Durante muchos siglos se estableció en el campo de las ciencias una oposición tajante entre certeza e incertidumbre. El primer término se asociaba con la verdad, el conocimiento cabal y la autenticidad; el segundo, con la ignorancia, la inseguridad y la ineptitud. Fue prácticamente una antítesis entre el saber y la incultura. El largo dominio temporal de la certeza como eje capital del conocimiento se proyectaba, a través de un sinnúmero de enlaces, con las más diversas ciencias, incluso en la Antigüedad clásica europea; una de las principales apoyaturas de la supuesta omnipotencia de la certeza como principio del conocer lo proporcionaba la física clásica, cuyo mecanicismo obligaba a excluir sistemáticamente de la labor científica toda incertidumbre. En los cimientos de esta convicción se hallaba, incluso desde el s. V a. de C., la oposición entre las perspectivas cualitativa y cuantitativa del saber científico. Como señalara el sociólogo e investigador español Fernando Conde: «Podemos situar en la Grecia clásica el lugar y el momento en el que se inicia de una forma más clara la polémica entre lo “cualitativo” y lo “cuantitativo”». Sin entrar en el análisis de los llamados filósofos presocráticos, cuyas nociones y tomas de posiciones son esenciales en la historia de las relaciones entre lo «cualitativo» y lo «cuantitativo», y sin entrar tampoco en los múltiples planos y dimensiones que subyacen en las mismas, podemos esquemáticamente situar en Platón y Aristóteles, las dos figuras y concepciones emblemáticas del planteamiento inicial de la polémica, la cual en su origen estaba centrada en torno a la confrontación entre las visiones más «formalista» y más «sustantivista» defendidas por ambos filósofos. Así desde el punto de vista «sustantivista/formalista» y no desde otros; por ejemplo, en Platón cabe situar los primeros pasos del pensamiento dialéctico:
[…] en lo que tiene de establecimiento de una primera distancia, separación y contraposición sujeto/objeto), mientras Aristóteles defiende una concepción y una aproximación a la Naturaleza que podemos denominar más «precualitativista» por lo que tiene de más «sustantivista», «sensible» y «empírica» —en el sentido primero de la empireia como «trato directo con las cosas»—; Platón defiende, a su vez, una aproximación más «precuantitativista» de la Naturaleza por lo que tiene de más «formalista», «idealista», «abstracta» y «matematizable».[1]Hegel expresó muy nítidamente su criterio sobre Aristóteles: «[…] no hay entre los filósofos antiguos ninguno que tanto merezca la pena de ser estudiado como este».[2] El eminente pensador alemán centra nuestra atención, en otro momento, en una cuestión de gran calibre: «Aristóteles dice, refiriéndose al valor de la filosofía: “El hombre ha llegado a la filosofía a través del asombro, ya que en ello se intuye, por lo menos, el conocimiento de un algo superior”».[3] Nótese el empleo hegeliano del término que identifica en el gran pensador helénico: asombro, vale decir, una reacción de carácter afectivo, una emoción —no un raciocinio— que nos impulsa a un discernimiento específicamente filosófico. Hay que notar al mismo tiempo la referencia aristotélica a la intuición como uno de los medios para conocer, un instrumento que no tiene ni valor esencialmente matemático —como en el sistema platónico— ni mucho menos lógico —como quiere el propio Aristóteles en lo más denso de su teoría del conocimiento—. Fue el filósofo helenístico Plotino, neoplatónico posterior a Aristóteles, quien concentró de manera fundamental la atención de los pensadores occidentales acerca de la intuición como un saber instantáneo y próximo acerca de un ente que solo el Espíritu Divino es capaz de alcanzar. Resulta significativo que Aristóteles, defensor a ultranza del componente lógico del conocimiento, no haya podido dejar de señalar la presencia de un componente alógico —la intuición— en el proceso del conocimiento. Esta es una de las más tempranas señales de que la perspectiva cuantitativa no podía enseñorearse de manera total de todos los modos e instrumentos del proceso cognitivo, idea que, luego de las grandes centurias del pensamiento euroccidental moderno —entre los siglos XVI y XIX d. C.—. Aristóteles, paladín de la perspectiva metodológica que hoy llamamos cuantitativista en el terreno de la investigación, incluyó en su sistema filosófico esta metáfora del asombro, dirigida, quizás, contra el legado de su maestro Platón, partidario y exponente clásico de una perspectiva cuantitativista en estudio de la realidad. El asombro intuitivo como impulso hacia una actividad cognitiva donde la subjetividad, la aceptación de lo intangible e inesperado, es uno de los legados del Estagirita que hay que revalorar luego de la llamada crisis de la física producida a principios del s. XX. Por esto y por la enorme edificación del sistema filosófico aristotélico, el francés Abel Rey afirmó lo siguiente:
El método que en Aristóteles no se presenta como un método sino como el único método posible y, por tanto, necesario y suficiente, es el desemboque natural del movimiento a la vez crítico y positivo que tiene su origen en el eleatismo y su primera formulación en Sócrates, es decir, en todo el profundo movimiento del siglo V, pero reducido únicamente a su aspecto dialéctico, que fue, es necesario decirlo, lo que más hirió la inteligencia y la imaginación griegas, aquel, pues, en el que se detuvieron con mayor complacencia. Hasta entonces no había preocupado el método. Los hombres maravillosos que en el siglo VI crearon la ciencia de la Naturaleza in toto, estaban enteramente en favor de la construcción de hipótesis bien vinculadas que concordaban con su experiencia de lo real. No tenían ni gusto ni tiempo para reflexionar sobre sus procedimientos epistemológicos.[4]
Las obras de Aristóteles, dispersadas y en apariencia aniquiladas por las primeras oleadas de invasores asiáticos en Europa, volvieron a formar parte del acervo europeo, gracias a que fueron, sobre todo, conservadas por las culturas islámicas —en particular las que se desarrollaron en el norte de África y España—, de modo que el aristotelismo influyó a la vez en la filosofía islámica, en particular gracias a los trabajos del filósofo andalusí Averroes, mientras que en la filosofía europea —la cual recuperó un poco más tarde al eminente pensador griego y en gran medida a través de Averroes— fue inteligentemente fusionado con el pensamiento cristiano-medieval por insignes pensadores como San Alberto Magno —traductor de las obras de Aristóteles del griego al latín, pero sobre todo gran polímata de la ciencia cristiana medieval— y su egregio alumno, Santo Tomás de Aquino —principal integrador de las ideas del pensador heleno a la filosofía cristiana—, ambos Doctores de la Iglesia y, en particular el segundo de ellos, una de las voces fundamentales de la filosofía cristiana. Tres años después de la muerte del Doctor Angélico, en 1277, se produjo un hecho trascendental:
En efecto, en esta fecha el Obispo de París edita una carta en la que por primera vez en la historia de la Iglesia se admite el cero y la posibilidad, aunque sea como una expresión más de la potencia divina, de pensar el vacío. Hay que señalar […] que este proceso tan esquemáticamente expuesto se produce de modo paralelo a […] la aparición de una nueva sociedad burguesa.[5]
En suma la Antigüedad clásica y el Medioevo escolástico establecieron los cimientos cardinales de una teoría del conocimiento que habría de durar varias centurias en la cultura euroccidental. En contra de una imagen caricaturesca de la Edad Media como etapa de oscuridad del pensamiento, la génesis de la Modernidad europea se produjo gradualmente a partir de la Edad Media. En el terreno específico de las matemáticas, es un período en el cual se observan trabajos de un determinado relieve, como los de Thomas Bradwardine, quien se ocupó de «cuestiones de continuidad, y las diferentes maneras de tender a infinito».[6]
Una serie de hechos históricos hicieron vacilar el magno edificio de una teoría del conocimiento basada exclusivamente en la certeza como condición de un saber homogéneo y verificable—preámbulos del enfoque sistémico en el sentido en que lo concibió el estructuralismo,[7] punto de vista centrado en las relaciones identificables por la ciencia entre cada parte de un sistema; postura metodológica asimismo centrada en otros tipos de relaciones, ahora entre las partes constitutivas del todo; además, punto de vista que atiende a los vínculos entre cada una de las partes y el todo; por último, un saber solo es sistémico cuando la principal de sus partes resulta ser el todo mismo—. De estos intentos iniciales de la Modernidad histórica provinieron obras dedicadas a la construcción de sistemas del conocimiento y sus métodos, desde la Gramática castellana de Antonio de Nebrija; el De arte saltandi et choreas ducendi (Sobre el arte de bailar y conducir coreografías) de Doménico da Piacenza, sistematización primera de una teoría de la danza, continuada luego por su alumno Guglielmo Ebreo da Pesaro o la teoría heliocéntrica de Nicolás Copérnico: la Modernidad debutaba a la vez como una exaltación de la capacidad cognitiva del ser humano —nítidamente expresada por Juan Francisco Pico de la Mirándola, en particular en su antiaristotélico Examen vanitatis doctrinae gentium et veritatis christianae disciplinae y su «Discurso sobre la grandeza del hombre»—. El cambio cada vez más intenso hacia un cambio epistemológico —la sustitución de todo rasgo cualitativo en la ciencia por un cuantitativismo a ultranza— se aceleró con la crisis general del pensamiento europeo derivada de una serie de acontecimientos como el encuentro de culturas producido a partir de los viajes de Colón y la apertura del camino hacia el comercio naval con el Extremo Oriente, lograda por los portugueses; el cierre de la ruta comercial al Oriente por el avance musulmán, que inundó gradualmente también la península de los Balcanes. Con la caída de Bizancio en 1453 se cerraron a la vez dos épocas: la Antigüedad greco-latina (conservada en los tesoros bibliográficos y documentales del Imperio de Oriente) y la Edad Media (que se forjó en medida importante a través de los complejos contactos entre Europa occidental y la cultura y economía bizantinas). El mundo político cambiaba simultáneamente con el mundo de las ciencias y la filosofía: el humanismo se enfrentó con petulancia a la tradición teológica de la Iglesia. A la vez, Colón estableció contacto con el resto de la Tierra que los europeos desconocían; otro gran hombre, Copérnico, descubrió la mínima dimensión de nuestro planeta, suspendido en el universo, donde no él, sino el Sol ocupaba el lugar central. Una serie de enfermedades, ignoradas y terribles, asecharon y diezmaron tanto a los europeos como a los pueblos de otros continentes: el precio del contacto de culturas se cobraba con muertes numerosas. Aparecieron interrelaciones insospechadas: un nuevo baile campesino —el ländler, antecedente del vals— recreaba en las aldeas la teoría heliocéntrica de Copérnico, con parejas que giraban sobre sí mismas alrededor de un punto central. Allí dio comienzo la ruta que habría de conducir a la ciencia primero hacia el racionalismo cartesiano y newtoniano, hasta el s. XX en que se retoma la importancia del enfoque cualitativo. Descartes esgrime la duda metódica como principio fundamental de sus ideas, pero lo hace solo para alcanzar un conocimiento de una certeza tal, que la humanidad no vuelva a ver desplomarse, como en los inicios del Renacimiento, una serie de concepciones tenidas antes como absolutas. No acepta la duda sino como indicador del grado de certidumbre del saber. Newton se desempeñó como otro gran cimiento de la Modernidad:
La mecánica newtoniana fue la consagración de la ciencia moderna iniciada con la revolución copernicana. Sin embargo, esta revolución cuyos alcances atravesaron todos los aspectos de la vida humana, no fue tal en el terreno de la teoría del conocimiento. El modelo determinista de Newton continúa sosteniendo la independencia entre el observador y el objeto observado; mantuvo y agudizó la separación entre teoría y práctica que pervivía desde Aristóteles.[8]
La Modernidad —s. XVI al XX— se definió, pues, en términos de una perspectiva que asumía a la Naturaleza desde un paradigma científico basado en la formalización y la matematización; todo el conocimiento fue considerado como distribuido entre dos polos: lo inexacto y lo exacto. De ese modo, la perspectiva cualitativa, imprescindible para considerar, entre otras cuestiones, lo anexacto —aquellas entidades entre cuyas cualidades esenciales está la de no tener que ver ni con la exactitud ni con la falta de ella— pasó a ser considerado como no susceptibles de ser conocidas ni tratadas por una verdadera ciencia.
Justamente cuando la perspectiva científica cuantitativista —que priorizaba la certidumbre como cualidad esencial del saber—, comienzan a generarse cuestionamientos sobre ella, en primer lugar a través de tres líneas de pensamiento que cuestionaron una serie de concepciones filosóficas precedentes: Marx, Nietzsche y Freud; por otra parte, Georg Cantor funda la teoría de conjuntos, base de las matemáticas modernas del s. XX. A fines del s. XIX y comienzos de la siguiente centuria, los descubrimientos de Pedro y María Curie, la teoría de la relatividad de Einstein y otros avances en diferentes ciencias desembocaron en lo que Thomas Kuhn caracteriza como una verdadera revolución científica, un cambio de paradigmas del saber. En particular, lo que se produce en cuanto a la oposición entre certidumbre e incertidumbre, entre matematización formalista e interpretación hermenéutica, es una revitalización —a partir de la década del veinte— de la perspectiva científica a través, sobre todo, de las ideas de Werner Heisenberg —que sentó las bases de la teoría de la incertidumbre—, pero también de Kurt Gödel —uno de los grandes impulsores de la lógica blanda o fuzzy logic— y de Erwin Schrödinger —cuyo texto ¿Qué es la vida? instauró la neguentropía o entropía de un sistema vivo—.
La lógica blanda o difusa asume como posible y necesario para la ciencia la consideración de expresiones anexactos, como «tengo mucha fiebre», «no es muy rico», «su digestión es un poco lenta», que toda la tradición cuantitativista desdeñaba por su inexactitud. Lo que ocurre es que en esas expresiones hallamos cuantificadores cualitativos para manifestar nuestras valoraciones —y tiene una gran relación con lo que Charles Sanders Peirce, en su modo peculiar de construir una semiótica, consideraba como conjetura—. En verdad, la vida humana no transcurre siempre contextualizada por formalizaciones científicas ni matematizaciones, sino en particular sumida en un ambiente de indeterminaciones. De aquí que, en el terreno de la educación, estas nuevas posturas llevaron a un modelo formativo constructivista, en que los alumnos sobre todo son estimulados a «aprender a aprender» —también el famoso director teatral contemporáneo, Eugenio Barba, introdujo un procedimiento con el mismo nombre y similar tendencia formativa para el entrenamiento de los actores en su famoso Odin Teatret— más que a almacenar conocimientos teóricos y prácticos, susceptibles de ser dejados atrás por los avances de las ciencias. En suma, lo que se produce en la llamada Revolución indeterminista de las ciencias es una superación del paradigma mecanicista que, desarrollado a partir de Copérnico y Descartes, resulta superado a partir de la primera mitad del s. XX. Este cambio profundo incluyó la recuperación del sujeto del saber. En efecto, toda la Modernidad se asentó sobre el principio de que el conocimiento científico debía ser totalmente objetivo, y que la intrusión de la subjetividad solo traía difusión a la ciencia. Pero el siglo XX recuperó la importancia, e incluso el protagonismo, del investigador y su incidencia sobre el objeto observado. Asimismo se introdujo el concepto de indecibilidad, que se refiere a que no es posible demostrar una sentencia a partir de otras. Fue fundamental en todas estas transformaciones científicas la teoría de Heisenberg, porque él estableció que en física cuántica no se puede determinar de manera simultánea la esencia de los integrantes de ciertos pares de variables físicas, como son el movimiento lineal y la posición de una partícula, es decir, cuando se persigue precisar con toda certidumbre la posición de esa partícula, mayor incertidumbre habrá en cuanto a la cantidad de sus movimientos lineales, su masa y su velocidad.
Este principio de incertidumbre es uno de los elementos fundamentales que separan la física mecánica o newtoniana de la física cuántica. Ello contribuyó de manera fundamental al cambio del paradigma científico de la Modernidad clásica, al paradigma científico contemporáneo. Este principio, al afirmar que existe un límite fundamental a la precisión de la medida, en realidad está indicando que si un sistema físico real se describe en términos de la física clásica, entonces se está haciendo una aproximación, y la relación de incertidumbre nos indica la calidad de esa aproximación. La teoría de la incertidumbre vuelve a aceptar la duda, lo anexacto, lo impreciso, como un componente del conocimiento humano. La incertidumbre, pues, en terreno de las ciencias, significa que determinados conocimientos dependen precisamente de la confianza o la creencia en la verdad de un determinado conocimiento. De modo que el principio de incertidumbre viene a resultar, por decirlo metafóricamente, una apertura de las ciencias a la realidad dinámica de la vida, en la cual muy a menudo no se cuenta con esa pretendida certeza y comprobación «absoluta» de teorías, principios y datos de que hizo gala el positivismo del siglo antepasado. De aquí, también, la importancia contemporánea de la hermenéutica como teoría de la interpretación, pues sin una determinada exégesis de la real no se puede proceder a transformar la realidad que, por su esencia misma, será siempre multivalente, variable y dinámica. Alguna vez el complejo escritor británico Gilbert Keith Chesterton, llamado en su tiempo «el príncipe de las paradojas», declaraba en una de sus famosas novelas ético-detectivescas cuyo protagonista era el sacerdote católico padre Brown, que «atacar la razón es de mala teología». Y esta es una verdad de gran calado, porque teología y razón no son oponentes, sino complementarios. De aquí la poética y vibrante verdad de otra de sus grandes afirmaciones: «Nosotros realmente no queremos una religión que tenga razón cuando nosotros tenemos razón. Lo que nosotros queremos es una religión que tenga razón cuando nosotros estamos equivocados…». Porque en la idea de ese peculiar principio paradójico «Loco es aquel que lo ha perdido todo menos la razón», porque la razón no es el polo opuesto de la fe —esa prodigiosa confianza en medio de la incertidumbre—, sino del sentimentalismo, del vano dominio sobre el hombre de unas emociones que tienden a apoyarse sobre lo efímero, lo pasajero, lo meramente emocional. No es casual que la obra de Chesterton se encuentre enmarcada en las décadas de renovación esencial que dio lugar al paradigma científico que hoy nos encuadra.
Como han apuntado diversos pensadores contemporáneos, como el filósofo francés Georges Politzer o el latinoamericano Deymor Beyter Centty Villafuerte, es necesario entender que la incertidumbre no es un impedimento para la existencia humana, sino, sobre todo, un impulso para el desarrollo de las potencialidades del ser; en suma, la incertidumbre es un acicate para que la humanidad se redifique, se autotransforme, en una palabra, que se decida a crearse y volverse a crear de un modo efectivamente positivo. Una frase del Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino, puede, en una de sus interpretaciones posibles, subrayar la profunda necesidad de apertura cognitiva, vivencial y ética de nuestro tiempo: «Temo al hombre de un solo libro», que puede tomarse como un rechazo de la unilateralidad, de la posición extremista y encerrada en sí misma. Aceptar la incertidumbre, pues, significa también reconocer el dinamismo de la vida, su infinita variabilidad y, también, la limitación históricamente condicionada, pero permanente, del saber humano.
[1] Fernando Conde: «Las perspectivas metodológicas cualitativa y cuantitativa en el contexto de la historia de las ciencias», en: Juan Gutiérrez y Juan Manuel Delgado, comp. y ed.: Métodos y técnicas cualitativas de investigación en ciencias sociales, Editorial Síntesis, S. A., Madrid, 1995, pp. 53-54.
[2] G. W. F. Hegel: Lecciones sobre la historia de la filosofía. Traducción de Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, México-Buenos Aires, t. I, p. 155.
[3] Ibíd., t. II, p. 254.
[4] Cfr. Abel Rey: La madurez del pensamiento científico en Grecia, Ed. UTEHA, México, 1961, p. 306.
[5] Fernando Conde: ob. cit., p. 56.
[6] Joseph Ehrenfried Hofmann: Historia de la matemática, Instituto del Libro, La Habana, 1968, t. I, p. 78.
[7] Uno de cuyos fundadores básicos, Ferdinand de Saussure, por ejemplo, señaló la imposibilidad de estudiar el lenguaje en su conjunto: en su opinión solo podía investigarse el componente sistémico de él, vale decir, la lengua; en cambio, el habla no era, en su criterio, susceptible de ser analizada científicamente.
[8] Enrique Daniel Merle: «El principio de incertidumbre y la naturalización de la inteligencia», en: Revista de Filosofía y Teoría Política, 2002 (34), p. 2, ISSN 2314-2553. http://www.rfytp.fahce.unlp.edu.ar/. Revisado el 8 de octubre del 2018.
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