
A partir de la década del 80 del siglo pasado, la novela expande sus normas estilísticas, temáticas, genéricas, para convertirse en un relato de muy variadas posibilidades estructurales. Abrapalabra, de Luis Britto García, es un ejemplo modal de esta apertura definitiva que en un momento llamé el giro relativo. Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, es para muchos la patente de corso para abrir el espectro de cuánto pudiéramos hacer con la novela. Ambas, sin embargo, son solo muestras que de un modo u otro se han privilegiado en nuestro ámbito de creación, para postergar, o simplemente ignorar, otros ejemplos.
En la literatura cubana no abundan las novelas que buscan el giro relativo, arriesgando la cantidad de lectores que la asimilarían. Si pensamos, por ejemplo, en Ezequiel Vieta, a quien apenas se nombra en estos tiempos, no tendremos dudas acerca de esos riegos. La obra narrativa de Virgilio Piñera parecería estar mejor reconocida, pero tal vez el culto supere, con mucho, a los estudios, que no acaban de salir de las honrosas excepciones.
Carlos Esquivel, nacido en 1968 en una población de Las Tunas, cubano de estatura europea, es un autor tan singular que ha terminado por convertirse en kamikaze de la literatura. Además de poemarios, libros de cuentos y novelas que navegan por normas genéricas más o menos comunes, se ha atrevido, en su prolífera obra, a apostar por un texto tan raro, deslumbrante, a galope tendido entre la broma culta y la sátira que en ocasiones conduce a risa abierta, sin que estemos seguros de poder explicar cuál es su trama.
¿En qué consiste, entonces, la historia que narra Industriales contra los Yanquis de Nueva York? El reto quedará, aunque logremos contarla cabalmente.
Pudiéramos pensar, ya avisados de la trampa que el autor ha hecho, que se trata de un hipotético juego entre esas dos novenas, descrito con giros hiperbólicos y una indolente arremetida de lo imaginativo. No estaría mal el apunte, aunque sería incompleto. En otra variante, la supondríamos un divertimento de lujo del autor, abundante como ha sido siempre en su escritura, que debe haber superado ya los treinta títulos. En ambos casos el apunte estaría a medias.
Esta novela de Esquivel recoge las tradiciones del giro relativo, sobre todo el cubano, y lo mezcla con el canon tan fuerte, y aún vigente, de la literatura estadounidense, tanto del siglo pasado como de lo que va del XXI.
¿Sería un hereje si dijera que Esquivel poncha a Cabrera Infante, o que no le permite un solo swing a Arenas, aunque él los declare maestros precursores a ambos? No hay en este texto la mala leche –a la española– que hicieron expansiva sus antecedentes y sí veo, mucho más, la irreverencia mañosa del inglés Julian Barnes, el venezolano Britto García, o los argentinos Posse y Brailovski, asimiladas en un ámbito cubano, intrínseco y, no se engañe nadie, de profundos y recónditos referentes culturales. Y la manía de barajar, a lo Cortázar, los mundos como un niño que arbitra, solitario, por supuesto, sobre sus juegos de mesa. Persiste, además, la tutelar sombra del absurdo, narrativo y dramatúrgico, de Virgilio Piñera. Es él, quizás, quien mejor se perfila como antecedente. Cuando Lezama Lima escribe a través de la pluma de Caín, en Tres tristes tigres, es más o menos un bufón de buena honra, aburrido y sin mucho que legar. Cuando Lezama pitchea en esta novela, es mucho más que un personaje simpático –a costa de las mañas humorísticas del autor, desde luego–, anodino, pues no se desplaza a lo banal su grandeza literaria ni, mucho menos, su reconocimiento.
Si prefiere usted una novela que le cuente una historia de principio a fin, sin distracciones bruscas ni rodeos en la trama, se va a sentir incómodo con esta de Esquivel. Tenga en cuenta, para poner solo un ejemplo, que un juego de béisbol avanza del primero al noveno inning, si el empate no lleva entradas extra, y que en este caso caprichoso de Esquivel –más manager que autor– queda alterado el orden numérico de aparición de esos innings: del primero al noveno, luego al tercero, al sexto y así por el estilo, para terminar en el cuarto. Si, por el contrario, disfruta del apunte inteligente, disperso, embaucador, más que de un argumento deudor del siglo XIX, se va a poner las botas mientras lea este libro. Es requisito, para su más pleno disfrute, una cultura literaria amplia y un saber práctico y profundo del juego de béisbol. Notablemente asombroso me ha resultado comprobar cuánto media el béisbol la efectividad de las bromas literarias, y el desparpajo irónico que el autor se gasta sin cuidarse de nada ni de nadie.
El mundo bajtineano de la inversión carnavalesca se muestra aquí con plena naturalidad, como si lo que conocemos por novela, así mismo se hubiera comportado desde sus orígenes. No hay, por parte del discurso narrativo, del cual la palabra del autor desaparece a largos tramos, intentos de explicarse, o de justificar, por qué las normas canónicas del género han sido quebradas inmisericordemente. O por qué la norma genérica que encadena un episodio a otro usando lo que en pragmática narratológica han llamado paratextos, responde a la farsa, a la comedia.
Los «artículos», entrevistas, viñetas que se suceden, entre un inning y otro, con su desfile de apócrifos, son también parte de la descripción que el texto privilegia. La palabra autoral quedará tan travestida que se desvanece, como todo lo sólido. Lo carnavalesco no ocurre, en esta obra, como una inversión simétrica de roles, como en el chiste clásico, o el equívoco habitual de la comedia, sino a través de una mezcla caótica, impredecible e irreverente, de funcionalidades.
Puede, digo heréticamente, que no sea usted el lector ideal de esta novela, ya que no le divierten las irreverencias, no conoce de béisbol más que el comportamiento natural del juego y no se ha bebido las innumerables vasijas donde se licúan las literaturas cubanas y estadounidenses. O no está al tanto de las farsas y chismes que se han tejido alrededor de los numerosos autores mencionados ni de los tantísimos peloteros que evoca.
En ese caso un manual será mejor novela, para no renunciar a mi herejía. Pero si usted se divierte con el buen ingenio, y disfruta la broma sin que piense que de ella saldrán juicios sumarios, linchamientos o irreconciliables juramentaciones de odio, tiene el texto adecuado ante sus ojos.
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