Sobre el autor
José Manuel Poveda (Santiago de Cuba, 23 o 25 de febrero de 1888-Manzanillo, 2 o 3 de enero, 1926) es uno de los más transgresores poetas cubanos de principios del siglo XX. Su aporte a la renovación de la poesía cubana resulta de una importancia capital por el desenfado temático y formal que acusan sus textos. Su obra lírica, junto con la de Regino Boti y Agustín Acosta, constituyen el legado más importante de los primeros años de la República. Utilizó los seudónimos Mirval de Eteocles, Filián de Montalver, Darío Notho, Raúl de Nangis, Fabio Stabia y Alma Rubens, el más importante de todos, con el que firmó un grupo de poemas bajo el título de «Poemetos de Alma Rubens».
De sus libros: Versos precursores (1917) y Proemios de cenáculo (1918), el primero fue el más significativo, y marcó un momento decisivo de renovación en la poesía cubana, donde se incluye su mejor poema «Sol de los humildes». Con «El trapo heroico» trató de forma no triunfalista, pero con hondo sentido nacional, los asuntos de la Guerra de Independencia. En «El grito abuelo» se ha querido ver un antecedente de la posterior corriente de «poesía negra» o «afrocubana».
Aunque es más conocido por su obra poética, Poveda es autor de importantes trabajos de carácter ensayístico, varios relatos y una novela Senderos de montaña, cuyos manuscritos fueron destruidos por su esposa. Ademáas tradujo textos de Henri de Regnier, Lorrain, Rodenbach, Bonville, Augusto de Armas, Stewart Merrill, entre otros.
Como homenaje en el aniversario de su fallecimiento compartimos este ensayo publicado en Proemios de cenáculo. (Cuadernos de Cultura, octava serie, 3): Publicaciones del Ministerio de Educación, Dirección de Cultura, La Habana, 1948, pp. 155-166 y que recogiera la ensayista e investigadora Cira Romero en su libro Atravesar los umbrales. Cuba: crítica, ensayo y otras vecindades. (1791-1922).
Fragmentos de su obra
La música en el verso
I
Todas las emociones que crea, en las almas, la naturaleza por sí, o transubstanciada por cualquiera de las artes, son en lo íntimo un Canto. Este conciso efecto común es el que ha dado origen a la creencia de que sería posible hacer, en lo artístico, de las diversas fuentes una sola. Línea, color, sonido, y palabra, que además de palabra es todo lo otro, forman la melodía interior. Procedan de los altos centros psíquicos, o sean rudimentarios choques sensoriales, para la emoción se convierten en un vago lenguaje sin palabras, que la hiere en lo vivo, inefablemente, ya sin explicación y sin límites: una sencilla música. Todo el objeto de la belleza no es sino producir el pequeño pasmo, hacer vibrar la cuerda hermética, urdir el Canto cuya leve resonancia tiene, sin embargo, fuerzas para levantar un mundo. En la contemplación de la naturaleza o de la obra de arte —honras espectaculares de la tarde, recogimiento infinito de la medianoche, cruce tropeloso de pasiones o marcha solemne de ideologías—, nosotros no percibimos en realidad sino la música, tal una sucesión de cadencias, lentos o bruscos compases, un lenguaje rítmico cuyas alas invisibles nos exaltan. Todas las cosas mudas encuentran así su expresión, y los grandes lenguajes callan para que los sustituya el idioma íntimo. Armonía, eufonía, consonancias y correspondencias, sueños y recuerdos, remordimientos y presentimientos, reflejos y matices, son cadencias de esa música interna; y el más puro poema es el que ha logrado registrar las palpitaciones más íntimas. Sometidos al ritmo profundo, la naturaleza y los hombres van dejando de sí la suprema esencia sonora, que el ritmo conduce a través del tiempo, trenos de muerte o epinicios, por el impulsor terco de una ley cósmica. La escuela de los estetas fue sugestionada por este papel elemental de la melodía, cuando señaló, por boca de su jefe, la preeminencia de la música sobre las demás artes: ella es la que parece expresarse en el verdadero lenguaje de la emoción, sin decir otra cosa que los sonidos, sin que dé más que notas su elocuencia, sin entregar sus secretos, sugerente y escondida, tal como una voz interior ella misma, exultadora aun sin ser comprendida. El genio del hombre sintió comunicarse con él musicalmente las fuerzas naturales, los impulsos instintivos, el torrente de la sangre y las explosiones de la savia, todo cuanto era la vida exterior como la propia vida, placer o dolor, luz o sombra; y cuando el terror de su soledad y el de su impotencia le llevaron a crear los dioses, el Canto fue el lenguaje escogido por el hombre para comunicarse con la divinidad. Y así es como el primer oficiante heliosístico, tuvo que ser también, necesariamente, el primer poeta.
II
Profirieron largos alaridos las bocas ancestrales. Aquel primer arte bárbaro no fue durante largo tiempo, como no es hoy entre las hordas salvajes, sino un grito continuado cuyo ritmo mancaron los hombres a saltos. En la epilepsia de las danzas sagradas, las interminables voces guturales fueron la expresión de los paisajes, de los cataclismos y de los misterios, y toda la emoción de aquellos pueblos palpitó en las notas largas y monorrítmicas, de lentas medidas. Vendría después el verso, como un comentario a la melodía, esclavo del curso de esta, monosilábico e indeciso, mal avenido con el coro, doblándose sobre sí mismo y retorciéndose como una serpiente. Tenían poco que decir, porque nada comprendían los seres instintivos, y palpitaba en sus bramidos primordiales la ingenuidad de un grito de asombro, de alarma o de espanto. En las exaltaciones del hombre primitivo, en medio de los clamores corales, el verso no hizo sino murmurar palabras innecesarias, dichas con timidez e incongruencia, y solo para auxiliar fonéticamente al Canto. Mientras faltó a las hordas el pasado, mientras las tribus no tuvieron recuerdos, mientras la aventura dispersa no reconoció a los héroes, mientras carecieron de hogar los nómadas, no hacía falta la palabra, y al dolor, como al placer, les bastaba con el grito. La tierra demasiado joven podía expresar su alma entera mediante una cadencia, verter en dos notas sus quejas o sus himnos, Pero a través de largos tiempos, en el seno de un pueblo sedentario, pudo aparecer al cabo la leyenda.
Los dioses inmensos y los hombres valerosos que protegieron al agregado o lo persiguieron, comenzaron a ser recordados; y en derredor de las hogueras, mientras los danzantes proferían sus cantatas, el verso empezó a urdir la trama del relato. El día en que nacen los poemas narrativos, ya el hijo mezquino ha cobrado estatura y dignidad, y marcha al lado de la madre lírica como un compañero. Los rapsodas llevarán a lo largo de las rutas el cuento heroico, y por primera vez, al saltar de las cuerdas los sonidos, las palabras dichas al unísono tendrán la majestad de una propia virtud.
Ya entonces ha de ser el instante en que, lejos de la lira y la flauta, la maravilla del poema pueda levantar a solas su cadencia, y las almas descubran absortas que positivamente «hay un nuevo Canto en él».
III
Semejante organismo sonoro, que es ya por sí mismo una manifestación de arte distinta de la música, destinada a superarla y sobrevivirla, sufre, sin embargo, durante todo el clasicismo, de un vicio de origen. Hijo unilateral de la música, producido en su seno y desarrollado plenamente a su amparo; ritmado, no para sus propias necesidades, sino para las necesidades de ella, quedó estrechamente moldeado en los moldes de la otra. arte más simple.
Era un ritmo más complejo el del verso, puesto que iba a trasmitir una música de especie más noble; no la sensorial de las notas, sino la ideal de las pasiones y los deseos; y sin embargo, adopta los compases regulares, las bases rítmicas de las primeras melodías.
Pesadas medidas o metros ligeros, hexámetros o anacreónticas, pueden ser guiados por la batuta mediocre que dirigiera el himno órfico. Así la paupérrima música antigua, llena de gemidos iguales o de sacudidas hipeantes, trasmitió su monotonía al verso, y la palabra no supo cantar sino dentro de los golpes iguales de un ritmo aritmético. Una edad más sombría sucedió a la edad pagana; triunfó sobre los dioses alegres y normales de la Hélade el dios más sombrío y anormal del cristianismo, y sobrevivieron, con los clásicos medioevales, la pesada literatura de los claustros, los cánticos religiosos, las interminables letanías místicas, estancamiento para el ritmo, ritornelo, asfixiante monotonía de los poemas en tercetos, toda una procesión de sonoridades isócronas y monacales. Que la sátira, que las pastorales, que los romances dieran con metros más ágiles, no quiere decir que fueran más libres. Las pequeñas pautas no fueron menos regulares, y fatigó la letrilla, como fatigaría el endecasílabo, por daño de los dogmas que consagraban la uniformidad, los acentos distribuidos según ley y las sonoridades rigurosamente prescritas. Era con frecuencia el verso un escollo para los Cantos del espíritu, y ha estado largamente sin que pudiera llenar plenamente sus fines. El cantar trillado debía ser muchas veces ajeno a la melodía pura de los motivos, nada adaptable a temas pasionales, mecanismo rítmico que se mantenía reacio a acompañar el vuelo psíquico. Tal despotismo de la técnica hizo, en nuestra edad, que un tetrarca del Parnaso, Baudelaire, pensara en la prosa como en la liberación, y que bien pronto toda una dinastía de grandes poetas sometiera al verso mismo a las exigencias de un nuevo ritmo que aspiraba a ser expresado «en sí».
IV
Los más perfectos trabajos se han efectuado sobre la trama de los organismos clásicos. Durante nuestro ciclo revolucionario, abierto por Hugo, ese ha sido el empeño mejor acabado. Etapas señaladas por grandes artífices, se reconoció que era la forma la razón de ser del arte, y que el verso debía reconocer en su música el elemento formal más noble. Hallaron pobres las gamas y se dedicaron a enriquecerlas. Analizaron el valor tónico de las sílabas, compusieron frases por sí mismas musicales, organizaron tareas instrumentales con los elementos del vocabulario, y de ese modo lograron notables éxitos. En contra de las normas clásicas, iniciaron las dislocaciones de hemistiquios, recompusieron sistemas rítmicos, rebuscaron y trasegaron palabras en los grandes almacenes del léxico, ensayaron los sonetos libertinos que inquietaban a Gautier. Así el antiguo respeto de los cánones dejó plaza a una legítima ansiedad de sonoridades difíciles y de cadencias raras. Musitando los motivos, los recientes maestros del ritmo aprendieron a ajustar los tonos, ensayando cada tema sobre cada metro, hasta hallar el más justo; eligieron los compases, los silencios, duraciones e intensidades, al elegir los elementos del verso, un pie fijo o una combinación de pies diversos, un ingenioso juego de acentos o una irregularidad premeditada. Fue sin duda una conquista, y hoy que la hemos perfeccionado debemos sentirnos orgullosos. Se ha ampliado notablemente el número de las fórmulas, y dentro de ese número se ha hecho infinito el de los recursos a que puede recurrir el poeta para darle personalidad, variedad, propiedad al Canto de sus palabras: es un caudal polifónico que satisface muchas necesidades, y significa el acervo rítmico más completo a que era posible llegar, siguiendo los viejos caminos. Sin embargo, tal conquista no podía satisfacer a la suprema independencia de un creador actual. Cualquiera que fuera el bien adquirido, persistía el vicio de origen, y la batuta clásica dominaba donde no se la quería tolerar sino como subalterna. Por prestigiosa que sea la estrofa compuesta a la nueva manera, la regularidad conservada a sus metros la haría todavía monótona, respecto de la proteica musa actual. Podemos, los iniciados en las capillas «del arte severo y del silencio», desgranar las estrofas ricas en que reciten nuestras almas sus ideologías, con la lentitud y la regularidad de un salterio. Pero al descender a la naturaleza y a los hombres, en el seno de almas y paisajes, nos humillará la pobreza de esos mismos medios de expresión, sentiremos siempre la necesidad de nuevas voces, comprenderemos la impotencia de las fórmulas conocidas para transfundir el Canto. En pos de la fórmula potente vamos a lanzarnos por otros caminos, y ha de ser entonces cuando daremos con un secreto distinto.
V
La música está «por encima» de la sola distribución matemática de las sílabas. Por complicada que sea una combinación numeral de sonidos regulares, ha de quedar irremediablemente «por debajo» del Canto. Toda suerte de medidas isócronas es ajena a las genuinas medidas del Canto psíquico. El motivo, la emoción que el artista transubstancia de su alma a su obra, lleva en sí los legítimos elementos musicales del poema. Cadencias lánguidas o sones agitados, ellos están contenidos en los movimientos de alma iniciales, y deben ser vertidos con las palabras reproductoras, registradas por el verso con pulcritud. No son cosas diversas, sino muy sutilmente, el fondo y la forma, ya que esta no es más que el elemento verbal que «significa» el elemento psíquico. La naturaleza rítmica de la emoción estética deberá buscar expresión en ritmos verbales, y no precisamente llenando una pauta escogida a priori.
Ella querrá la adaptación directa, inmediata, del ritmo interior al ritmo externo, haciendo de este una estricta representación del Canto íntimo. Aparte de otros precursores, tan geniales como no conscientes, Paul Verlaine supo presentir más profundamente el secreto. Aun el pobre Lelián, que proclamó gran ley rítmica la del ritmo interior, no pudo someter a ella su verso. Sin embargo, bastaba la rebeldía contra todas las leyes de la métrica y la proclamación de la estética de la música, para que mereciera el decadente, de las escuelas antidecadentes, el nombre de Liberador.
Frente a los trofeos parnasianos, rígidos de riquezas, y a los complicados arabescos mallarmeanos, después hubo poetas que tendieron a un verso de unidad psíquica más que silábica, controlado por ritmos interiores, tan ligero y sin frenos como los motivos mismos. Del ideal nuevo fue un impulso el cansancio de las emociones, que trajo, sobre el tedio del largo clasicismo, una época de neurosis y de ideologías morbosas. Era necesario recobrar la pureza del poema, su frescor potente; hacer accesibles a las emociones los espíritus fatigados e indiferentes; volver a la naturaleza y a la salud, aun cuando se persistiera en las conquistas del símbolo. E indudablemente el lugar común rítmico, tanto como el léxico clásico, eran un obstáculo. Cadencias tan repetidas no eran ya capaces de interesar la emoción; imágenes, figuras tropológicas, clisés aprendidos de memoria, carecían de energía para trasmitir el choque emotivo. Era preciso, no solo modificar algunas fórmulas y renovar el léxico, sino descubrir un procedimiento que, expresando con fuerza los dramas íntimos, tuviera en sí bastante novedad, sorpresa y rareza, para devolver al verso la virtualidad magnífica de las lenguas vírgenes. Y a tal fin surgió el metrolibrismo.
VI
Sé que presentíais la palabra, y que ahora que os la he dado revestida de tal prestigio, teméis que os defraude excesivamente.
No confiáis, sino por intuición, por respeto a grandes nombres, en esa milagrosa música. Y los teorizantes que os invitaron a concebirla, os convencieron de su inexistencia. Pero yo os he venido preparando para que comprendáis cuán absolutamente es musical ese verso, en que vosotros no lograbais ver más que la prosa. Hasta hoy mismo, si todos nuestros técnicos han aceptado la nueva fórmula, pocos la han utilizado, ninguno se la ha explicado.
La procesión de sílabas, de cuatro en fondo, puesta en marcha por Silva, ha servido para que «se transija» con el metro libre, por la gracia de ese Nocturno que es su más radical negación. Quiere decir que no ha perdido en autoridad la batuta clásica, que los oídos no conciben otro ritmo sino el que ella ha venido dictando. En nuestra métrica, los esfuerzos no han excedido de los que señalé en la cuarta parte de este discurso. En esa labor ya estéril, sobre todo para la crítica, porque nada nuevo puede decir, están puestas las mejores manos. Reconozcamos que cualquiera de ellas careció de razones para clasificar verso, y no prosa, al de metro libre. Puesto que no son apreciables en él las simetrías tónicas, las medidas paralelas que han hecho su concepto del ritmo, ellos lo califican de arritmo, y ya no sabrían decirnos qué lo distingue de la prosa, ni qué puede distinguirlo que no sea «el ritmo precisamente». Porque, en realidad, solo la prosa es arrítmica; deja de ser prosa si se la combina en sentido rítmico, si se la metrifica. Proveerla de medidas y pretenden que continúe siendo prosa, es como suprimir medidas al verso y pretender que siga siendo tal. En no haber comprendido el ritmo del nuevo verso consiste la perplejidad de la crítica ante él.
Por incomprensión parecieron arbitrarios el Nocturno de Silva y la Marcha triunfal de Darío, no obstante ser mecanismos rítmicos perfectamente disciplinados, cuando en realidad son fórmulas de mucho menores recursos que la del endecasílabo, por ejemplo. Por incomprensión parece arbitrario el metrolibrismo, y en los treinta años que nos separan de Jules Laforgue y Gustave Khan, su sencillo secreto no ha sido descubierto. De la pura estrofa clásica a la estrofa metrolibrista, no hay, sin embargo, más que una gradación perfectamente equilibrada, y la misma virtud armoniosa sin la cual la poesía no existe. La libertad del ritmo, que ya hoy tantos oídos comprenden, no produjo otro desconcierto a los partidarios de la vieja monorritmia, que el que hoy produce la libertad de metros, y del mismo modo severo se ha llegado a ambas libertades: como se descartó el acento obligado, se descartó el número obligado; como rechazó el tiempo a priori, la medida a priori; como se renunció a distribuir las sílabas en pies iguales para cada verso, los pies en los mismos metros. Si el alma clásica compuso sus estancias, señalando de antemano su compás y su límite a cada verso, y el alma romántica les fijó el límite y se reservó el ritmo, nuestras almas se han reservado ritmos y lindes. Así el verso de metro libre «no se cuida en realidad del metro», sino exclusivamente del ritmo, combinando, en acuerdo directo con las palpitaciones íntimas, las bases conocidas: bi, tri, tetra, penta y heptasílabas. Por inarmoniosa que la polifonía verbal parezca a los ineducados, el Canto es en ella rico, lleno de imprevistas cadencias, ajustado a cada sinuosidad del pensamiento, acorde con cada estremecimiento emotivo, una voz insuperable y profunda, ya sin la menor traba impuesta por los antiguos modos de expresión.
VII
Soberbiamente ahora, libremente, suenan las voces auténticas. No son ya la trama familiar de eufonías de retórica, el Canto llano y tedioso, los efectos esperados. Es ahora una nueva y robusta música, que procede directamente de las fuentes ocultas, cuyas vibraciones son las mismas de la emoción, cuyos ritmos son los del «Canto». Ligero y proteico, el nuevo verso se desborda en torrente.
Se encrespa o languidece en consorcio con los motivos, se desliza sin frenos y sin férulas. Expresión de las melodías subjetivas, el verso es como ellas irregular y voluble. Su música, caprichosamente modulada, es, por ello, una música autóctona: cada poema trae consigo la que le pertenece, estrictamente. Todos los ritmos caben en el metro libre. Puede cantar en todas las medidas, los tonos, adoptando, un instante, pasos iguales si le place, desordenándose, complicándose cuando es preciso, sin dejar de ser por eso perfectamente armonioso. Dispone a su antojo de la rima como dispone del ritmo, la desecha en el momento en que le estorba, la conserva cuando necesita de las resonancias, de los paralelismos, de los ajustes tónicos. Se reviste así el nuevo verso de todos los aspectos, fulge de todas sus facetas, se transforma sin tregua. Hace posible, dentro del poema, el milagro que las antiguas formas rigurosas no hubieran consentido: el de fijar cada matiz del pensamiento en un ritmo diverso, reducir o acrecer los tonos de acuerdo con las emociones. Y esto sin duros tránsitos, sin artificios, sin los ridículos obeliscos que se hicieron en días infortunados.
Conduce las nuevas fiestas orquestales del verbo nuestro profundo sentimiento del Canto; guía el sonoro tropel de las sílabas, musicales por sí mismas, el don melódico que nos es característico.
Logramos al cabo las polifonías superiores de una música sin límites. La naturaleza entera se expresa por nuestras bocas, en un hálito, con pureza, y nuestros versos son ese hálito puro. Sueños, ideas, visiones, extrañas y escondidas voces interiores, desfilan igualmente perfectas y rítmicas; y nuestros versos son ese desfile rítmico. Tenemos ya en nuestras manos, ajustada, perfecta, la nueva siringa para el nuevo soliloquio. De noche aun, por los caminos secretos, hemos escalado la altura desde la cual hablaremos a la tierra. Divinos y eternos como dioses, puesto que somos hombres, cantaremos un Canto de eternidad. Vamos a exhalar la voz de nuestra hora, y, con el brazo de la melodía, clavaremos sobre el monte lejano, como una antorcha, «nuestro» sol.
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