Jean de La Fontaine es un nombre familiar en Francia. Todo estudiante aprende y recita varias de las fábulas que mayor fama le han dado y muchas expresiones de sus pequeños cuentos se han incorporado al lenguaje cotidiano. No obstante, el interés de La Fontaine por la música es menos conocido. Se sabe de su habilidad como clavecinista y que escribió gran cantidad de versos para ser musicalizados.
Nació el 8 de julio de 1621 en Château-Thierry (Champaña), en el seno de la pequeña burguesía dedicada al comercio. Su padre, Charles, era inspector de aguas y bosques, y su madre, Françoise Tidoux, era hija de un magistrado de Coulommiers. Al cumplir 19 años, La Fontaine creyó sentirse llamado por la vida religiosa, así que ingresó como novicio en el seminario, primero en Juilly y luego en París, pero su carácter y temperamento prestábanse poco a la abnegación, meditación y castidad, por lo que a los 18 meses abandonó una carrera para la que definitivamente no servía. No obstante, encontró en la profesión de abogado otra forma de ayudar a los demás y, una vez obtenido el título, regresó a su pueblo natal, donde hizo a un lado su aprendizaje para entregarse de lleno a las aventuras galantes.
Sus amoríos con la mujer de una de las autoridades de Château-Thierry indujeron al inspector de aguas y bosques a casar a su inquieto hijo para que sentara cabeza. En 1647, contrajo matrimonio con Marie Héricart —de 16 años de edad–, hija del magistrado suplente del pueblo. El nacimiento de un hijo en 1653 no bastó para unir aquellas dos vidas con intereses muy distintos, así que La Fontaine abandonó a su familia y marchó a París para ganarse un prestigio en el mundo literario. Su primera obra fue una traducción y adaptación del Eunuco de Terencio, que se representó dos o tres veces. Se cuenta que su interés por la literatura nació al oír recitar la oda de François de Malherbe sobre la muerte de Enrique IV «el Grande», pero, como dice Ferdinand Brunetière, «aunque no hubiese oído jamás a Malherbe, La Fontaine habría sido La Fontaine». Sus dotes naturales y los consejos de su amigo íntimo François de Maucroix, quien lo inició en la lectura de los clásicos, lo llevaron forzosamente a la poesía, pues, como dice Jaquet: «Llevaba dentro de sí todas las aptitudes literarias a excepción de la pasión del poeta trágico».
La Fontaine sufrió la influencia de las ideas y gustos literarios de su tiempo, y en sus primeros ensayos se encuentra mucho del estilo galante que se refleja en «Adonis», poema escrito durante doce años, el cual dedicó a Nicolas Fouquet, el generoso superintendente de Finanzas del cardenal Mazarino, a quien conoció por una recomendación de un tío de su mujer. Cada tres meses, La Fontaine, a la sazón de 37 años, entregaba una abundante cosecha de poesías a Fouquet a cambio de una pensión anual de 1000 francos. En una de esas ocasiones, burlándose de su trabajo, produjo el «Epitafio de un holgazán». Esta pieza ligera, que Le Mercure Galant publicó junto al obituario de La Fontaine, fue musicalizada por François Couperin, como un homenaje jocoso, intitulándola «Aria de brindis».
Al morir Mazarino (1661), el joven Luis XIV asumió los asuntos de Estado. El 5 de septiembre de 1661, Fouquet, acusado de malversación, fue arrestado y sentenciado a prisión por el resto de su vida. Entre los artistas que el rey invitó a su corte estaban Le Vau, Le Brun, Le Nôtre y Molière, sólo La Fontaine quedó fuera. La rápida caída de Fouquet, impidió al poeta terminar el poema «La canción de Vaux» (referencia al castillo de Vaux-le-Vicomte construido por Fouquet), y aunque sólo se conservan unos fragmentos, bastan para que podamos imaginar lo que debió de ser aquel espectáculo montado en la residencia palaciega.
En «La canción de Vaux», Silvia (es decir, madame Fouquet), al enterarse de que uno de los cisnes se está muriendo, hace venir urgentemente al inspirado compositor Michel Lambert para que consuele al agonizante cygnus con su canto. Ella se ha sentado a la orilla del lago, ante el cisne; Lambert afina su tiorba y canta admirablemente una de sus arias, a tal punto que consigue las alabanzas de Silvia y los elogios de los presentes. Nadie creía que después de ello el cisne se atreviera a cantar, pero lo hace, y con gran hermosura, aunque en un lenguaje que nadie entiende y sin alcanzar la excelsitud de Lambert. Para la compañía galante que reuniera Fouquet, La Fontaine y Lambert escribieron Todo el universo obedece al amor, canción jubilosa para dos voces publicada en 1666, que La Fontaine incluyó en Los amores de Psique y Cupido.
El período de gloria de Fouquet culminó con la extraordinaria fiesta barroca realizada el 17 de agosto de 1661 en Vaux, apenas 19 días antes de su arresto. Los efectos combinados de los jardines mágicamente decorados, la exquisita cena, la comedia-ballet Les Fâcheux, con texto de Molière, música de Jean-Baptiste Lully y Pierre Beauchamp, quien también se encargó del ballet, la escenografía del célebre Le Brun y los efectos escénicos de Torelli «encantaron a todos los sentidos», según se dijo. «La obertura» de Beauchamp capturó la grandeza del acontecimiento, y su talento para la coreografía le granjeó la mayoría de los encargos para los ballets de la corte de Luis XIV. Esa noche Lully, Beauchamp y Molière crearon el irreemplazable género francés de la comedia-ballet.
En la Elegía, el poeta rompe por primera vez los lazos que le atan al preciosismo y, siguiendo los consejos de Molière, busca en la naturaleza la única fuente de inspiración.
La Fontaine no fue ingrato con Fouquet. Le escribió, llorando su desgracia, una «Elegía a las ninfas de Vaux», y luego envió, en 1663, una oda al rey en la que le solicitaba clemencia para el antiguo ministro, pieza tan vehemente que quizá molestó a su majestad, y por ello, La Fontaine no encontró acomodo en la corte, como Racine y Molière. En la Elegía, el poeta rompe por primera vez los lazos que le atan al preciosismo y, siguiendo los consejos de Molière, busca en la naturaleza la única fuente de inspiración. Puede decirse que la Elegía y una carta dirigida a su gran amigo François de Maucroix son la línea que divide las dos épocas de La Fontaine. Todo lo que había escrito hasta entonces tenía poco valor comparado con lo que habría de escribir después. Tenía 40 años y aún no publicaba uno solo de sus Cuentos ni de sus Fábulas. En París, la vida del poeta fue como siempre lo había sido y sería hasta sus últimos años: vivir a costa de Fouquet, pagarle la hospitalidad con versos y dedicarse al amor; al amor fugaz, con todas las damas que se prestaban a sus caprichos, pues como dijo en su cuento «Paté de anguila»: «Variar es mi divisa».
Fue gracias a «Joconda», cuento basado en uno de Ariosto, que el público se interesó en sus relatos. Un mediocre poeta, Bouillon, había escrito un poema sobre el mismo tema, y pronto los partidarios de ambos poetas entablaron una disputa acerca de quien de ellos merecía la preferencia. Se acudió a un arbitraje del que se excusó Molière, alegando amistad con los dos, en tanto que Boileau se inclinó por La Fontaine. Se cree que la primera serie de cuentos la escribió a instancias de la duquesa de Bouillon, Maria Anna Mancini, sobrina del cardenal Mazarino, quien había logrado que se le condonara una multa a La Fontaine por adjudicarse indebidamente títulos nobiliarios.
Es probable que en casa de la duquesa conociera a su hermana Ortensia; es indudable que las dos lo protegieron y tal vez le sembraron la idea de escribir fábulas, cuya primera publicación es de 1668. Dice Jaquet en su Historia de la literatura francesa que «gracias a sus versos libres, crea continuamente frases musicales con seguridad absoluta y efectos maravillosos». No resulta extraño, entonces, que su lenguaje esté más cerca del de un músico que del de un escritor, ni que numerosos compositores, como Offenbach, Saint-Saëns, Lecocq, Gounod, Caplet, Manziarly y otros, se hayan acercado a sus fábulas para musicalizarlas, pues pinta a los animales con una naturalidad y un concepto de la naturaleza como hasta entonces no se había hecho en la literatura francesa. Dice Chamfort, en su Elogio a La Fontaine, premiado en 1774 por la Academia de Marsella:
La Fontaine tiene la capacidad de dotar a cada uno de sus personajes de un carácter particular, cuya unidad se conserva en la variedad de sus fábulas, y, sobre todo, para hacerlos vivir con una personalidad inconfundible con otra. Su estilo es sencillo, natural, elegante, gracioso; cuando lo exige la índole del asunto, sublime; y en todas ocasiones, dotado de una sensibilidad tan conmovedora como positiva. Todo en el universo habla y no hay nada cuyo lenguaje no se lo haya apropiado.
Taine, que ha escrito uno de los mejores libros sobre La Fontaine, no duda en colocar sus Fábulas junto a Los caracteres de Jean de La Bruyère y las Memorias de Saint-Simon
porque las costumbres pintadas por el gran poeta no son las de los animales, sino las de sociedad que le rodeaba. Cuando describe al león, es al rey a quien pretende pintar, cuando habla del zorro, alude a un cortesano. ¡Y con qué arte y verdad están representados! Por esta detallada precisión, las obras de su imaginación se convierten en documentos históricos.
En 1668 publicó su primera colección de Fábulas escogidas, en verso, cuyo éxito fue instantáneo y duradero, muchas de las cuales fueron adaptadas y cantadas con melodías populares en el siglo XVIII. Pero la fábula era una forma menor. La indiferencia constante de Luis XIV dificultó a La Fontaine acceder al escenario de la corte, una de las fuentes más grandes de prestigio y fama. Sin embargo, en enero de 1674 surgió la oportunidad de escribir un libreto para una ópera.
En esa época, las intrigas estaban en auge en París para provocar el fracaso de la «Alcestes» de Lully, basada en un libreto de Quinault. El rey había otorgado a Lully el «privilegio exclusivo de la ópera», lo que significaba que sólo él tenía permiso para producir o interpretar óperas, y como sus grandes dones eran claramente incuestionables, fue el desafortunado Quinault el que sucumbió a los ataques. Varios poetas se ofrecieron para reemplazarlo como colaborador de Lully.
La Fontaine pasó cuatro meses trabajando en un libreto titulado «Dafne», pero no pudo satisfacer los requerimientos específicos del compositor, y tampoco lo ayudaba su inclinación por el tono galante de los airs de cour y lo pastoral en una época en que la tragedia lírica estaba en boga, por lo que era esencial realzar la imagen del rey con alegorías heroicas y espectáculos deslumbrantes. Charles Perrault nos dice que para el 4 de septiembre La Fontaine estaba harto: «Ha renunciado a toda aventura y dejado el campo a Quinault». El «Teseo» de Lully y Quinault fue montado el 11 de enero del año siguiente, mientras que la «Dafne» fue abandonada y nunca musicalizada. Profundamente resentido, La Fontaine derramó toda su furia en «El florentino», un retrato ferozmente satírico de Lully.
Hasta hace poco, ninguna constancia de colaboración entre La Fontaine y el gran Marc-Antoine Charpentier parecía haber sobrevivido, por una parte, debido a que los manuscritos de una ópera inédita de Charpentier, compuesta entre noviembre de 1675 y abril de 1679, desaparecieron. Por otra, el prefacio del libreto incompleto, que La Fontaine editó en 1682 con el título de «Galatea», señala que la obra no se musicalizó:
No me embarqué en esta obra con la intención de convertirla en ópera con los acompañamientos de espectáculo y varias clases de interpretaciones de entretenimiento. Mi único propósito era probarme en la clase de comedia o tragedia mezclada con arias a las que era entonces tan aficionado. La inconstancia e indisciplina tan naturales en mí evitaron que completara los tres actos en los que había planeado tratar el tema. Si la gente está satisfecha con los primeros dos, quizás me decida a escribir el tercero.
Nadie sospechó que el libreto había sido musicalizado, aunque en realidad se trata de un pasticcio. En febrero de 1678, el periódico Le Mercure Galant publicó esta reseña sin mencionar el nombre del libretista:
Ha habido muchos entretenimientos en este carnaval, pero uno de los más sobresalientes fue una pequeña ópera titulada «Los amores de Acis y Galatea» de la que M. Rians, procurador del rey del antiguo Châtelet, ofreció varias representaciones en su residencia con la magnificencia acostumbrada. En cada ocasión asistieron más de cuatrocientas personas y varios nobles de la más alta aristocracia tuvieron dificultades para encontrar asiento. Todos los cantantes y músicos fueron aplaudidos con entusiasmo. La música fue compuesta por Marc-Antoine Charpentier, Pierre de Nyert, monsieur de Sainte-Colombe, tan famoso en la viola da gamba, y muchos otros conocedores del buen canto.
Sería hasta abril de 1689 que Le Mercure Galant reuniría los nombres de La Fontaine y Charpentier cuando publicó la canción «Brillantes flores, naced» —la misma pieza con la que inicia el acto primero de «Los amores de Acis y Galatea». Hay poca duda, por lo tanto, de que el libreto es de La Fontaine y la música de Charpentier. Otros elementos se pueden agregar a este descubrimiento. «La obertura» y unas cuantas piezas instrumentales, además del prólogo de Acis y Galatea, han sobrevivido, pues las reutilizó Charpentier como música incidental en la reposición de la popular obra La incógnita, el 17 de octubre de l679. Todo ello es indicativo del primer intento de La Fontaine por escribir para el escenario musical. Al presentar esta «pequeña ópera», los autores iban en contra del privilegio de Lully, por lo cual se entiende que buscaran ocultar la obra poco después.
En enero de 1677, un incidente en la corte dio a La Fontaine otra oportunidad para tratar de ganar la atención del público: la nueva ópera de Lully y Quinault, «Isis», había molestado a Luis XIV por sus referencias directas a sus asuntos amorosos; Quinault estaba en desgracia y Lully, tan abatido que no volvió a escribir para el escenario operístico ese año ni el siguiente; tampoco volvió a trabajar con Quinault, sino hasta 1680.
En lugar de otro ataque contra Lully, La Fontaine prefirió iniciar un debate artístico sobre el género operístico. Escogió como su árbitro de gusto a Pierre de Nyert, un profesor de canto, antiguo maestro de Lambert, elevado por Luis XIII al rango de primer valet de cámara del rey para que pudiera cantarle a cualquier hora del día o de la noche. La magnífica canción «Si vous voulez que je cache ma flamme» es la única obra que se conserva de Nyert, al que «Francia debe todo lo que es refinado y conmovedor en el arte del canto», según Lambert. En su Epístola a M. de Nyert, sobre la ópera, La Fontaine expresa su oposición a la mezcla de géneros y al triunfo de lo heroico sobre lo galante.
Contrario al estilo de Lully, La Fontaine está a favor de la estética musical empapada de delicadeza, como lo ejemplifican los compositores que admiraba. «La inmortal» de Ennemond Gaultier (apodado «el Viejo») es una evocación de atmósfera etérea rayana en el silencio. Otro de sus favoritos era Jacques Champion de Chambonnières, fundador de la escuela francesa de clavecín. Jean Gallois lo recuerda como «la fuente del más bello arte, sus melodías eran siempre naturales, tiernas y finamente escritas», y seguramente La Fontaine disfrutaba escucharlas interpretadas por la notable señorita Certain, virtuosa de 20 años de edad. Lully murió en 1687. Por fin el camino estaba libre para una nueva actividad musical. Pascal Colasse, quien fuera su alumno y principal ayudante, era quien estaba mejor calificado para sucederlo como compositor de ópera, y así, musicalizó la «Astrea» de La Fontaine, tragedia tomada de la muy exitosa novela homónima de Honoré d’Urfé, representada en la Academia Real de Música el 28 de noviembre de 1691.
En 1678, La Fontaine publicó nuevas Fábulas, dedicadas a madame de Montespan, que merecieron el siguiente elogio de madame de Sévigné:
Conseguid inmediatamente las Fábulas de La Fontaine; son divinas. Al principio cree uno que alguna de ellas sobresale sobre las demás, pero a fuerza de releerlas se las encuentra todas iguales. Es una manera de narrar en un estilo al que no está una acostumbrada.
Gracias a los trabajos de sus amigos y, en especial, de madame de la Sablière, La Fontaine fue nominado a la Academia Francesa el 15 de noviembre de 1683, aunque sin el consentimiento necesario del rey, quien prefería a Boileau, por lo que dijo que «no se había resuelto del todo» para aprobar la elección. Cuando finalmente se eligió a Boileau, el monarca autorizó que La Fontaine también se convirtiera en académico. Interesado en alcanzar el reconocimiento público, aunque ya algo apaciguado, La Fontaine se refirió en su discurso de admisión a la cercanía del «frío invierno de su vida».
La muerte de su gran amiga madame de la Sablière, en 1693, aunada a una grave enfermedad sufrida por el poeta a fines del año anterior, le dieron la victoria al joven e insistente vicario de San Roque, el abate Poujot, quien había exigido un arrepentimiento público de La Fontaine por sus «cuentos». El poeta se resistía por no considerarlos perniciosos, si bien tampoco los creyese del todo morales. Sin embargo, el 12 de febrero de 1693 se retractó públicamente y decidió pasar el resto de sus días en ejercicios piadosos.
Madame de la Sablière había hospedado a La Fontaine en su casa desde 1673 –año en que murió su querido Molière, a cuya memoria dedicó el siguiente epitafio: «Bajo esta tumba yacen Plauto y Terencio, pero en realidad sólo yace Molière»–, pero mientras ella se hacía más religiosa, él empezó a pasar más tiempo con la familia d’Hervart y su brillante círculo de invitados. Aquí escribió varias poesías religiosas y su última colección de Fábulas, que dedicó al duque de Borgoña. Los d’Hervart le dieron una habitación llena de bustos de filósofos donde colocó su clavecín. «Quería un poco de música en mi ambiente filosófico», escribió La Fontaine a Bonrepaux. En esa carta, agregó que Françoise d’Hervart «era una de las mujeres más hermosas que jamás se haya visto», por lo que era su «deseo llamar Silvia a madame d’Hervart en el ámbito de su Parnaso», es decir, de su poesía. Que haya dado este mismo nombre a madame Fouquet 30 años antes muestra el gran cumplido que estaba rindiendo a su anfitriona, a quien le escribió versos galantes que musicalizó con la célebre melodía de Las folías de España.
La vida parasitaria y entregada a las aventuras amorosas fue rescatada por el arrepentimiento que demostró en el ocaso de su vida. El 10 de febrero de 1695, La Fontaine era trasladado por una calle de París enfermo y débil. Al día siguiente, escribió por última vez a su amigo de toda la vida, François de Maucroix, una carta en la que se pregunta sobre el mérito de su vida y si merecía condena por dedicarla completamente a la música y la poesía. Sintiendo que se acercaba a «las puertas de la eternidad», rememora los acontecimientos más significativos y recuerda a Maucroix una canción que le escribiera casi cincuenta años antes con la melodía de un himno de Pascua en el que se burla cuando renunció a su empleo de abogado por el más lucrativo de dignatario eclesiástico. La Fontaine, quien solía decir «a menudo encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlo», murió el 13 de abril de 1695 en París.
Es larga la lista de compositores que se han inspirado en las fábulas de La Fontaine, no sólo por su carácter moral y enseñanza críptica, sino también por el sentido teatral implícito en un texto sencillo y breve que da oportunidad al compositor de probar su capacidad para explorar musicalmente aspectos psicológicos y dramáticos.
Jacques Offenbach musicalizó seis fábulas de La Fontaine. Otros que respondieron con su música al llamado moralista de La Fontaine fueron Charles Gounod, Charles Lecocq, Camille Saint-Saëns, André Caplet, Marcelle de Manziarly y Claude Terrasse. Ravel, por su parte, seguramente saboreó la prosa deliciosa de las Historias naturales de Jules Renard, pero su agradable «Pavorreal» no compensa su omisión de musicalizar «La garza» de La Fontaine, a la que pudo haber retratado con aversión maravillosamente fingida. Más enigmático resulta que Poulenc, compositor de un espléndido Bestiario (el de Apollinaire), nunca musicalizara nada de La Fontaine.
Después de Offenbach, pasará medio siglo antes de que otro compositor redescubra a La Fontaine. Para entonces, el teatro cómico habrá adquirido título de nobleza. No es casualidad que Charles Lecocq se ocupara del fabulista cuando Offenbach llevaba ya diez años muerto. Catorce años después del triunfo de su «La hija de la señora Angot», Lecocq se toma completa libertad y piensa en la necesidad de construir un marco musical para lograr una dicción perfecta. Desafortunadamente, antes de 1920 las tendencias políticas de los músicos no parecían lo suficientemente definidas. La elección de Siete fábulas —compuesta en 1900– parece sugerida por el ambiente de la época: la conmemoración del centenario de la Revolución francesa, lo que seguramente lo obligó a actuar así frente a la amenaza del boulangismo.
El interés de Lecocq por crear una parodia de la «gran escena» al estilo italiano —pensemos en Bellini o Verdi– se muestra en la musicalización que hace de «La rana que quiso hacerse tan grande como el buey». Después de Offenbach y Lecocq, Saint-Saëns se afirma en un universo musical contrastante. Según Debussy, Saint-Saëns era un hombre de mundo que sabía más que nadie de música; fórmula ambigua que subraya tanto la amplitud de sus conocimientos como la validez de su astucia.
Otras musicalizaciones de las fábulas de La Fontaine se han hecho, pero estas simplemente se han olvidado, aunque incluían pequeñas obras maestras de Francis Thomé y, especialmente, de Marcelle de Manziarly, discípula de la gran Nadia Boulanger, cuyos trabajos nunca encontraron realmente un público a pesar de la defensa que de ellos hizo el célebre tenor suizo Hugues Cuénod. Claro, sin pasar por alto al poco conocido compositor cinematográfico Georges van Parys (1902-1971), quien con un estilo que oscila entre el recitativo y el canto recuerda las canciones de salón.
La Fontaine amaba apasionadamente la música. Toda su vida la disfrutó y la practicó en diversas formas, desde la sencilla canción hasta la elaboración de libretos para ópera. El amor por la música está en el corazón de su arte. No han faltado quienes lo tacharan de mero traductor de Esopo y Fedro, y aun existen los que pretenden remontar las fuentes de imitación o traducción de muchas de sus fábulas y apólogos hasta los monumentos más primitivos de la literatura sánscrita. La verdad y la imparcialidad aconsejan, en este asunto, colocarse en la posición de La Fontaine. Jamás intentó dar como originales unos temas que, dada la difusión de los estudios de literatura clásica en su época, y en su nación, muy especialmente, eran muy conocidos en sus fuentes griegas y latinas. La Fontaine quiso limitarse a trasladar al idioma francés aquellos apólogos y fábulas que en manos de Esopo o de Fedro eran ya portentos de belleza expresiva, concisión de pensamiento e ingenio ejemplar. Dice Taine en su estudio sobre La Fontaine y sus fábulas:
Sin duda la fábula es el más humilde de los géneros poéticos, semejante a una pequeña plantita perdida en una gran selva, pues los ojos fijos en los grandes árboles que se cruzan por encima de ella la hacen olvidar, o si se baja la vista, parece solamente un pequeño punto. Pero si se la abre para examinarla, se encuentra en la composición de sus órganos interiores un orden tan complicado como el de los inmensos robles que la cubren con su sombra.
En 1669 La Fontaine publicó la novela en prosa y verso «Los amores de Psique y Cupido», donde se autorretrata con el nombre de Polifilo («amigo de todas las cosas») y recuerda también a sus amigos Molière, Racine y Boileau-Despréaux, quienes formaron la sociedad de los «Cuatro amigos», especie de academia literaria que en una modesta casa de la calle del Vieux-Colombier, donde vivía Boileau, celebraba sus sesiones. Ahí plasmó La Fontaine su verdadera idea de moral: la del buen vivir.
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Tomado de Liber
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