Como algunos de ustedes conocen, la definición de la poética de un novelista (la poética que lo caracteriza desde el centro mismo de su escritura) es posible sólo si hallamos los puntos de articulación de sus tics, sus obsesiones, sus modos estilísticos, la configuración de su mirada y la persistencia de sus ambientes y personajes.
Un novelista como José Soler Puig (1996-1997) no es alguien que, en términos contemporáneos, salte de mundo en mundo. Soler es ese escritor que necesita modelar el interior de un universo —que él convierte en personal y privado— para comprenderlo, alabarlo, odiarlo, y transformarlo, al cabo, en parte de su personalidad creadora y su identidad. Vistas las cosas así, casi podría decirse que tiene más puntos de contacto con las tipologías de la novela moderna que con los usos —evanescentes, fantasiosos, indeterminadores, autorreflexivos— de la novela contemporánea.
La ausencia de atildamientos exagerados acaso podría revelar en Soler Puig un conocimiento intuitivo de las necesidades prácticas de la ficción y los trucos —como solía él llamarlos— de la novela. Cuando lo visité en su casa del reparto Sueño, en Santiago de Cuba, hace ya treinta años, nos sentamos frente a una mesa baja en la que había una botella de ron Havana Club. Encendió asmáticamente un cigarrillo casi a escondidas de su esposa (ya nos habíamos visto fugazmente en el Palacio de Convenciones, en un Congreso de Narrativa pespunteado por algunos pequeños escándalos entre pequeños escritores) y empezamos, de un trago a otro, a hablar con entusiasmo de Noche de fósforos, cuaderno de relatos del narrador Rafael Soler, su hijo muerto, de quien se acordaba todos los días. Pero de pronto alzó una mano y, como quien sacude un mal pensamiento, me dijo: “El que sí sabía era Arreola”. Yo sostuve: “Pero Arreola no es novelista”. Me miró lleno de sospechas. Recuerdo que me asestó una mirada indefinible. “Bueno, sí; La feria es tremenda novela”, concedí rápidamente, para su alivio. “Ahí hay varias novelas”, dijo él, reponiéndose del susto. Yo, entonces con veinticinco o veintiséis años, recordaba la estructura de aquel libro y consideraba a Arreola el estilista más perturbador de la narrativa mexicana del siglo XIX. Me di cuenta de que Soler estaba pensando en los episodios de La feria, la novela de Arreola, como se piensa en unos naipes que admiten maneras distintas de barajamiento. Y así continuamos nuestro diálogo hasta que le dije, casi como quien esboza una especie de disculpa: “Soler, yo creo que su mejor libro es El caserón”. Ya se había publicado una novela tan escoltada y bien hecha como El pan dormido. Y, por supuesto, ahí estaban Bertillón 166 y El derrumbe. Vaciló un instante. “Estoy de acuerdo contigo”, afirmó confidencial. Todavía hoy no he cambiado de opinión, porque El caserón es una novela gótica moderna, del gótico profundo, y dialoga con los muertos desde un misterio muy prestigioso cuya enunciación se logra sólo cuando el estilo ha condescendido a transformarse en una fluencia sibilina y murmuradora. Y Soler obró esa transformación.
Soler Puig experimenta —pero sólo en parte, por fortuna— el destino que en nuestro país les ha tocado a escritores como Onelio Jorge Cardoso y Nicolás Guillén. Son escritores-insignia, usados por las instituciones de demasiadas maneras, cuando en verdad lo que haría falta es leerlos, asediar sus obras, disfrutarlas desde distintos puntos de vista. Lo único que se logra, a la larga, tras la canonización social, o sociopolítica, de un escritor, es in-comprenderlo, reducirlo, estrechar su horizonte y oscurecer su destino en los lectores del presente y el porvenir.
Onelio Jorge Cardoso ha quedado, en términos de imagen pública y trascendencia ciudadana, como un hábil, sentencioso e ingenuo explorador del campo cubano, cuando en verdad es un narrador de amplísimos registros temáticos y configurativos, lleno de modelos de escritura. Guillén, poeta vasto, asimilador de varias tradiciones históricas de la poesía en nuestra lengua, ha quedado como el autor de poco más de un puñado de textos folclórico-sociales, aun cuando ejerció un lirismo exquisito, de lo refinado a lo irreverente, en una constante modulación. ¿Y Soler Puig? Se lo vincula, con toda razón, a la vida y la historia de una ciudad, al fervor revolucionario, a la exaltación de un provincianismo maleable, pero en rigor él es eso y mucho más, porque en su obra incorporó, como parte de su escritura, su propio aprendizaje como narrador, al tiempo que articulaba el mundo íntimo de la familia con el mundo invisible de las reminiscencias y lo fantasmagórico. Fue un realista formalmente clásico, por así decir, pero alcanzó a ser, también, un interrogador insobornable en libros como Un mundo de cosas, Ánima sola y El caserón, que es mi preferida.
Hay una pregunta de respuesta incandescente, aplazada, que me hago sin responderla aún, pues no se trata de coser y cantar: ¿qué hilo atraviesa, conectándolas, las obras memorialísticas francesas de los siglos XVIII y XIX, los volúmenes de Marcel Proust, la obra (ralentizadora del tiempo) de James Joyce; Paradiso, de José Lezama Lima y El pan dormido, de Soler?
Ojalá la celebración de estos cien años del novelista que escribió Bertillón 166, repare en las lecciones (sobre el pulso y el tempo narrativos, sobre la dilucidación del paisaje, sobre cómo la descripción cuenta, pongamos por caso) de un maestro obsesionado por el dilema de lo humano y por el misterio de la escritura.
Editado por: Maytée García
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