Iglesia o de Reyna pusieran declaraciones a favor de la independencia de Cuba: no solo estaban proyectando edificios y un rostro nuevo para la ciudad, también estaban entrañando en sus planos el paso hacia una vida de modernidad y de justicia. El destacado filósofo francés Jean Baudrillard dijo con toda claridad: «La verdad de la arquitectura no es una verdad o una realidad en el sentido en que uno podría requerirlo. ¿Se agota la arquitectura en sus referencias, en sus finalidades, en su empleo, en sus modalidades, en sus procedimientos? ¿No excede todo eso para efectivamente acabar en otra cosa, que sería su propio fin, o que le permitiría ir más allá de su propio fin?».[5] Y, en efecto, Arquitectura camagüeyana del siglo XIX. Trascendencia de la Ilustración en la arquitectura de Camagüey va más allá de lo que parece su finalidad estricta: al trazar una penetrante historia de la arquitectura y el urbanismo en Puerto Príncipe, Mazorra escribe también una página enteramente inédita sobre el lento e indetenible transcurso de la maduración nacional de Cuba. De aquí que el libro, además de abordar su tema estricto, se desborda hacia una dimensión mayor: la vida misma de la ciudad, que es un verdadero instrumento de centralización, un concentrado de funciones sociales. De aquí que tenga el autor que tocar cuestiones vitales como el proyecto de un mercado moderno para la ciudad. Desde luego que los modos que Mazorra comenta en cuanto a venta de productos alimenticios en Puerto Príncipe estaban arraigados en un pasado a la vez medieval y colonial. La lucha que el autor describe en cuanto a construir un mercado ajustado a las funciones y requerimientos del presente resulta también un modo de luchar por la Modernidad y, por tanto, por la independencia.
Como el propio autor señala en sus reflexiones finales, hay mucho más que indagar en este campo. Precisamente el brillante inicio de este tipo de estudios en el Camagüey, da impulso necesario a otras indagaciones. Mazorra señala cómo hace falta definir qué tipo de color se empleó en las fachadas de los edificios principeños. Otro ejemplo evidente tiene que ver con esa magnífica adición que, sobre todo desde el s. XVII y con la obra magna de André Le Nôtre, el poeta-arquitecto de los jardines de Versalles, significó la inevitable vinculación entre arquitectura y jardinería. Los estudios sobre arquitectura colonial cubana suelen obviar la peculiaridad de nuestros jardines, no extendidos en amplios espacios exteriores a las casas, sino, por el contrario, dignos hijos de sus modestos ancestros sevillanos y granadinos —no los palacios, sino las casas más modestas—, ámbitos inefables de sonrientes macetas de plantas olorosas, albahacas enemigas de los mosquitos o mariposas de flores perfumadas que subieron la escala semiótico-social y llegaron a convertirse, hasta hoy, en flor nacional, símbolo de la patria.
La historia de la arquitectura nacional precisa ser eso, como lo demuestra Mazorra, intensamente nacional y viva, rescate del pasado cultural, tanto o más que del edificio construido.
[1] Cfr. Salvador Tarragó Cid: «Prólogo» a: Aldo Rossi: La arquitectura de la ciudad, Editorial Gustavo Gili, SL, Barcelona y Ciudad México, 1982.
[2] Aldo Rossi: ob. cit., p. 60.
[3] Ibíd., p. 61.
[4] Hilde Heynen: Architecture and Modernity: a Critique, Massachusetts Institute of Technology (MIT), Massachusetts, 1999, p. 10. Traducción de Luis Álvarez.
[5] Jean Baudrillard y Jean Nouvel: Los objetos singulares. Arquitectura y filosofía, Fondo de Cultura Económica, México, 2003, pp. 9-10.
Visitas: 178
Deja un comentario