A 11 años de la muerte del poeta cubano Alberto Acosta Pérez, retomamos como homenaje el análisis que realiza de su poema Isla el también poeta y crítico literario Virgilio López Lemus, incluido en su Antología comentada de la poesía cubana.
«Yo te amo», el poeta deja un espacio en blanco (un silencio) y dice: «isla». La figura tutelar de Gastón Baquero ha dejado una huella inicial: un verso citado: «Yo soy quien vela el trazo de tu sueño». Y lo primero que topamos en el poema es la recurrencia de un sujeto lírico bien marcado en primera persona del singular, que se propone cantar al modo de la oda. El poeta Alberto Acosta-Pérez (1955-2012) ofrece de entrada una declaración de amor, porque el poema no va a versar luego sobre un idilio, nada que tenga que ver con el erotismo. Ese amor encuentra enseguida un «aunque»: «aunque seas un límite tejido y destejido gravándome la sombra». La falsa reminiscencia de «La isla en peso», de Virgilio Piñera, pareciera despertarnos una curiosidad: «y te padezco en mi memoria y me presiento libre…». El amor va a ser también un padecimiento, la isla que se ama no es un nido de rosas.
«Isla» es un poema plenamente antológico dentro de la mejor tradición del canto insular cubano. Su construcción es sobria en palabras, lujosa sin embargo. Lujo del entrecruzamiento lexical que desea ser sencillo y directo, pero se prende a él un barroquismo de esencia que se manifiesta en recursos tropológicos, como símiles, metáforas, metonimias, o elegancias del lenguaje que vienen a calzar un qué decir complejo, un amor que se precipita y se eleva, que es pasión sublime y dolor.
Dentro de la enseñanza de la cubanía que ofreció José Martí, en una tradición en que la Isla es gozo y pasión y dolor, el poema de Alberto se yergue como un pequeño monumento de palabras a la belleza de ese amor.
«Mi patria es dulce por fuera / y muy amarga por dentro», decía Nicolás Guillén en un decir que no ha perdido su vigencia. Alberto ama a la Isla «aun cuando el sueño me obliga a disolverte / escanciando arena entre nosotros / aun cuando las cuerdas inventadas donde sobrevivo se deshacen / y dejamos de ser esos dos personajes de una misma película». La isla se torna un ser como el poeta: «dos seres que yo siento ahora como una vocación extraña y definitiva».
Aun se ha de complicar más ese amor, Alberto ha sentido otro peso diferente al de Piñera.
Como si Emilio Ballagas siguiera el poema, dice Alberto: «Yo soy un silencio de voces reunidas / de muertos amigos repitiendo la turbia indiferencia…», o como si evocara a Julián del Casal: «soñando siempre la belleza de algún lugar remoto / algo como París o la irrealidad…». Pero Alberto calza su hic et nunc de una forma brillante, a la manera de Baquero: «he creído verte uniendo los dedos en una orquídea o en un Cristo adolescente / que escribe nombres a lo largo de la costa…». El poema se torna reunión de poetas en un poeta, canto a la isla en un esfuerzo inusual de amar al suelo donde se ha padecido. El poeta está aquí, no canta desde un exilio más o menos asumido, sino desde un ahora penetrante, y también voraz. No hay tiempo para el «yo», y sin embargo es ese pronombre el que sostiene el discurso, el tono conversacional, el supuesto diálogo que es, como en Piñera, monólogo. Lezama fulgura en «los hipocampos y los jardines invisibles / y los rumores enemigos tiemblan en su origen», vuelve Piñera cuando «estoy en ti sepultado bajo el bello peso de tu cuerpo», y vuelve a ser Alberto pleno cuando quiere «perderme en el aliento de tu cielo / sentir la sombra de tu ángel / ser tu criatura gemidora / los ojos inventados una tarde sobre el mar / el gigante que te mira a la cara fijamente / y te levanta febril sobre la muerte».
Esta apoteosis lírica pareciera tener un tono dramático, si no fuera por esa reiteración del «Yo te amo». Es el amor redentor quien ilumina el poema, vuelca su potente iluminación sobre esas sombras que a veces enturbian el ¿paisaje? de un poema que no deja de conceder espacio a un romanticismo trazado con hilos de plata. Es el paisaje interior de un hombre amante, de un niño que habita en el hombre que clama despacio, sin grito, como si suspirase. El amor por la isla es liberador. Perdona y abre espacio, contempla y habita. La isla es posesora, posesiva: «haciéndome sentir que nunca me abandonas», y es ella la fiel, la siempre fiel Isla de Cuba.
«Yo soy un silencio de voces reunidas», dice Alberto, y por eso en el poema se dan citas poetas que han alabado a la insularidad desde una intimidad transida. Él no quiere un poema patriótico a la manera de un himno, ni una loa de héroes y de victorias, ni una elegía que se precipite sobre el dolor del fracaso. Alcanza un modo personal de ver, contemplar, admirar y dolerse por su isla. Y ella es patria y es ensueño. Lo complejo entonces está en la vocación de amor y el rechazo insólito: «Yo te amo ínsula / ruiseñor ensimismado en la vigilia / arrasado en la nube crujidora / pero quisiera que me miraras como si no existiese…».
¿Biografía? Sí, pero sublimada. Nada de testimonio, ni siquiera de tono confesional. La vida vivida, la historia de vida subyace en el amor y las metáforas o símiles con que se expresa. Él no dice aquí sufrí por esto o por lo otro, dice: «Yo nací deshabitado». Y también la sensualidad reclama su espacio: «en las raíces jinetes de los muros / en la ciudad que recorren los cuerpos fosforescentes…», se desarrolla también, y culmina, la historia compartida: él y la isla, ¿o son uno los dos?: «Yo soy esa historia tan serena de ser dos / de ser lana y niño maldormido…», porque en definitiva, dicho entre paréntesis como una confesión, un susurro, algo al oído: «(Soy un poeta de la mano izquierda / y esa noticia partirá mi memoria en dos pedazos.)».
Alberto Acosta-Pérez tiene poemas tan intensos como «Libertad», «La balada de Jack y Ennis», «California», «Alabanza del sueño», «Lamentación», un conjunto poético que harían vibrar de orgullo por su poeta a la cantada Isla. Como quería Antonio Machado, hay que escuchar su voz, «entre las voces una». Su plenitud de poeta no es la de un cantor de lo exquisito, ni de un inventor de fábulas líricas, ni un contemplador barroco que quiere volcar el cántaro de la noche. Alberto codicia mostrar la experiencia de su amor: vivir intensamente es mejor que vivir larga y desapasionadamente. «Isla» revela esa pasión. El poeta vive una pasión, de modo que la poesía, sus poemas, van siendo estaciones de un supuesto viaje hacia el Calvario, el suyo. Por ello es difícil el análisis de «Isla» como un poema separado, fuera del contexto de un concepto de la poesía donde se interrelacionan la poética del dolor martiano y el embellecimiento del lenguaje, fruición y desazón.
«Isla» es uno de esos poemas que nos dejan vibrando. Vibración de amor, y desazón de vida. Alberto no es un poeta «pesimista», su poesía posee la complejidad de la reflexión, y esta a veces puede parecer llena de complejidad anímica. En esto consiste la vibración de sus textos, no complacientes, no dados al lector para ofrecerles solo un goce estético, sino también un conjunto de ideas bellamente organizadas, dichas con los dones propios de la poesía. Su conversacionalismo resulta comunicación, el poeta asume interés de trasmisor emotivo por medio del intelecto. La conjugación de tan denso discurso lírico dona poemas (este «Isla» es un buen ejemplo) que no permiten una lectura rápida o no comprometida. La «Isla» de Alberto posee, además, dosis de desarrollo hermético, no todo está dicho con explicitez, porque el valor comunicativo no implica que el poeta renuncie a las sombras, a la imagen que puede tener varias connotaciones, al misterio de un qué decir en el que no sabemos siempre bien la última definición de lo dicho: «¡Ah isla vine a contemplarte mientras persistes como un dios en cuyo cuerpo / se olvidan esos juegos de luces contra natura donde yo sé que existimos!».
Así concluye el poema: ¿un elogio, una elegía, un texto dramático, una visión oscura del devenir insular, un sentimiento de destino personal marcado por sus costas, por sus límites marinos? Ahí nos deja el poeta su texto para la diversidad de lecturas, para el lector múltiple que reviva su letra y la incorpore como un reto. Queda constancia: el poeta ama a su isla aunque ella sea «un límite tejido y destejido gravándome la sombra».
Isla
Yo soy quien vela el trazo de tu sueño
GASTÓN BAQUERO
Yo te amo isla
aunque seas un límite tejido y destejido gravándome la sombra
llevándose el verano en una hoja negra y traslúcida
aun cuando frágil juegas en los dedos de la lluvia
y te padezco en mi memoria y me presiento libre
porque tu corazón es un bosque de furias y benevolencias.
Yo te amo isla
fuerza y moneda entre los dedos
invitando a la sublevación de los cuerpos
en los que yo sé que me repito
en los que yo sé que existo
cuando la noche renueva el cristal de su mejilla
y nace súbita
haciéndome sentir que nunca me abandonas
que me inventas
que me finges jardines y cristales
en la pequeña eternidad de arena e inocencia
donde tú me posees mejor y para siempre.
Yo te amo isla
aun cuando el sueño me obliga a disolverte
escanciando arena entre nosotros
aun cuando hasta las cuerdas inventadas donde sobrevivo
se deshacen
y dejamos de ser esos dos personajes de una misma película
dos seres que yo siento ahora como una vocación extraña y definitiva
aun cuando jugando al escondite nosotros perdimos ese algo
que se yergue y acaba haciéndonos
igual a los demás hombres.
Yo te amo isla
conspiración en la conspiración
fuerza en la fuerza
llena de dardos y sonidos.
Nadie lo sabe todo mejor que tú.
Yo te amo ínsula
¡quién viene a lamer en mi cara tu pasado
la extraña indiferencia de par en par abierta como un hombre o
un país
o un manojo a medio despertar!
Yo te amo ínsula
donde familias tonsuradas con un hijo plantado en el desierto o
en la selva
me hablan sólo de la gloria y la paz de los museos
y los cuerpos extendidos levemente de una boca a otra boca
propagan esas manchas increíbles que asustan como muros o
niños asesinos
Yo te amo isla
espía de mi esfuerzo y de mi vida
porque ríes en la luz amarilla del espejo
y me haces recordar que he sido amenazado por un gesto
superviril
que me he perdido en una red vacía
que estoy enfermo de flores ácidas
que así responde un niño ante una trampa o una marca.
Yo soy un silencio de voces reunidas
de muertos amigos repitiendo la turbia indiferencia
soñando siempre la belleza de algún lugar remoto
algo como París o la irrealidad la alta ceniza que llenará las bocas.
Sí
el mundo es un bello libro donde leer cómo huele una época
para descifrar a través de sus carbones
el sentido último del delirio o la tristeza.
Sí
justo cuando lo maduro y lo imposible arrancan un pez al paraíso
y la adrenalina rellena los cuerpos aplastados
y los hipocampos y los jardines invisibles
y los rumores enemigos tiemblan en su origen
he creído verte uniendo los dedos en una orquídea o en un Cristo adolescente
que escribe nombres a lo largo de la costa
con un dedo tan agudo como una fibra de ballesta.
Yo te amo ínsula
ruiseñor ensimismado en la vigilia
arrasado en la nube crujidora
pero quisiera que me miraras como si no existiese.
Yo nací deshabitado.
Ah ínsula que entras al poema y te conviertes en su centro
en su rey imaginario
en el súbito horizonte
en mi rostro
en el caballo de la muerte
yo quisiera sentirme y perderme en las raíces jinetes de los muros
en la ciudad que recorren los cuerpos fosforescentes y capaces de llorar
en las piedras la flauta el estero
en la fruta de escarcha
en el padre loco y su cuchillo
en el rectángulo de aguas donde vive la luna.
Yo soy esa historia tan serena de ser dos
de ser lana y niño mal dormido
pobres muros vagas llamadas telefónicas
alguien que se despide como si tras la puerta hubiera siempre
un maëlstrom o una flor carnívora
(Soy un poeta de la mano izquierda
y esa noticia partirá mi memoria en dos pedazos.)
Yo te amo ínsula
a esas horas suntuosas cuando las miradas son tulipanes amarillos
y después
sin una excusa
tenga o no tenga estas ganas enormes de abrazar.
Yo te amo ínsula
estoy en ti sepultado bajo el bello peso de tu cuerpo
sarmentoso y de jugos oscuros
estoy muriendo hablando de otro tipo de desnudez
y perderme en el aliento de tu cielo
sentir la sombra de tu ángel
ser tu criatura gemidora
los ojos inventados una tarde sobre el mar
el gigante que te mira a la cara fijamente
y te levanta febril sobre la muerte.
¡Ah isla vine a contemplarte mientras persistes
como un dios en cuyo cuerpo
se olvidan esos juegos de luces contra natura donde yo sé que existimos!
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