
Normalmente considerado maestro y filósofo, José de la Luz y Caballero fue, además, escritor o, al menos, un hombre cuya palabra escrita —informes, manuscritos, polémicas filosóficas, escritos educativos y literarios, discursos y demás— ejerció un considerable influjo sobre el pensamiento de su tiempo y aun del posterior.
El habanero Don Pepe —así le nombraron discípulos y amigos— nació el 11 de julio de 1800 y fue vástago de una familia criolla con raíces afincadas en la aristocracia. De educación esmerada, primero cursó estudios en el Convento de San Francisco de Asís y, con posterioridad, en la Real y Pontificia Universidad de San Jerónimo de La Habana. El adolescente estaba destinado para la carrera eclesiástica y él mismo intentó obedientemente seguir los designios familiares, pero más adelante desistió, convencido de que su camino no estaba en el sacerdocio.
Se inició en el magisterio por el año 1824 en la cátedra de Filosofía del Seminario de San Carlos, donde cubrió la vacante dejada por otro cubano ilustre del XIX: el bayamés José Antonio Saco. De entre sus numerosos aforismos, al menos uno retrata sus convicciones: «Quien no sea maestro de sí mismo, no será maestro de nada».
Mucho se ha hablado del pensamiento político de este hombre no carente de aristas susceptibles a la polémica. Fue un ciudadano con preocupaciones sociales y una figura digna en circunstancias en las que todavía no abundaban en Cuba los criterios definidos en cuanto al futuro político de la Isla.
Es cierto que Don Pepe no fue un audaz —como proclamaría Danton—, ni un revolucionador, cual hoy pretenderíamos a la luz de las exigencias del tercer milenio. Él fue distinto: mesurado, pero firme; paciente, aunque incansable. No era del tipo «ruidoso», sino de carácter sereno. Quiso reformas políticas, no para eternizar el coloniaje español, sino para que estas condujeran al proceso de la independencia, como algunos ya alentaban. Lo acompañaban, ciertamente, cualidades poco comunes.
Fundó el colegio El Salvador. Viajó por Europa y Norteamérica, conoció la literatura de esos pueblos, se codeó con los grandes autores y enseñó —pues fue esta la obra de toda su vida. Dominó varias lenguas: latín, inglés, francés, italiano, alemán, y podía leer el ruso. También pasó por enormes sinsabores, como la muerte de su única hija durante una epidemia de cólera.
«Escribió siempre —y damos la palabra a Max Henríquez Ureña— por creer que ese era su deber, guiado por la necesidad de transmitir sus ideas, y acertó mejor cuando pudo concentrarlas en forma de sentencias». Es esa la razón por la cual sus aforismos devienen la mejor muestra no solo de su pensamiento, sino también de su prosa, y han extendido el credo de este maestro hasta los más distantes lugares de la geografía cubana.
Cada lector puede preferir este o aquel. Pero algunos son verdaderamente universales:
«La palabra es más poderosa que el cañón».
«Solo la virtud nos pondrá la toga viril».
«Lo más difícil del mundo es ser imparcial»…
Pocas veces la vida ha puesto a un hombre apellidos tan merecidos: de su ejemplo emergió luz, y de su conducta, caballerosidad. Murió el 22 de junio de 1862, y sus funerales constituyeron una de las manifestaciones de duelo popular más sentidas de la Cuba colonial.
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