Este 14 de noviembre recordamos a José Jacinto Milanés, considerado como el primer ingenio poético cubano, y de quien se cumple el 163 aniversario de su muerte.
Hijo de Don Alonso Milanés y Doña Rita Fuentes, fue el primogénito de una familia numerosa y de escasos recursos, por lo que sus conocimientos fueron adquiridos de forma autodidacta: supo escribir poemas en italiano y francés; y conocía latín e inglés (este último más rudimentario).
Milanés perdió tempranamente a su padre, por lo que su familia vivió apoyada económicamente por un tío, ello hizo que fueran frecuentes los cambios de domicilio, hasta que en 1832 heredaron una casona matancera.
Al frente, en una mansión de dos plantas, vivía la tía materna de José Jacinto, casada con el acaudalado Don Simón de Ximeno, cuya hija, Isabel Ximeno era el amor temprano del poeta, desde sus 24 años y ella, apenas una niña, con 14. Rompería por ella un compromiso matrimonial de diez años, completamente fascinado, como sus versos, por su prima Isa.
Sin embargo, esa relación amorosa no se concretó, hecho que sumió al poeta en una profunda tristeza. Los síntomas de su desequilibrio mental se agudizaron y dejó de hablar por largo tiempo. Algo mejorado, escribió ya pocos versos, sin lograr igualar los de sus primeros tiempos.
Tras el casamiento de Isabel Ximeno, esta se mudó a una vivienda contigua a la del bardo, que le propició otra crisis que lo deja en un mutismo completo, convirtiéndose en un fantasma, para morir el 14 de noviembre de 1863. 49 años vivió y solo escribió una década de su vida, pero bastó para quedar en la historia.
Milanés vuelve a tener hoy en día las dos casa que se miran, como dos enamorados del tiempo, se conservan en su forma original, quizás la evidencia fiel de que el amor vence pese a todo.
El beso
De noche en fresco jardín
sentado estaba a par de ella:
yo joven: joven y bella
mi serafín.
Hablábamos del negror
del cielo augusto y sin brillo,
del regalado airecillo,
y del amor.
Hablábamos del lugar
en que primero nos vimos,
y sin querer nos pusimos
a suspirar.
A suspirar y a sentir
gozo en volver a juntarnos:
a suspirar y a mirarnos,
y a sonreír.
Porque amor casto entre dos
es colmo de las venturas,
y unirse dos almas puras
es ver a Dios.
Una mano le pedí
porque en sus lánguidos ojos
y en medio a sus labios rojos
brillaba el sí.
Ella, al oírme tembló,
y en mi largo tiempo fijo
su dulce mirar, me dijo
tímida: no.
Pero era un no, cuyo son
pone el corazón risueño:
un no celeste, halagüeño,
sin negación.
Por eso yo la cogí
la mano y con loco exceso
a imprimir sobre ella un beso
me resolví.
Beso que en mi alma crié
en sueño de gloria y calma,
y que por joya del alma
siempre guardé.
Puro como el arrebol
que orna una tarde de Mayo,
y ardiente como es el rayo
del mismo sol.
Pero al besarla, sentí
mi labio sin movimiento,
porque un negro pensamiento
me asaltó allí.
¿Quién sabe si el vivo ardor
de mi boca osada, ansiosa,
no iba a secar ya la rosa
de su pudor?
¿Quién sabe si tras mi el
beso, otro labio vendría
que ambicioso borraría
las huellas de él?
¿Quién sabe si iba el desliz
de mi labio torpe, insano,
a volver su mano, mano
de meretriz?
Mano asquerosa, infernal,
para el alma del poeta:
que sufre el beso y aprieta
el vil metal.
Así pensé… y fuime en paz,
dejándola intacta y pura:
y lágrima de dulzura
bañó mi faz.
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