En una época, como la nuestra, en que la pintura asimila textos gráficos o en ciertas exposiciones se acompaña de ellos —sobre todo de poemas—, la interrelación entre la página y el pincel está cobrando cada vez más fuerza y frecuencia.
Pocas trayectorias artísticas tan ensimismadas y reflexivas como la de Joel Besmar (Camagüey, 1968). Apenas graduado de la ENA en 1986, compartió su trabajo como arista con las de profesor de asignaturas teóricas, como Historia del Arte, así como con la impartición de talleres de Historia de las Técnicas Pictóricas. Esa temprana meditación sobre dos cuestiones tan esenciales —el devenir del arte y los diversos modos de la destreza técnica— fueron expresión temprana de ciertas peculiaridades de un artista que, como pocos o quizás ninguno en nuestro país, ha hecho de la reflexión sobre temas culturales un componente más de su expresión. Sus exposiciones personales1 han abordado muy a menudo el tema simultáneo de la pintura misma y de la esencia de la cultura como ejes cardinales de su obra. Es ese costado el que me atrevo a examinar en estas breves páginas.
Besmar ha venido ejerciendo en su pintura un examen de nuestro tiempo, focalizado por el artista de una manera específica. Se trata obviamente para él de calarel aire de época en cuantose refiere a dos cuestiones: la esencia del saber y el sentido de la cultura para el hombre. Esa ambiciosa aspiración alcanza, a mi juicio, sus más altas expresión e intensidad en obras en las que la imagen del libro se convierte en símbolo capital de la condición humana contemporánea. ¿Artista filosófico? En la centuria pasada pudo observarse una presencia muy fuerte de una aspiración ontológica en la pintura de René Magritte, primero, y de Giorgio de Chirico, poco después, dos nombres, entre otros posibles, que centraron sus peculiares modos de creación en la formulación de graves preguntas sobre el ser humano y su destino. En la segunda mitad del s. XX, y en particular en ciertos momentos extremos de tendencias como el expresionismo abstracto, su variante el tachismo, el informalismo e incluso, más tarde, el pop-art, ese impulso hacia la cavilación y los temas insondables pareció cuando menos atenuarse y por momentos desaparecer. En general, en lo específico de la pintura cubana ha sido muy poco común esa atmósfera de indagación de doble dirección —hacia lo íntimo del artista, hacia lo infinito de su realidad y su lugar en el cosmos—.
De aquí que la obra de Besmar —pintura y dibujo— resulten de una magnética singularidad. Una revisión somera de las especificidades de los temas del artista —en particular los trabajados en la última década— permite fácilmente identificar cuatro orientaciones semánticas en su obra.
La primera tendencia temática puede denominarse como indagación de un modelo del cosmos y estriba en percibir y recrear pictóricamente una identificación intangible entre el ser humano y el Todo, una peculiar correspondencia —que llega a ser una constante en la pintura de Besmar— hombre—espacio cósmico, cuya esencia podría vincularse con las relacio-nes contenidas en ciertos “mapas” intuitivos y metafísicos del infinito, como el Árbol de la Vida, común a la Cábala y al Génesis, árbol cuyas diez esferas estarían en comunicación con las veintidós letras del alfabeto hebreo. No es mi intención atribuir aquí un sentido hermético a la obra de Besmar, sino, ante todo, establecer la aspiración indagadora en su obra, peculiaridad que lo vincula, en sentido general, con lo que el semiólogo italiano Omar Calabrese2 ha considerado como un tono, una marca de nuestro tiempo, y, sobre todo, en un sentido específicamente cubano, con el apasionado interés por el neobarroco demostrada por algunos de nuestros más afilados intelectuales y artistas, fascinación compartida y teorizada por José Lezama Lima, Alejo Carpentier y Severo Sarduy, quienes señalaron la recurrencia de sutiles y soterrados vínculos entre la atmósfera de la cultura latinoamericana —pero, en primera instancia, de la cubana— y sus modos de construcción del arte, nexos entre el mundo y sus tendencias de testimoniarlo y de establecer una comunicación simbólica sobre él que, a la manera de las asociaciones metafóricas entre los sefirots y las letras hebreas, conforman lo que Lezama denominó orgullosamente como esencia nuestra en su genial ensayo La expresión americana.3
Un cuadro como Microcosmos (2013) otorga realidad conmovedora al ser humano, captado a través de la metaforización de su hogar, su esclavitud temporal, la oblicua luz del cuadro —tan deudora de la barroca, y tan actual, por tanto, implacablemente neobarroca—. De aquí, también, la obsesión del pintor por el tema del libro como universo humano, pero también como símbolo de nuestra angustia vital, nuestros riesgos y audacias. Su pintura, en particular en los últimos años, son una extraordinaria orquestación del diálogo maravilloso entre el libro y la tela, entre la pluma y el pincel. Las obras que generosamente ha permitido usar en este libro evidencian una captación mágica de la existencia humana actual como inseparable del libro, incluso del que miramos ante todo como objeto.
El tratamiento pictórico —preciso, fiel a la herencia secular del dibujo cabal— se pone en función de una imagen que, tras su momentánea apariencia decorativa, es una estremecedora consideración sobre el sentido de la vida humana. En la misma línea se inscribe una obra tan relevante como Humanicorporis fabrica (2013), donde el objeto de atención del pintor es, como el título indica, la fábrica del cuerpo humano. La estructura humana prometida por el título no es anatómica, sino esencialmente cultural. De aquí que el cuerpo del hombre en esta tela consista en un librero, donde hay objetos no precisamente organizados con nitidez, sino como abigarrada mezcla de elementos diversos —no se excluye lo biológico, aludido por ocasionales diagramas anatómicos—, en los que predominan elementos simbólicos, como el apagado farol de gas o la escuadra. Pues la prometida fábrica de lo humano es mostrada por Besmar como laberinto de factores imprevistos, fusión inescrutable tal vez de cuerpo y de cultura, de ciencia y de arte, de saberes e incertidumbre, esta última un componente que parece dominar el librero simbólico.
Esa voluntad de expresión de un vínculo entre el cosmos y el ser humano, y de la inmensidad del ser y el libro como receptáculo de este entra directamente en la línea de pensamiento de Severo Sarduy, quien certificó el interés barroco por los espacios simbólicos;4 es interesante que en la obra de Besmar el espacio que por excelencia represente al hombre sea el librero, y que en su propia obra retome como título de un cuadro la frase La biblioteca de Babel, en deliberada coincidencia con Jorge Luis Borges. La insistencia de Besmar en el librero puede asociarse también con las ideas de Sarduy acerca de la carga semántica del espacio cerrado.5 Si la ciudad aloja, el librero simbólico de Besmar salvaguarda la esencia misma de lo humano: la cultura, siempre en riesgo, nos condena al sacrificio de nuestro propio ser en aras de defender lo impensable, lo más expuesto: nuestra forma de autorrepresentación, nuestra voluntad de interpretarnos.
La segunda tendencia temática se orienta hacia la captación de la realidad como ámbito fractal. Y esa proyección revela a Besmar como interesado en lo que Calabrese considera una de las fuertes marcas estéticas del neobarroco en nuestro tiempo, hasta el punto de hablar de “La belleza de los fractales”,6 cuya esencia consiste, según el semiólogo italiano, en la peculiaridad y el modo de concreción de las leyes que rigen el universo. La fractalidad en esta segunda tendencia temática en la obra de Besmar, entonces, en lo esencial, alude al goce estético de descubrir la forma de lo universal en la infinita reiteración de la realidad, en su juego con las di-mensiones y ocurrencias, así como en cierta tendencia a la monstruosidad de la imagen más elemental.
En este sentido, una obra claramente representativa de esta segunda tendencia es El libro de la creación (2012), en que el libro —la cultura— se repite a sí mismo y crea un nuevo objeto —monstruoso— de sus propias repeticiones aleatorias. Pocos cuadros del artista resultan tan intensos e inquietantes como este, donde aparece con ominosa suspensión, en su total silencio, la imagen de nuestro propio universo cultural contemporáneo —la cultura cerrada sobre sí misma, flotando en su mutismo, inalcanzable en lo extraño de su forma—. Otro cuadro de esta línea, Descensus (2013), asume con enorme intensidad pictórica otro leitmotiv del neobarroco: el laberinto, que Besmar convierte en una imagen muy especial, por tratarse de un laberinto en pleno dinamismo, desplomado hacia un fondo insospechable. El laberinto como tema en la pintura del artista suele indicar, como en El pabellón del vacío (2007), una ardiente metáfora de la cultura contemporánea, en la cual, como en el librero del cuadro antes citado, los saberes parecen perder consistencia, doblarse sobre sí, resultar irremisiblemente desechados por sus dueños.
En la pintura de Besmar, su tópico del librero es una referencia obli-cua a otro de carácter histórico: el del laberinto medieval, tan brillantemente refuncionalizado en nuestro tiempo por Umberto Eco en El nombre de la rosa. Mientras las teleseries, ciertos filmes —como El resplandor, de Kubrick— e incluso muchos videojuegos han retomado el laberinto como motor impulsor —también retardatario a veces— y estructura básica de la acción, Besmar ha trabajado el laberinto en sus cuadros sub veste de libreros para representar lo que percibe como el conflicto de nuestro tiempo, atenazado entre cataratas de información deformadora y deshumanizada.
La tercera tendencia temática deriva quizás de la anterior: se trata de la rebelión del ser —el artista— contra la burda certeza exhibida por un modo saber de limitada estirpe positivista. Diversos cuadros denuncian los espejismos de una razón que se agota en su pobreza y en la endeblez de sus utopías. El pensador (2012), con esos grupos de libros mal atados con cordeles, es una obra altamente representativa de esta línea. El libro de los libros (2008) y El sueño de la razón (2010) también son obras impactantes. En el primero, la imagen de un libro descomunal —y así mismo frágil, inestable y perecedero— está compuesta por libros encimados. En el segundo cuadro, los libros, que han sido considerados como prototipo de la razón y el saber, configuran una estructura endeble y engañosa, como la formulación grotesca de una figura matemática: es una dura acusación del fracaso de un modo de cultura, basado en la mera acumulación, el racionalismo más arbitrario e irresponsable y la vanidad de atesorarla información por sí misma, aunque no tenga ningún propósito ni destino. En esta tercera tendencia temática, Besmar denuncia el saber establecido por la razón positiva e instrumental como inútil, como mero espejismo de la verdad cabal.
Una tendencia temática final permite también comprender el perfil personal del artista. Me refiero al conjunto de obras suyas que se orientan hacia el tratamiento de una especie de diálogo sutil con el Barroco histórico y hacia la recuperación apasionada de la espiritualidad. En cuadros como Alquimia (2008), Besmar defiende la emergencia de una infinita transformación, la contigüidad dinámica y fraterna de los saberes. El librero allí constituido es portador de todas las marcas del uso frecuente, de la insistencia recurrente en volver a hojear los libros —la herencia cultural—, pero también sugiere que esto se realice sin prejuicios, vanas clasificacio-nes ni precisiones mecánicas: no es un laberinto, sino un nudo de creación. La aproximación parece ser el matiz semántico de mayor fuerza en las tablas del librero, en una voluntad de confluencia que, en un nivel mayor de sentido, deviene símbolo posible de una cultura más libre, más al alcance de las manos, menos negativizada por una geometría euclidiana en la que los saberes se constituyan en parcelas asépticas y faltas de esencial vida y vigor.
Como en un tetrálogo maravilloso, esas cuatro tendencias de reflexión temática sirven al artista para construir un universo plástico de fuerza apasionada. Puede sorprender, y mucho, la precisión técnica, la pu-reza de tratamiento de espacios complejos, la capacidad imaginativa de construir imágenes nítidas de libros y libreros, para inmediatamente convertirlos en metáforas de espacios más altos de lo humano esencial. Y, sin embargo, creo que lo más grande de esta pintura radica en su voluntad de crear la imagen para trascenderla y de ese modo revelar algo mucho más cabal que el arte mismo: el problema del ser humano, su sitio singular y siempre evanescente en un universo a la vez estable y fluyente, acogedor y terrorífico, pero siempre fascinante.
Besmar ha escogido trabajar, más allá de la pintura, sobre nuestra percepción del mundo. Y en ello radica lo extraordinario y desafiante de su camino.
Notas:
1 Entre otras, “La Biblioteca Infinita” (2013, Galería Cernudaarte. Coral Gables. Miami, FL. EE.UU.; “Dibujo de Libro. Libro de Dibujo” (2009, Galería Amalia. Fondo Cubano de Bienes Culturales. Camagüey, Cuba); “Ascensus-TreeSpirit” (2002, Museo McDonough, Youngstown, Ohio, EEUU); “Ascensiones” (2000, Centro de Desarrollo de las Artes Visuales, La Habana); “Ubique Pictura” (1999, taller del artista. Camagüey, Cuba); “La Piedra Despertada” (1997, expo Colateral a la VI Bienal de La Habana). También ha participado en diversas exposiciones colectivas en Miami, Houston, Chicago, Dallas, Bridgehampton y Puerto Rico.
2 Cfr. Omar Calabrese: La era neobarroca. Ed. Cátedra, S.A., Madrid, 1989.
3 Cfr. José Lezama Lima: La expresión americana. Instituto Nacional de Cultura, La Habana, 1957, en particular la p. 11, en que subraya la importancia de los vínculos metafóricos entre la realidad y sus análogos culturales.
4 Cfr. Severo Sarduy: Barroco, en Obra completa. ALLCA XX, Madrid, Barcelona, Lisboa, París, México, Buenos Aires, Sao Paulo, Lima, Guatemala, San José, 1999, t. II, p. 1225.
5 Ibídem, t. II, p. 1226.
6 Cfr. Omar Calabrese: ob. cit.
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