
No tuvo la metrópoli interés alguno en fomentar la literatura, la cultura, la lectura, entre la población cubana. Piénsese más bien lo contrario. Cuanto menos fuera el desarrollo en las esferas del saber, mejor era para gobernarnos. Así, no fue hasta el siglo XIX, sobre todo en su primera mitad, cuando empezaron a descollar los nombres ilustres, excluidos naturalmente los de José María Heredia, Gertrudis Gómez de Avellaneda y algunos más. Fue aquella, más bien, una etapa de forja y cimentación, dentro de circunstancias tan difíciles como las del status colonial.
No obstante, el camagüeyano José Ramón Betancourt fue conocido y respetado en su tiempo. Y su palabra escuchada. Por supuesto que era un hombre de cuna acomodada, porque de otro modo aún más empedrado le hubiera sido el camino. Nació el 17 de octubre de 1823 e hizo estudios en el Colegio de los Padres Escolapios, siendo alumno de filosofía y latín.
En La Habana cursó la carrera de Leyes en el Seminario de San Carlos, para después alcanzar el título de Licenciado en Derecho Civil y Canónico. De vuelta al Camagüey se le nombró síndico procurador general del Ayuntamiento y en esa ciudad comenzó a destacarse como intelectual y hombre público.
En 1851, se le desterró a España por sus vínculos con el movimiento anexionista, que por aquellos años cobró fuerza y ganó adeptos entre ciertos sectores sociales opuestos a la metrópoli, pero que tenían puestos sus ojos con demasiada y enfermiza admiración en el vecino del Norte.
Betancourt pudo regresar y en 1856 se le nombró director del Liceo Artístico y Literario de la capital, siendo además síndico del Ayuntamiento de La Habana con el cargo de teniente alcalde, por lo que su renombre llegó aún más lejos.
Escribió una novela de título largo y abierto: Una feria de la caridad en 183…, publicada en 1856, reeditada en más de una ocasión y a la cual se incorporó en 1885 un juicio crítico de Cirilo Villaverde.
«Pinta Betancourt en esta obra la vida del Camagüey a mediados del siglo XIX -escribe Max Henríquez Ureña- reproduce con encendidos matices escenas y paisajes; y algunos de los personajes que presenta son trasunto de seres reales, conocidos de la sociedad camagüeyana (…) Por lo demás, la novela es un relato moralizante, enderezado a combatir el vicio del juego».
Es Max Henríquez Ureña quien apunta además que «Betancourt fue también aficionado a escribir versos, no exentos de corrección; muchos de ellos, junto con algunos trabajos en prosa, están contenidos en dos tomos amparados por el título Prosa de mis versos (Barcelona, 1887). Dejó además un volumen de Discursos y manifiestos políticos (Madrid, 1887) y unos apuntes históricos, Las dos banderas (Sevilla, 1870)».
Utilizó como seudónimos los de «El Estudiante» y «Las dos banderas» y sus colaboraciones pudieron leerse en La Gaceta y El Fanal (de Camagüey) y en la Revista de Cuba y la Revista Geográfica Comercial, de Madrid. Pero además se distinguió por sus servicios a la Sociedad Económica de Amigos del País, de Cuba, y desde su posición económica y política denunció la trata de esclavos y la poco prometedora situación social de Cuba y Puerto Rico.
José Ramón Betancourt murió el 23 de junio de 1890, en La Habana, y si bien no alcanzó las grandes cumbres literarias, escribió con corrección, se le consideró dentro y fuera de la patria, estimuló el desarrolló de la cultura y dejó una huella positiva en el quehacer de una época en que el conocimiento y el acceso a la educación eran privativos de unos pocos.
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