Presentación
«Salgo a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu
la conciencia increada de mi raza».
(James Joyce, El retrato del artista adolescente)
La entrevista a James Joyce[1] que presentamos a continuación fue realizada por la poeta estadounidense Djuna Barnes[2] y publicada en la revista Vanity Fair en el mes de marzo de 1922. En los años 20 ella viaja a París y frecuenta artistas expatriados y vanguardistas, entre ellos a James Joyce, con quien sostiene encuentros por el término de cuatro meses. El reportaje ofrece entonces un retrato de Joyce, meses después de haber publicado el Ulises.
Describe con una prosa exquisita lo que ella denomina Joyce «el hombre», sus hábitos, costumbres y una semblanza de su sus gestos y su cuerpo. Hablaron «de la muerte, de las ratas, de los caballos del mar… De artistas y de Irlanda». Subraya del pasado de Joyce su voz de cantante que hace de «sus palabras» una canción y de su escritura juegos de fonación más allá del sentido. Enrique Acuña en el capítulo final de su libro Resonancia y silencio, «H la soledad del síntoma», dirá que al comienzo de la experiencia de un análisis es el verbo y hacia el final adviene el sinthoma, cuando ya no hay sentido sino sonido de las palabras, entendiendo al psicoanálisis como un procedimiento sobre los límites del lenguaje.
En el Seminario 23 Lacan se refiere al tratamiento que Joyce da a la lengua al descomponerla y disolverla hasta hacer desaparecer la identidad fonatoria. Puro sonido de la palabra que se entrelaza con distintas lenguas, neologismos y homofonías y crea, como misión, lo increado por la lengua inglesa vía la invención de otra lengua. Djuna Barnes percibe que su escritura entre sobreabundante e ilimitada cumple una función para Joyce quien logra mediante el lápiz y papel «(…) organizar, en medio del necesario silencio, los abundantes desequilibrios de la vida para disponerlos a modo de composición de joyas…, de joyas con voluntad de desmoronamiento».
Daniela Gaviot
La justa de la vanidad
Algunos vecinos de Dublín afirman que Irlanda ha perdido una de sus grandes voces; y unas cuantas vecinas de esa ciudad, bastante alejadas de la juventud, añaden: «Una noche aún cantaba, y a la noche siguiente dejó de cantar. ¡Y no ha habido silencio que se le pueda comparar!». Porque se dice que la voz del James Joyce cantante, del autor de Retrato del artista adolescente y de Ulises, era de primera categoría.
El lector que conozca sus libros no se sorprenderá al saber que Joyce fue cantante. Hay que haber pasado con él una de sus veladas extraordinariamente frías y distantes, o haber leído los fragmentos de Ulises que ha publicado The Little Review, para saber hasta qué punto sus palabras son como una canción. Porque dice la tradición que los cantantes han de poseer cierta dosis de bravuconería, cierto alegre adelantar primero la pierna derecha y luego la izquierda, y haber soltado algún que otro suspiro de este lado del claustro; y Joyce carece de todo esto.
La Dublineses durante la guerra, tomando café. Pertenecí a un par de grupos teatrales durante el tiempo suficiente como para proponer el montaje de Exiliados, su única obra dramática. Y había consumido el Retrato de un tirón, cambiando el apoyo de un codo al otro, pero solo cuando conocí su última obra capté la voz del cantante. Frases como «So stood they awhile in wan hope sorrowing one with the other», o «Thither the extremely large wains bring foison of the fields, spherical potatoes and iridicent kale and onions, pearls of the earth, and red, green, yellow, brown, russet, big bitter ripe pomilated apples and strawberries fit for princess an raspebrries from their canes»; o, mejor aún, el humor cantante de esa deliciosa escena de ejecución en la que el «learned prelate knelt in most Christian spirit in a pool of rainwater».
Sí, entonces fue cuando comprendí que Joyce tenía por fuerza que haber empezado su carrera como cantante, como un cantante muy tierno. Y, como ninguna voz puede soportar las brutalidades de la vida sin quebrarse, tomo pluma y papel a fin de organizar, en medio del necesario silencio, los abundantes desequilibrios de la vida para disponerlos a modo de composición de joyas…, de joyas con voluntad de desmoronamiento.
Sin embargo, apenas hemos oído hablar de Joyce el hombre. Yo había visto una foto suya, con el cuello subido junto a la estrecha garganta, la barba, más abundante en aquellos tiempos, volcándose hacia el abismo del escondido pecho. Me habían dicho que estaba quedándose ciego, y en América nos enteramos a través de Ezra Pound, de que «Joyce es el único escritor del continente europeo que, a pesar de la pobreza y la enfermedad, sigue trabajando en sus libros de ocho a dieciséis horas diarias». Había oído contar que Joyce estuvo unos cuantos años dando clases de inglés en una academia de Trieste. Y esto es prácticamente todo. Acerca de sus costumbres, de sus preferencias y antipatías, nada, a no ser que nos atreviéramos a sacar conclusiones a partir de ciertos datos ocultos, bajo una gran cantidad de improbabilidades, en su pobladísimo Ulises. Hasta que, un día, llegué a París. Sentada en el Café aux Deux Magots, que se encuentra enfrente de la iglesia de St. Germain des Près, vi salir de entre la niebla y la humedad la figura de un hombre alto, de cabeza levemente alzada y levemente inclinada, que le ofrecía al viento la ordenada destemplanza de su cabello rojo y negro que descendía bruscamente hacia la comedida cuña de un mentón prominente.
Llevaba un abrigo gris azulado: aparentemente demasiado juvenil, en parte porque había recogido sus pliegues a la espalda, y también porque el cinturón que lo cercaba estaba cosido unos cinco centímetros por encima de las caderas.
En el momento de verle pasó por mi mente una frase pronunciada una vez por un místico: «Un hombre cuya sensibilidad ha hecho que le hayan crucificado más veces que a ningún otro escritor de nuestra época», y me dije a mí misma: «Qué forma tan extraña de reconocer a un hombre al que jamás había visto».
Durante un momento reinó el silencio. Sus manos, particularmente fláccidas en el apretón introductorio, y especialmente pulposas —y que adquirían un grosor imprevisible a juzgar por su base—, yacían la una sobre el vaso y la otra, olvidada, con la palma hacia arriba sobre el chaleco de punto más encantador que jamás haya alegrado mi vista. De color morado, con cabezas alternativamente de liebre y de perro. Las liebres, diminutas lenguas carmín colgando sobre el rubio labio inferior, con librea de leve lana, y los perros, menos feroces y menos al acecho que cualquier buen animal que sigue a su amo a través de los siete ciclos del cambio.
El notó mi admiración y sonrió: «Lo hicieron las manos de mi abuela para mi primera partida de caza».
Hubo otro silencio durante el cual se preparó y encendió el cigarro.
—Todos los grandes conversadores —dijo luego con voz suave— han hablado en la lengua de Sterne, Swift o la Restauración. Incluso Oscar Wilde, que estudió con microscopio la Restauración por las mañanas, y la repitió por medio de un telescopio por las noches.
—¿Y en el Ulises? —pregunté.
—Todos los grandes conversadores están ahí —contestó— ellos y las cosas que se les olvidaron. En el Ulises he registrado, simultáneamente, lo que un hombre dice y ve y piensa, y todo lo que ese ver, pensar y decir hace a lo que ustedes, los freudianos, llaman el subconsciente. En cuanto al psicoanálisis —se interrumpió— es un chantaje, ni más ni menos. Alzó la mirada.
Sus ojos están algo desenfocados, tiene la palidez de las plantas que han permanecido mucho tiempo escondidas del sol, y a veces los anima cierta sorna acompañada por una torsión y un abultamiento del labio superior.
La gente suele decir que su aspecto es triste y cansado. Tiene aspecto triste, en efecto, y cansado, pero es la tristeza de quien le ha dado a la tristeza cierta autorización medieval cuando no era el tiempo ni el lugar; y es el cansancio de quién se ha sacrificado a sí mismo a la creación de lo sobreabundante en lo ilimitado.
Si me preguntan cuál es la pose que me parece más característica de James Joyce, diría que la de la cabeza, vuelta más allá de la repugnancia, y no tan allá como la muerte. El gesto del asco no es tan completo, pero lo único que se le puede comparar es el aspecto de la garganta de un animal cazado. Después de decir esto tendría que añadir: «es un hombre pesado pero delgado, que bebe a sorbos vino frío con unos labios casi ocultos en su cabeza alta y estrecha, o que fuma un cigarro eterno, que sostiene un poco por encima del nivel del hombro, y que no mueve hasta que lo ha consumido, de modo que tiene que acercar y retirar la boca de su extremo para ir emitiendo bruscos chorros de humo amarillo».
Como no se le puede formular preguntas, hay que conocerle. He tenido el placer de hablar con él muchas veces durante los cuatro meses que he pasado en París. Hemos hablado de ríos y religiones, de la genialidad instintiva de la iglesia que eligió para cantar los himnos, la voz «sin matices»: la voz del eunuco. Hemos hablado de mujeres; parece no estar muy interesado por las mujeres. Si yo fuese una persona vana, diría que les tiene miedo, pero estoy segura de que lo que ocurre es, simplemente, que siente cierto escepticismo acerca de su existencia. Hemos hablado de Ibsen, de Strindberg, de Shakespeare: «Hamlet es una gran obra escrita desde el punto de vista del fantasma»; y de Strindberg: «No hay drama alguno detrás de los desvaríos histéricos».
Hemos hablado de la muerte, de las ratas, de los caballos, del mar; de idiomas, climas y ofrendas. De artistas y de Irlanda.
El pueblo irlandés no tendrá líderes jamás, porque cuando llega el gran momento siempre los abandona. Ha producido un esqueleto, Parnell, pero jamás un hombre.
A veces, Nora, su esposa, y sus dos hijos, le acompañaban. Niños grandes, casi tan altos como él; y Nora camina bajo su bella melena pelirroja, y habla con acento muy irlandés, empapado del miedo a Irlanda; Irlanda como el país en el que la pobreza se ha convertido en el arte de la escasez. Un acento irlandés más desafiante que el de Joyce, que está domado por la preocupación.
Joyce tiene pocos amigos, pero siempre está dispuesto a abandonar su escritorio y su bata blanca de las veladas para ir a algún café tranquilo y ponerse a discutir allí de cualquier cosa que no sea »artística», «moderna» o «nueva». Las visitas le encuentran a menudo escribiendo de noche, o tomando té con Nora. Yo misma le encontré una vez tendido boca abajo, revolviendo una gran maleta que contenía notas tomadas durante su juventud para el Ulises, pues, como dice Nora: «Es su gran fanatismo, y no se le agotará nunca». Una vez estaba leyendo el santoral (siempre lo tiene cerca) y murmuró que el santo de aquel día era «un tipo diabólico. Nos ha traído la lluvia justo cuando íbamos a dar un paseo».
Cualquiera que sea su estado de humor, bajará de su casa a pasar la velada con la gente, porque es sencillo, un hombre erudito que no piensa que los seres humanos sean molestos, a condición de que sepan estar en su lugar.
Pero han dicho de él que es un excéntrico, un loco, un escritor incoherente, ininteligible, sí, y un futurista. Me pregunto por qué, teniendo en cuenta ese bello y lírico arranque que tiene la bella flor rabelesiana que es el Ulises, envuelto en un follaje de adiciones imparciales, teniendo en cuenta el dulce lirismo de Música de cámara, la despreocupada inevitabilidad de Dublineses, la pasión y la plegaria de Stephen Dedalus, quién dijo que iría solo por el mundo: «Solo. No simplemente alejado de todos los demás, sino sin tener ni siquiera un amigo».
Si admitimos que Joyce es Stephen, hemos de reconocer que ha cumplido su palabra.
No estaré al servicio de aquello en lo que ya no creo, tanto si se llama mi hogar como si se llama mi patria o mi iglesia; y trataré de expresarme a través de mi arte tan libre y plenamente como sea capaz, y no utilizaré en mi defensa más armas que aquellas que me permito utilizar: el silencio, el exilio, la astucia.
Así es más o menos Joyce, y me pregunto si no es cierto que, por fin, Irlanda ha producido un hombre.
* * *
Tomado de Analytica del Sur
[1] «La justa de la vanidad» es el título con el que se publicó en la revista Vanity Fair el reportaje que Djuna Barnes le hiciera a James Joyce (Perfiles, Editorial Anagrama). Texto extraído de la revista Conceptual–Estudios de Psicoanálisis, no. 8, Biblioteca Freudiana de La Plata, octubre, 2007. Por acuerdo editorial con la revista.
[2] Djuna Barnes (Cornawll-on-the-Hudson, 1892-Nueva York, 1980). Escritora americana, conocida principalmente por sus novelas, con las que logró transgredir la moral burguesa de principios del siglo XX. En 1985 se publicó póstumamente en Estados Unidos, Perfiles, un conjunto de entrevistas publicadas en las más prestigiosas revistas y diarios americanos.
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