
I.
Valverde escribió versos, y nos dice que son su biografía. Pero también habló y escribió, aunque poco, de poesía; de la suya y de la de otros, dejándonos suficientes huellas. En 1949 Valverde publica en el nº 40 de la revista Espadaña. Poesía total, una especie de manifiesto, «Poesía total», que venía a anunciar el giro en la esencia de la publicación, hasta entonces subtitulada Revista de poesía y crítica. Allí habla de la «escisión de la poesía en diversos rumbos unilaterales», en escuelas y vanguardias; y se fijaba en que, sin bien «de manera espléndida y con logro técnico jamás igualado», ese fraccionamiento había determinado que se hiciera la poesía «desde regiones parciales de la palabra y del hombre», se acabó haciendo «poesía para escritores». Valverde, desde muy joven, reivindica lo que llama «poesía total», que ocupe y se ocupe de la totalidad del hombre y de la totalidad de la palabra: «Todo tiene que estar en la poesía, porque todo, de un modo u otro, entra y trasparece en el lenguaje, y la poesía es la plenitud, enteriza y universalizada, del lenguaje». Todo cabe y debe caber en ella:
nuestra tristeza de las horas negras, nuestra alegría de los días en que nos sentimos herederos de Dios, nuestro humor, nuestra agudeza, nuestra ceguera, nuestra ternura, nuestra hambre de salvación, nuestra necesidad de amor y compañía así en la tierra como en el cielo; todo ello tiene legítima residencia en la poesía, y no sumado, sino hecho uno; no acumulado al simple hilo de la ocurrencia subconsciente o del engranaje lógico, sino unificado en la carne del poema, unidad específica de la poseía.
Toda la evolución poética de Valverde parece un cumplimiento creciente y cada vez más fiel de esa idea: lo sublime abriendo un hueco a lo humano, el lenguaje selecto cediendo el trono a la palabra llana, los anhelos y sueños de los creadores del verbo sustituidos por los desgarros y sufrimientos de los humillados y oprimidos. No es necesario decir nada más; la paráfrasis sólo contribuiría a poner vaho sobre la transparencia de la imagen.
En 1952, en una encuesta selectiva entre hombres de letra sobre los diez mejores poetas españoles vivos del momento, Valverde aparecía entre ellos. Junto a unos poemas para una Antología, se les pidió una breve imagen de su poesía. Valverde respondió con una breve reflexión, «Poética y Metafísica», que más que expresar su imagen poética del momento anunciaba un canon que seguiría a lo largo de su vida. Comienza señalando que una obra poética no debe responder fielmente a la teoría de su poeta”, como si ya pensara que el poeta ha de huir del ensimismamiento y del narcisismo, aspirando a ser voz de los otros. Y en seguida dice: «Eso, no obstante, suele ser muy conveniente —al propio tiempo que peligroso— que cada poeta tenga su poética». Conveniente pero peligroso; necesario pero insuficiente. Poesía es arte, y el arte implica «intuición de la forma en sí misma». Si se olvida esta dimensión en nombre del contenido, la poesía se sacrifica a la metafísica, lo poético se oscurece «en un clima de contenidos a palo seco, de alaridos entrañables, de metafisicismos más o menos existencialistas».
Valverde por primera vez aborda la difícil articulación entre esas dos formas de conciencia o de ser, poeta y filósofo, que se le disputan; dramatiza el peligro de que una figura ahogue a la otra; y pone cierta aura trágica a la inevitabilidad de que ambas vayan juntas. Es, en definitiva, una imagen de la existencia humana, siempre sometida a la contradicción, que Valverde tantas veces mencionara usando la imagen de aquella paloma kantiana que maldecía el aire que frenaba su vuelo olvidando por momentos que gracias al aire volaba. Aquí Valverde lo resuelve de manera curiosa, recurriendo a Heidegger, tan silenciado en sus escritos como presente en su pensamiento. Le parece que la metafísica necesaria es la de Heidegger, que está «fuera ya de una técnica y una disciplina cultural precisa», que viene a ser algo así como «el estrato último de concepciones y creencias constitutivas, tal vez expresadas en diversos géneros literarios». Algo que está en el fondo, que sostiene el pensamiento, que alimenta la palabra, pero que no impone teorías, conceptos o reglas. Su recurso al gran maestro sevillano clarifica esta idea imprecisamente expresada: «Como dijo mi inagotable maestro Antonio Machado, todo poeta tiene una metafísica para andar por casa, y la posibilidad de expresarla aparte, en prosa, les distingue del mero señorito que hace versos».
O sea, Valverde reconoce la conveniencia de que el poeta cargue una metafísica en la mochila del pensamiento; lo que rechaza son las metafísicas —y las ciencias— que oscurecen la poesía, que desprecian o imponen la forma. De ahí que, en consecuencia, en lugar de hablar de su poética, prefiere limitarse a decir algunas cosas sobre el oficio de poeta. ¿Y qué nos dice Valverde de ese oficio? Cosas elementales, sencillas y profundas: «que la poesía debe echar luz por encima de las cosas, pero no explicarlas, no resolverlas»; «que la poesía debe dar voz a los anhelos perennes del corazón del hombre, pero que no es quién para aclarar sus vías de resolución»; «que es todo y es nada»; «que nos pone delante del ser sin hacérnoslo poseer en los más mínimo». Y, sobre todo, la siguiente máxima de nítida inspiración en Rilke, tal vez su poeta preferido, sin duda el más admirado por Valverde: «que a la hora de escribirla y de leerla, la poesía se compone de poemas, de curiosos objetos como piedras, y los poemas de palabras, esas duras exterioridades a las que nuestro orgulloso Yo logra tan difícilmente interesar y ablandar, dejándoles su huella impresa». Se comprende así esa relación inconcreta que Valverde pretende establecer entre poesía y metafísica: liberar a la primera de la tendencia a explicar, a conocer, a reducir, a dominar, inscrita en la naturaleza de la segunda; reservar a la primera la tarea de, iluminando el mundo y la vida con las palabras, conseguir que el hombre las sienta y viva con más intensidad, sin mediaciones. Aunque no aparezca mencionada, ya está en silencio su sospecha en la razón, que le acompañará de por vida; aquí la amenaza de racionalización se ve en las filosofía metafísicas —no como la de Heidegger, ni como la de Kierkegaard, que al fin han declarado el final de la metafísica— que aspiran a poseer el ser, obviando que todo conocimiento racional del mundo encubre su dominación conceptual y existencial.
Nada más tiene que decir de su poética. Y, en coherencia, nada tiene que decir de su biografía qua poeta, que conforme a lo dicho habría de ser exterior y ajena a su poesía. De ahí su ya mencionada renuncia a autobiografiarse; de ahí, especialmente, su resistencia a ser hermeneutizado.
Si hoy nos preguntáramos: ¿qué tiene que ver la biografía del poeta con su poesía? La respuesta tendería a decir más bien todo que nada; Valverde, en cambio, viene a decir: «apenas nada». Sería significativo su ser católico (no como determinación sociológica, como miembro de una iglesia, de unas instituciones o unos grupos sociales), pues su metafísica allá en el fondo, con sus creencias, inquietudes y valores, afectará algo con sus latidos a su oficio de poeta; pero la vida exterior no debiera afectar directamente su alma; no debiera utilizarse para comprender su filosofía. La entrada del análisis en ese recinto íntimo de la religiosidad para encontrar razones y fuentes de su poesía sería equivalente a la de un elefante en una cacharrería.
En 1954 escribe «Diez años de trabajo poético», una breve reflexión sobre su primera etapa poética, centrada en tres libros: Hombre de Dios (1945), La espera (1949) y Versos del domingo (1954). Del primero dice que
era una obra vehemente, debatida entre las preguntas íntimas del alma, y más interesada en dar voz a unas congojas espirituales que en el logro de los poemas por sí mismos; ahí estaba su posible interés y al mismo tiempo su peligro: aprovechar la forma de la «oración» para la poesía es apoyarse en un seguro resorte anímico, pero puede ser empobrecedor del horizonte lírico. En el diálogo a solas con Dios, o, mejor aún, en el grito solitario del alma hacia Dios, sólo tienen las cosas y los demás hombres una vaga presencia en medio de la nebulosa de la emoción: es lo propio de los años de la adolescencia, del afán de decirlo todo de una vez, de poner de una vez para siempre en claro a nuestro Dios y a nuestro espíritu.
Lúcida autoconciencia, que le permite ver que su vida poética no se ajustaba del todo a la idea que exponía de la misma. Ahora reconoce que esa ardiente sinceridad ofuscaba al poeta; que al poner en forma de poema la oración y el grito, que deberían haber transcurridos en la soledad silenciosa, había alterado con la pasión los términos de la vida del alma. O sea, había llevado a la poesía tal vez lo que debiera haber guardado en el silencio y, en cambio, había mantenido fuera del poema mejores territorios desconocidos y variopintos.
Pero la adolescencia acabó, y entonces es cuando se plantea verdaderamente el problema de si vamos a ser poetas para toda la vida o no. Ya ha aprendido que los sentimientos adolescentes se agitan, que el propio yo no puede alimentar una vida de poesía. La conciencia religiosa abre espacios a las cosas del mundo, que están allí, y apremian: «nuestro deseo divino se reconoce desmesurado; no se trata de gritar hacia Dios, queriendo verle y sentirle por debajo de nuestra seguridad; se trata de servirle, simplemente, percibiéndole sólo, por ahora, en la misma luz de la vida y de las cosas cuando las contemplamos en lo que ellas mismas son». Este cambio, de una conciencia religiosa que madura con la conciencia filosófica, y de una conciencia poética más coherente con aquel fondo metafísico de la idea, dominará el universo poético del segundo libro, La espera, donde se muestra la evolución de su poesía y su espíritu.
Ciertamente, en los poemas de este libro la vista gira de Dios a las cosas; lo pequeño y cotidiano entra en el poema, de la mano de la palabra sencilla y sonora — que aprendió leyendo a César Vallejo, Pablo Neruda y Gabriela Mistral, nos dice—, en la lengua que el poeta se siente bien, en la que se hace presente a sí mismo e incluso en la que le es posible entrar en relación auténtica con Dios. Es especialmente denso y emotivo el último poema, «Despedida ante el tiempo», dedicado a su madre, que parece condensar toda su memoria del pasado, que ahora ha de dejar atrás y abrir un nuevo espacio a su poesía y a su vida. Sus últimos versos cierran una sucesión de preguntas sobre su inquietante futuro ausente que brotan desde las imágenes del pasado conocido y entrañable a punto de cerrarse. Y acaban con la pregunta por la oración:
cómo será el rezar, arrodillarme
con la oración de siempre, y advertir
que son palabras tuyas, las primeras,
que has dejado en la boca hasta la muerte.
Parece el testimonio del fin de aquella religiosidad del primer poema, en forma y fondo venida de fuera, que ahora deja el hueco a otra, con otro Dios, al que ya no hay que buscar cara a cara, sino a través de las cosas y las palabras finitas y sencillas.
Fin de una etapa existencial, se avecina su viaje a Italia, que será el inicio de su distanciamiento del Madrid de su niñez, adolescencia y juventud primera, del contaminante ambiente cultural saturado de nacionalcatolicismo, que le prestó —o le impuso— las dos determinaciones de su espíritu: el Dios transcendente, distante y justiciero, y la lengua poética, sobrecargada de solemnidad, misión y concepto. Ya huele otra forma de orar y ya sabe otro modo de poetizar, de usar la lengua: hispano-americanizó su vocabulario y, sobre todo, aprendió a sentirla, a escucharla: antes usaba las palabras como pinzas, ahora están cargadas de realidad, sobre todo de realidad cotidiana, «como un nuevo amor de lo pequeño y vulgar de nuestra vida»; el poeta, por fin, aprendió a paladear las palabras.
Valverde en este relato de autodescripción pone énfasis en la aparición de su conciencia lingüística, de la mano de la literatura hispanoamericana. Pero esta conciencia tiene otras vías, tal y como se revelan en dos trabajos de esta época, Estudios sobre la palabra poética (1952) y su tesis doctoral, Guillermo de Humboldt y la filosofía del lenguaje (1954). En ambas reflexiones filosóficas insistirá en la importancia de esta idea del lenguaje como «realidad fundante en la cual el mundo se me ordena como tal mundo»; es decir, casi sin quererlo va incorporando a su poesía una nueva metafísica.
En el tercer poemario mencionado, Versos del domingo, sigue presente el sentimiento religioso, pero con otra forma; es menos subjetivo e íntimo. Entran en la escena poética «estampas, retratos, paisajes, cánticos…en una línea que me gustaría ver calificada de épica». Y, sobre todo, es una poesía más madura, como dice el mismo Valverde, sin esa necesidad adolescente de decirlo todo y unirlo todo; dejando que cada poema tenga su unidad y su acabamiento: «Pues me ha llegado a parecer que la misión de la poesía no es explicar ni definir, sino echar luz por encima de las cosas y la vida para que ahondemos más en su inagotable realidad, entre cuyas aguas vivas nos llega fundido el latido de Dios, el rumor de su promesa».
En una carta a Concha Lagos, donde le comenta que cada día tiene menos poética, en sentido de preceptos y reglamentos, confiesa su creciente desplazamiento a una poesía sencilla en los temas y en el lenguaje. Es un giro importante, que Valverde quiere y cuida: «No nos toca a los poetas descubrir ni revelar nada nuevo; para eso hay libros más autorizados que los nuestros (así en la tierra como en el cielo) . Nosotros ya haremos mucho con “cantar” y “contar” la vida y las esperanzas propias, “en representación de todo el mundo”, como dijo aquel personaje de Vallejo…».
II.
Aunque poco, también nos habló de sí mismo. El relato autobiográfico más extenso lo encontramos en su «Introducción» a Antología de sus versos, obra relevante por lo que no aparece, por lo que deja de lado. En coherencia con su idea de que la biografía de un poeta es su poesía, comienza advirtiéndonos que la citada Antología es una autoselección, algo así como la mitad de su producción poética hasta entonces; en todo caso, allí están los poemas «de que me sigo haciendo responsable en este momento», en 1978. Otros se han ido cayendo de las sucesivas ediciones; los que sobreviven a sus sucesivas podas son los que merecen salvarse. Si el camino se hace al andar, en la conciencia el andar es tejer la memoria, libertarse de lo que va deviniendo extraño, enterrando definitivamente lo muerto. El hombre vive dejando atrás la muerte, desprendiéndose de trozos de su vida, parece insinuarnos.
Valverde empezó a escribir poesía a los 13 años, en el Madrid de la postguerra, «donde me crié y estudié». Sus lecturas iniciales venían de la biblioteca de su padre (Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, Baudelaire, Verlaine, A. Machado…) y las que se agenció por su cuenta, especialmente de la Generación del 27 (Lorca, Gerardo Diego, Alberti), «que me descubrieron la creatividad imaginativa, algo que me subyugó precisamente por lejano a mi temperamento».
Su obra juvenil Hombre de Dios tuvo un éxito multitudinario, nunca repetido, donde recogía su producción de los diecisiete y dieciocho años. Pero muchos de aquellos poemas se cayeron en la antología; ya no se reconoce en ellos 33 años más tarde. El hecho le ocasiona críticas, por renunciar a sus orígenes. El poeta justifica la poda:
Y es que el obsesivo sentir de ese libro quedaba mejor expresado al reducirse a unas pocas piezas líricas: era el clamor solitario de un muchacho al que se le había derrumbado el armazón en que se sustentaba su alma de niño, gritando, vehemente y exigente, hacia un Dios que la lenta experiencia de la vida le enseñaría que no se había de buscar así, impacientemente, como garantía, refugio y aclaración total para uno mismo.
Sólo la humildad, combinada con la honestidad intelectual, hace posible esa violenta amputación de un trozo de la memoria juvenil; no todo en nuestra vida es valioso, y debemos liberarnos de aquello que ya no reconocemos en lugar de exhibirlo en ecléctica fetichización; para seguir adelante hay que dejarlo atrás, como el pecado tras la constricción, parece decirnos.
Del segundo poemario, La Espera, Valverde salva muy pocos poemas; tal vez porque es una pesia de transición a una religiosidad sin exigir esperanza palpable, que se corresponde con una actitud existencial de aceptación de la realidad de la vida como muda revelación divina, en las pequeñas cosas, en las cosas humanas. Poemario de transición, se comprende que Valverde, treinta años después, encontrara escasa sustancia en sus poemas.
Como él mismo explica, su contacto con la poesía hispanoamericana afectó hondamente su poesía: en la forma «se me hispanoamericanizó» el lenguaje, y el contenido cambió de referentes. Nos dice: «Si fue importante para mí andar durante cinco o seis años como hermano menor de la tríada Rosales-Panero-Vivanco, más decisivo y definitivo me resultaría el influjo de la voz poética hispanoamericana»; Vallejo y Neruda, sin duda, pero también sus amigos nicaragüenses que frecuentaban Madrid, como Carlos Martínez Riva, Pablo Antonio Cuadra, José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal, «que entonces nadie se imaginaba que llegaría a ser cura y revolucionario». Valverde tomó de ellos la voz, «concreta en su visión de las cosas pequeñas y paladeadora del sonido y el ritmo»; tan fascinado que llega a decir que sin ellos «yo habría abandonado seguramente la poesía en aquellos años».
Esa idea de la voz como esencia de la palabra, junto a la conciencia del lenguaje que se inició en la Universidad, vía su lectura de Cassirer y Humboldt, sobre el cual haría su tesis de doctorado, le abrieron las puertas de otra dimensión, que me atrevo a llamar filosófica, aunque la sonrisa irónica de Valverde haga temblar mi escritura. Esta evolución se refleja en Versos del Domingo, muy presente en esta antología. Valverde pone en su base, de forma un tanto enigmática, la superación del miedo a la realidad; de ver el mundo como obstáculo para la salvación a comprenderlo como mediación necesaria. De ahí se desprende desde el amor a las cosas de la vida hasta la confianza en que por ahí se encontrara el perdido camino a la salvación. Comenzó a abrir sus ojos a los otros, a pensar que aquel Dios del primer poema que estaba tras las cosas y tras las palabras, sin dejarse ver, ahora se insinuaba a través de los otros; lo llama descubrimiento de la multitud.
En el contexto de esta transición es inevitable situar su estancia italiana, en Roma, de 1950 a 1955. Se encontró bien entre aquella gente «próxima, pero no del todo mía», con su modesta aceptación del vivir. El matrimonio, los hijos, fueron gestos que expresaban esa tímida apertura al mundo de la vida, el derrumbe de una distancia que, en forma de silencios, nunca se disolvería del todo. Mientras escribe la «Introducción», este excelente relato autobiográfico, y recuerda aquellos momentos, parece sentir placer; lo rememora como una fase de liberación de la conciencia anterior, al contarnos:
(Quote) Mi poesía, entonces, se hace especialmente visual — «fotógrafo del minuto», me llamó Dionisio Ridruejo, también residente en Roma—, y ensancha sus medios expresivos. Pero, en ese cambio, la mayoría de los que habían aplaudido mi adolescente entrada en escena me borraron de sus listas, a veces con recriminaciones, como cierto poeta capitán que reprochó que yo hubiera desertado de mi destino de ser el Claudel español.
De Roma a Barcelona, nueva etapa, que califica de aceptación de la realidad de la vida. Catedrático de Estética en la Universidad de Barcelona, rutina entrañable de profesor, repetición de padre de familia, entrega abnegada al oficio de jornalero editorial. En ese paisaje elabora Voces y acompañamientos para San Mateo (1959), sobre el fondo de una lectura sosegada del Evangelio, larga paráfrasis poética de un texto poiético; y, de la lectura, a la traducción de los Evangelios en la lengua más diaria y corriente, la que Juan de Mairena calificara de «la más poética». El resultado se publicaría como Las Buenas Noticias del Reino de Dios (1960). Mientras tanto, en los escasos huecos de una dedicación forzada a la traducción, encontraba algún tiempo para la poesía. Puede sacar sus últimos poemas en el librito La Conquista del mundo (1960), «la más fría de mis producciones». Frialdad cuyo origen Valverde reparte entre dos vías, la que aporta la forma, la estructura combinada entre sonetos y piezas en alejandrinos, y la que aporta el sujeto: «la ambigüedad de mi actitud, por un lado admirativa ante el hábil esfuerzo de la humanidad por salir adelante y crear la civilización y la cultura; por otro lado, consciente de que la historia no salvará al hombre, en su realidad sustancial y definitiva».
El exilio fue inevitable, aunque no lo deseaba; fue efecto de los apremios materiales, que le impidieron su sueño de distancia y retiro. Huyó de la indignidad de un establishment y hubo de aceptar vivir en otro aún peor, los Estados Unidos; allá fue con su familia, al reino de los Grandes Amos, pero pronto logró desplazarse a lugares más marginales y pacíficos. De profesor en España a profesor de español en el extranjero. Exilio geográfico y exilio lingüístico: su poema «El profesor de español» describe paradigmáticamente esa experiencia. De ese doble exilio se traería una nueva conciencia: la de «la tragedia de los pueblos de mi lengua», que desde España no se veía tan grave. El poemario Años inciertos (1970) recoge esas inquietudes y añoranzas.
Valverde, en cierto modo, anunciaba el cierre de su producción poética con este libro, simbolizado en el último poema, «Sobre mi imposibilidad de escribir una elegía madrileña». Inmediatamente, cuando prepara la antología Enseñanzas de la Edad (Poesía 1945-1970), para Carlos Barral, «editor de poetas», añade «Colofón», y suena también a despedida: «Compañeros, poetas del futuro, / sed buenos con nosotros; Intentad / comprender cómo pudo ser tan duro / este inútil vivir en vaguedad, / este fracaso, al fin debilidad». Como si al poeta de ayer le quedara poco que decir; como si el tiempo ya perteneciera a otros: «Ahorcados nos veis, en vuestros días, / hacia el olvido, ya en bibliografías». Las sucesivas antologías que prepara también parecen revelar, a su manera, que la fuente de la creación poética se ha agotado, esquilmados los acuíferos por las derrotas continuadas, que secan la vida y las palabras. Pero no es en rigor así, este final prematuro puesto en 1970 es sólo el cierre de una época, y ésta última antología ha ayudado a depurar definitivamente su obra y su memoria y a quedarse con lo que aún se identifica: «poesía en limpio», llama a lo salvado, «la producción de que me seguiría haciendo responsable». Ya no seguirá con las podas sucesivas; así deja abierta una ventana a las musas del futuro.
Y la ocasión no tardaría en llegar, con el poemario Ser de Palabra y otros poemas (1976), en que la madurez filosófica viene de la mano, sorprendentemente, de la conciencia filosófica, esa que ayer era vista con recelos. Esa conciencia filosófica, que inmediatamente problematiza el sentido de la poesía, empuja a su renovación:
Ahí, tras una introducción sobre la dificultad de seguir siendo poeta cuando nuestros temas y sentires han cambiado con la vida, figura una reflexión política de tema cubano y un diálogo sobre el porvenir del mundo; luego un ensayo en versos sobre el lenguaje, «Ser de palabra», donde lo teórico no excluye lo personal, y, por fin, sacando las consecuencias liricas, seis a modo de retratos lingüísticos de figuras bien diversas.
Pero esta excelente obra poética parece el canto del cisne, todo suena a despedida. El año de silencio poético que siguió a estos poemas le lleva a decir: “quizá no es fácil seguir escribiendo versos después de escribirlos incluso sobre el lenguaje mismo”. Cuando las cosas se han alejado y disuelto y sólo queda hablar de las palabras, lo más atractivo comienza a ser el silencio. En todo caso, se avecina el regreso a España, a la cátedra, “decorosamente resuelto el motivo” de su abandono. Y, como si fuera su testamento filosófico, el filósofo a quien no gustaba hablar de filosofía nos deja esta reflexión:
Después de las páginas anteriores, el lector no esperará de mí que acabe con un manifiesto o arte poética; ya se ve que escribo al hilo de como vivo, pero, a la vez, con lúcida —quizá demasiado lúcida- conciencia de la limitada y fecunda realidad concreta del lenguaje, ser del hombre, y que tiene en la poesía su más viva forma. Esta forma es la que yo me esfuerzo en usar para todo lo que sea en mí una opinión, una reflexión o un recuerdo, dejando la prosa para mis modestas tareas de crítico e historiador cultural— sobre todo, en cuanto historiador de los hechos literarios y las ideas estéticas….
III.
A veces decía que su biografía era su poesía. ¿Por qué dudarlo? Pero, como he dicho, leerla para hermeneutizarle sería un sacrilegio; y seleccionar versos en los que hable de sí mismo es tarea ingrata, pues no se prodiga, como si nos dijera, y creo que es lo que nos dijo, leedme y así oiréis mi voz, y a su través me veréis. Y creo que añadiría: «No aspiréis a desnudarme». Por tanto, intentaremos que nos cuente el mundo que palpita en sus versos.
En su poesía encontramos los temas que le preocuparon en su vida, como Dios, la muerte, la memoria, las palabras, las cosas, la gente, y al abordarlos nos deja trazos de su figura poética e intelectual. El «Salmo inicial» de Hombre de Dios nos ofrece una ajustada imagen de su primera etapa poética. Allí aparece su existencialismo religioso de joven ansioso de revelación, obstaculizada por las cosas y las palabras, por el mundo y el lenguaje. Es la primera experiencia de la impotencia del lenguaje: «Señor, no estás conmigo aunque te nombre siempre. / Estás allá, entre nubes, donde mi voz no alcanza…» Habla directamente a Dios, exigente, reprochándole su ausencia o lejanía: «No estás dentro de mí…». Y por eso le nombra, por eso refiere las cosas a su nombre, todo en vano: «Pero no. Tú me faltas. Y te nombro por eso. / Te persigo en el bosque detrás de cada tronco. Te busco por el fondo de las aguas sin luz». Y no lo encuentra, el mundo le estorba, impide la transparencia: «¡Oh cosas, apartaos, dadme ya su presencia / que tenéis escondida en vuestro oscuro seno!». El verso final del poema es la conclusión definitiva: «Hombre de Dios me llamo. Pero sin Dios estoy».
Esa lejanía de Dios, trágicamente compensada por la excesiva proximidad y presencia de la muerte, dominan el poemario. Y un cierto egolatrismo de la misión del poeta («Ya ves que por nosotros es sonora la vida, / igual que por las piedras lo es el cristal del rio…»), erigido en mediador entre Dios y los hombres, de revelar a éstos la belleza de la creación y la grandeza de su autor («Solamente nosotros sentimos tu regalo / y te lo agradecemos en éxtasis de gritos»). Estos versos son de «Oración por nosotros, los poetas»; pero no es el único en que Valverde habla de esa misión, vivida en su juventud con fuerte peso existencial. También canta a la muerte como carga arrastrada en la vida: «Ya, Muerte, estás en mí. Ya tu hielo me ha entrado al corazón / y tu plomo a mis pasos…», escribe en su «Elegía para mi muerte», cuando apenas tiene veintiún años. «¡Señor, señor, la muerte! / Se me cuaja la boca al pronunciarla / se me
De la memoria echamos manos cuando recuperamos el pasado; de su niñez, salvo muy escasas referencias, habla cuando ya se fue. Son especialmente importantes sus escasas referencias a su conciencia política. En «Episodios Nacionales» (1963), hay un gesto relevante contra el fetichismo de las fechas, cada bando sacraliza en ellas sus victorias y derrotas; Valverde quiere borrar ese pasado o, tal vez, mantenerlo como pasado, enterrado como los muertos, para que no siga vivo e impidiendo la vida:
Fechas privilegiadas aprendía
desde el primer albor de la palabra:
el Catorce de Abril, el Dos de Mayo,
el Dieciocho de Julio —gritos mágicos
de gloria o sangre, con su escalofrío
dividiendo familias…
Cierra así el poema: «¿Y si todos calláramos las fechas / con pudor, como un álbum de familia?».
Semejantes ecos encontramos en «La República», un breve poema sin fecha que el editor de las Obras Completas recurre al ingenio de decirnos que es probablemente de los años ochenta por el tipo de máquina en que está mecanografiado, detalle impersonal que estoy seguro habría encantado a Valverde; quien, además, le habría agradecido no recurrir para la identificación a la hermenéutica de su alma. Es un poema muy autobiográfico:
De mi pasado cívico, me queda
allá lejos. Un solo día puro,
empezando a ser niño, un día grande
de alegría en la calle, con el pueblo:
al llegar la República española.
Quiere conservar ese día en la memoria, y hacerlo único, para que la pluralidad no lo devalúe. Por eso, tras describir imágenes de la alegría del pueblo, nos dice:
Entonces vi una luz
que queda viva allá: si he festejado
otras fechas, no quiero ya acordarme,
al cabo de años vagos y cambiantes,
a veces engañado, a vece torpe
y cobarde, y tardío siempre, para
ponerme en claro en mí y ante los otros.
Es una lección: del mismo modo que ha ido eliminando de las diversas antologías aquellos poemas con los que ya no se identificaba, ahora hace algo semejante con su memoria: quiere quedarse con la luz día, y borrar la oscuridad de los que vinieron después; quiere recuperar y quedarse a solas con aquel primer dios y borrar de sus recuerdos los restos de los otros que ocasionalmente llegara a idolatrar. Las otras imágenes, las otras fechas, las otras alegrías, ¿para qué rememorarlas? ¿Para qué conservarlas tachadas cuando el espejismo no se puede justificar, pues realmente no se puede? Engaños del poder, torpezas de la edad, cobardía de la arrogante adolescencia, o tal vez ese frecuente llegar tarde a la consciencia que dice caracterizar su vida, y que suele ser mera condición humana. ¿Qué más se puede decir?
Para cerrar este cuadro de su memoria política hemos de mencionar otro poema, también inédito, también probablemente de los años ochenta, «El otro lado», donde nos ofrece otra lección de su vida, cuando aprendió que el mal también estaba en los buenos. El poema recuerda un momento especial de su juventud, cuando su familia huye a Valencia, donde su padre es encarcelado por los republicanos. Su madre logra pasar a la zona nacional, vía Catalunya y Francia, entrando por Irún. El joven José María, con quince años, va a parar a casa de los abuelos, a la sazón en Segovia. Y esa peripecia es la que canta en el poema:
De favor, en un barco naranjero,
sin litera y con sueño mareado,
escapé de los años dolorosos
del fin de mi niñez, con hambre y guerra
—familia perseguida, aunque con suerte,
porque, recién mudados, nos había
perdido el rastro aquel portero docto
de cuello duro y lentes de maestro,
que habría hecho matar quizá a mi padre.
Rememora su paso al extranjero «con luz, escaparates y pan blanco»; y su regreso a España, «… aquel puente místico, / con una banderita roja y gualda / en la gris suavidad del cielo vasco». Menciona su entrada en un mundo nuevo, donde todo lo soñado vibraba de promesas; con un par de versos describe el oropel y la fanfarria fascista, y aquel enardecido lenguaje ardiente y combativo, «…emblemas, himnos y uniformes / y carteles con líricos oráculos…»; hasta que «un tren con moros canturreando / me llevó hasta mi pueblo y mis abuelos». Y entonces viene su lección, con palabras que debemos recoger completas:
y, al quererle contar de mis horrores, algún pariente dijo, sosegado: —También aquí han matado alguna gente; los sacaban al campo, hasta una mina, y les decían: Echa a andar y márchate, y, al tirar por la espalda, iban al fondo― Poco después, dejé yo de ser niño.
No necesita hermenéutica.
La conciencia del lenguaje también aparece en la poesía. En «Para disturbios del conocimiento» (1983) esa posición ya está madura: «¿Y cómo ser poeta todavía, / si ahora ya sabemos demasiado / y la escritura es sobre el escribir, / y después que han muerto las ideas…?». Aquí el escepticismo de la palabra parece extenderse por la escritura al decir, reivindicando en todo caso el distanciamiento, la ironía, la conciencia de quien sabe, «que hablar es un papel en una escena / que no hemos inventado, y donde, extraños, nos miramos actuar, sin aplaudirnos…». Ese pesimismo es el que encontramos en «Los nombres», donde reaparece su constante reivindicación de la palabra frente a la cosa, pues «Nombrando se hizo el mundo, y con los nombres / lo volvemos a hacer también los hombres, / y a la vez recordamos nuestra fuente». Así, frente al pedante que afirma que la cosa es lo que es, sin importar el nombre, el poeta añora el tiempo en que el niño crea el mundo aprendiendo los nombres, tiempo que remonta al origen, cuando «… Dios nos dio la mano / y la palabra, haciéndonos ser gente».
Hay un poema emblemático para acercarnos al Valverde juvenil, preso en la cultura del Movimiento. Es el ya mencionado “Sobre mi imposibilidad de escribir una «Elegía Madrileña» (1970), recogido en el libro Años inciertos. Allí dice:
¿Y cómo no escribir una «Elegía
Madrileña», si llego a mi ciudad
de niño y de muchacho, desde lejos,
tras años de cambiar gentes y lenguas,
unos días, fugaz, desconocido,
forastero en mi tierra, en vacaciones?
Así de sencillo: ¿Cómo no escribir una elegía a su ciudad, la del niño y del muchacho, al Madrid destartalado de la infancia, «a la ciudad del farolero y los barquillos»? Pero no puede: en el bullicio, «desarrollista y pobretón a un tiempo», cree reconocer algo que ya estaba entonces, y que ahora se revela como el obstáculo que le impide el canto. Algo «que nunca aparecía en mi lenguaje, / pero que, al encontrarte, sé que estaba / en mí y que con el paso de los años / se me ha vuelto una piedra en la conciencia, / una vergüenza». Ese algo del que el joven poeta no habló, y que pesa denso en su mochila es el poder. Sí, aquel poder antiguo que gobernaba la vida de todos, también de su familia, «el destino y el sueldo de mi padre»; incluso la oración a Dios, «manchada de miedo al pobre». Ciertamente, desprende culpa esta conciencia:
cuánto reverencié, en mi clase media,
girando bajo el soplo imperativo
del oráculo oculto entre los dioses
del poder y el dinero, entre espesuras
de palabras sublimes y ancestrales.
Ve el mismo poder que gestiona las vidas en el Madrid desarrollista, de bares y televisores; el mismo poder que somete la rebeldía y la lírica de los jóvenes. No puede cantar a su ciudad, ahora que sabe lo que lleva y ya llevaba dentro:
Tarde es para usar a aquel mi niño,
ansioso y débil, o a mi adolescente,
vehemente y cobarde al mismo tiempo:
han ganado los míos, los que quise
que me salvaran cuando en mis principios
me entró miedo a los vientos del mañana.
Apenas encontramos en sus textos referencias a ese momento de su vida, a su relación con el poder político y cultural del Movimiento; como si opinara que uno no es lo que ha sido, sino lo que quiere ser y, sobre todo, lo que va siendo. La historia, sí, es algo que se arrastra en la mochila; pero cada uno debe ir librándose de aquello que cargaron en ella las miserias humanas, lo que ya no le identifica.
Se aprecia en los versos finales de este poema:
Madrid es suyo, y yo crecí con ellos.
No fui nunca inocente. Lo fingía,
sospechando, allá al fondo, algo muy sucio.
Y hoy que me confieso, no consigo
redimirlo en poesía, y verte sólo,
Madrid, limpio en mi ayer…
Por eso no le sale el canto. Podría hacerlo «tras el agua del tiempo que no vuelve», pero en el Madrid que ve en esos días el tiempo no se ha ido del todo, y «…lo que hoy al verte toma nombre / me pone contra mí».
El cierre es de una extraña belleza trágica:
… Se me ha partido
la raíz de la voz; no es mía aquella
con que eché a hablar. Un áspero silencio
me come aquel pasado y mi Madrid.
Se acabaron las puras elegías,
el lírico cantar a mi niñez.
IV.
El profesor Martí de Riquer, amigo íntimo y colaborador del poeta, dijo en su día que:
Valverde era un escritor completo, un excelente poeta, excelente prosista, un crítico literario de gran agudeza y originalidad y un gran historiador de la literatura. Gracias a su enorme conocimiento de las lenguas, y a su buen castellano había hecho verdaderas maravillas traduciendo del griego el Nuevo Testamento, del alemán la obra de Goethe y del inglés obras tan diversas como todo Shakespeare, el Pickwik de Dickens y el Ulises de Joyce. Pocas veces se da un escritor tan completo en todos los aspectos. Como persona destacaría su extraordinaria cordialidad, aunque frenaba sus expansiones y sentimientos.
Valverde fue todo eso, y muchas cosas más; y también fue un filósofo, aunque esta dimensión de su ser quede ensombrecida por la peculiaridad de su filosofía, genuinamente antiracionalista y antimetafísica. Intentaré, con el mismo método hasta ahora seguido, que sea Valverde quien nos muestre su posición filosófica.
Comenzaré por una interesante reflexión sobre su oficio de traductor. En mayo de 1982 en la Universidad Autónoma de Barcelona, pronunció una conferencia —o mantuvo una conversación— con el título «Mi experiencia como traductor», publicada al año siguiente en el nº 2 de los Cuadernos de Traducción e Interpretación, y recogida en sus Obras Completas. Había pasado buena parte de su vida en ese oficio y se propuso contar algunos contenidos de su experiencia. Inicia su reflexión como era de esperar, con una profesión de fe antiteórica muy de su agrado: «No le puedo hablar a ustedes sobre teoría de la traducción porque yo no tengo teoría; es más, no creo en la teoría de la traducción». No tiene ni cree en ninguna teoría. La traducción es para él un oficio, entendiéndolo como actividad imitativa; algo que se aprende mirando, viendo, copiando. Y, para que nadie se vaya por extrañas hermenéuticas, nos ofrece una imagen que limite nuestra especulación: «Es como el trabajo que realizan esos cómicos que imitan a los políticos, que tratan de reproducir sus voces». Oír e imitar, eso es traducir, así de simple y sencillo: «Yo hago lo mismo: oyendo al autor, procuro ir siguiendo la misma voz». La dificultad en nuestro tiempo está en que sabemos leer pero nos hemos olvidado oír; este es el diagnóstico definitivo que Valverde ha hecho de la literatura. Las palabras ya no llevan tono ni ritmo, son signos secos; los lectores no oyen su música, su vida, las usan como meros instrumentos. La literatura se pierde al regar el camino con su sangre de oralidad.
Oír la palabra —Valverde lo sabe, ha vivido muchas horas en la palabra de los otros, en ese doble exilio lingüístico, el del otro país y el del autor que traduce— es muy complicado, exige una violencia sobre uno mismo, nos obliga a romper nuestra identidad, a desdoblarnos. Esto requiere no solamente oído, sino además una cierta renuncia a uno mismo, una cierta quiebra de la identidad. Esa violencia viene a ser semejante a la violencia moral, al control de la naturaleza por la norma, a la imposición del deber al deseo. «Traducir es un ejercicio de ascética», nos dice. Como siempre se hace mal, ayuda a educar el carácter; y eso implica moralidad. Además, como nos obliga a «olvidarse de uno mismo», a vivir en la palabra del otro, en el ser del otro, nos vuelve humildes.
Valverde dice que los estilistas, que tienen e imponen un estilo literario propio, son malos traductores; en rigor, no traducen, sólo reescriben. Para traducir se requiere una actitud ética, estar dispuesto a flexibilizarse, a abrirse a nuevas formas, a ser de otro modo, a vivir en otros lenguajes; pero, claro está, ello tiene sus riesgos. Pasando por muchas lenguas y viviendo en ellas como propias se gana flexibilidad y adaptabilidad, pero se pierden determinaciones fijas, clichés, que al fin y al cabo son necesarios para mantener la identidad y no diluirnos en la diseminación. En esa educación personal, en ese ejercicio moral que es la traducción, vuelve a ser oportuna la imagen de la paloma kantiana: la limitación, aunque pesada, es necesaria; la indeterminación es el no ser, es la nada.
En este relato impresionista de sus tareas de traductor, donde narra las dificultades y peculiaridades de la poesía y la prosa de algunos de los muy diversos autores (Rilke, Humboldt, Hölderlin, Guardini, Heidegger, los Evangelios, Goethe, Melville, Shakespeare, Brecht, Joyce…) cuyas obras tradujo, Valverde nos deja unas breves pinceladas de sus preferencias filosóficas. Una de ellas es la de sus preferencias y sus fobias. Por ejemplo, ama a Rilke y a Hölderlin, y no soporta a Goethe ni a Heidegger. Del primero dice: «Debo confesar que yo odio a Goethe y, para saber si ese sentimiento era o no arbitrario, quise traducirlo». De Heidegger, y refiriéndose a los ensayos sobre Hölderlin, dirá que «son, en cuanto a dificultad, lo peor que he traducido en mi vida». Pero, que le resulten inaguantables, no quiere decir que no le interesen; su relación con el autor del Seinund Zeit (1927) es especialmente enigmática, como veremos.
Su relación con la traducción es especialmente importante porque está en la base del nacimiento de su conciencia lingüística, que comienza al constatar que para poder leer a Rilke, «poeta estupendo, que suena muy bien», no sólo había de hacerlo en alemán, sino que tenía que traducirlo él mismo. Comenzó traduciendo a Rilke, a los 16 años; y ya en 1957 obtuvo el Premio Nacional Fray Luis de León por su traducción Cincuenta poesías de Rilke.
Es curiosa, y muy significativa, su relación con Christian Morgenstern, poeta del absurdo, a quien tradujo para uso personal; autor muy desconocido en la academia, pero que «todos los alemanes citan como chiste en la conversación», logró cautivar a Valverde, a quien es bien sabido gustaban los chistes y retruécanos sobre los usos del lenguaje. Nos dice de él:
Murió el año 1914. Hace juegos verbales que son, en realidad, sátiras metafísicas. No se mete con nadie: únicamente juega con situaciones absurdas. En su obra crea algunos personajes que se caracterizan por no existir: dos de ellos son inventores y crean cosas raras. Por ejemplo, uno inventa una lámpara diurno-nocturna, que deja todo completamente a obscuras, aunque sea de día, cuando se le da al interruptor. Otro tiene un reloj con dos pares de agujas, unas hacia atrás y otras hacia delante, con lo que el tiempo queda aufgehoben. Esto es un juego muy divertido para el que sepa filosofía, porque se dice que de esa manera el tiempo se ha superado a sí mismo. En alemán, aufgehoben es la palabra clave en la filosofía de Hegel, quien se felicita por escribir en alemán, una lengua tan dialéctica que tiene la palabra aufheben, que significa cosas opuestas: abolir y elevar, asumir y superar. Ahí está contenida la filosofía de Hegel entera. Morgenstern se burla de ello, diciendo que el tiempo se ha aufgehoben con otro par de manecillas que va hacia atrás.
Expresa así, amablemente, con la gracia de estas anécdotas, su gran rechazo de toda filosofía racionalista, que pretenda meter el mundo en una teoría, o encerrar las cosas en un concepto.
A Valverde le gustaba ridiculizar la metafísica, en cualquiera de sus formas, fuera en herencia tomista que aún se cultivaba en las Universidades españolas o en la hegeliana expulsada a sus puertas; también rechazaba la metafísica encubierta del neopositivismo, su pretensión de teoría fuerte sobre la realidad y el lenguaje, su fe racionalista, su reducción del lenguaje a signo instrumental. En cambio, conectaba mejor con el existencialismo, especialmente el de Kierkegaard, y con nuevas filosofías del lenguaje, la romántica humboldtiana, la del segundo Wittgenstein y, aunque no le agrada confesarlo, la de Heidegger. Al fin fue Heidegger quien declaró solemnemente el final de la metafísica; y en él se unificarían, al menos en el primer momento de su obra, el existencialismo y la nueva concepción del lenguaje; y un sustrato fenomenológico que a veces parece merodear en la poesía valverdiana.
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Fragmento tomado del Blog de J M Bermudo
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