De noche, en la febril soledad de la prisión, un hombre inclinado sobre la página en blanco viola con su pluma el silencio impuesto desde las 9:30 de cada día, y escribe:
A las cinco en punto y cuando parece que acaba uno de cerrar los ojos, una voz que dice: «¡recuento!», acompañada de unas cuantas palmadas, se encarga de recordarnos que estamos en prisión cuando a lo mejor lo habíamos olvidado un ratico mientras soñábamos. Las luces, que no se habían apagado en toda la noche, centelleando más que nunca, la cabeza pesada como plomo y, ¡a ponerse en pie! Desde luego que yo invierto menos de 30 segundos en ponerme zapatos, pantalón y camisa: no vuelvo a dormir hasta las 11 de la noche en que me viene el sueño leyendo a Marx o a Rolland y si es como hoy que estoy escribiendo, cuando termine.
Es el 22 de diciembre de 1953. La prisión es el Presidio Modelo de Isla de Pinos. El hombre es Fidel Castro.
La cita de esta carta me había llamado la atención hace mucho tiempo y la recordé en estos días, a propósito de la petición nueva, que me hizo el Instituto Cubano del Libro para presentar esta bellísima edición del Juan Cristóbal, de Romain Rolland. Los hombres de la Generación del Centenario, en aquellas jornadas formadoras de la prisión, preparaban sus armas ideológicas para los futuros, decisivos combates de la historia. Y uno de esos libros formadores fue precisamente Juan Cristóbal. ¿Qué sutil correspondencia, qué hilos visibles o invisibles, encontraba el jefe de la futura revolución entre Marx y Rolland, qué extraordinarios valores encerraba esta novela, libro de cabecera, sobre el que vuelve cada día y que asume como una de sus lecturas predilectas?
Hace solo dos días, una compañera de luchas de aquellos años, generosamente me dio a conocer fragmentos de una carta inédita del 24 de noviembre de 1953, que revelan algunas de esas claves personales:
Naturalmente que me gusta mucho la literatura francesa; es incomparable en todos sus órdenes incluyendo, desde luego, la literatura social y política. Con Juan Cristóbal de Rolland me está ocurriendo lo mismo que cuando leía Los miserables de Víctor Hugo y deseaba que nunca concluyera. Pertenecen a distintas épocas y es lógico que Rolland nos entusiasme más porque es hombre de nuestro tiempo, y su pluma ha sido defensora de las grandes causas de este siglo. Rolland pertenece al mismo grupo ideológico que José Ingenieros, H. G. Wells, Máximo Gorki y otros prosistas que se han caracterizado por sus ansias de justicia. Juan Cristóbal es un libro embelesador; todas las noches antes de dormirme lo abro y leo durante una hora; me intereso fundamentalmente, por el pensamiento social del autor.
La respuesta, pues, brota sencilla y cálida, de las páginas de este libro inolvidable: este libro es nada menos que la vida de un hombre, que es a la vez un artista, que es a la vez una época, que es a la vez, tentativamente, todos los hombres y todos los valores humanos.
Sería imposible en unos apuntes como estos intentar abarcar el universo de este gigantesco poema o novela o biografía (no importa el género). En cualquier historia de la literatura universal encontrarán muy valiosa información de fechas, opiniones, análisis, que me parece inútil citar aquí. Prefiero sencillamente compartir con ustedes el recuerdo de lo que para mí significó su lectura, cuando penetré en sus páginas que luego se convirtieron en amigas entrañables. Lo leí siendo muy joven, creo que la mejor edad para ello, porque es una lectura formadora. Lo leí en la edad en que la búsqueda febril de modelos a imitar, de paradigmas de conducta, presidía nuestras incipientes, todavía nebulosas inquietudes ciudadanas. Buscábamos héroes que admirar porque la juventud necesita los héroes y ya que la historia entonces nos parecía lejana y desconocida, apelábamos a la literatura, íntima y cercana, como una hermana mayor que nos arropaba y protegía de los males del mundo. Primero fueron D’Artagnan, Sandokan, los Corsarios de todos los colores que inflamaron nuestra fantasía de niños. Y cuando ya ellos no fueron suficientes, cuando comenzamos a necesitar que un libro no solo estimulara nuestra imaginación, despertara nuestras emociones, sino también alimentara nuestra razón, buscamos otros libros y otros héroes: un poco más complejos y más verosímiles, un poco más parecidos a nosotros y a nuestra circunstancia. En mi caso, esa búsqueda culminó en tres personajes literarios: Arturo, el protagonista de El Tábano, de Ethel Lilian Voynich; el Pavel Korchaguin de Así se forjó el acero, de Ostrovski, y el Juan Cristóbal de la novela de Romain Rolland. En esos tres héroes encontré modelos de conducta, en ellos descubrí las mejores cualidades del hombre, que lo hacen aún más valioso en medio de sus imperfecciones. Ellos me enseñaron profundamente el valor del coraje, de la amistad, de la solidaridad, del arte, del amor, de la lucha; en una palabra, me ayudaron a formarme para la vida.
De los tres, confieso que el que más penetró en mi sensibilidad fue Juan Cristóbal, porque era precisamente el artista, el creador. Y desde El Alba, el primer libro de esta saga, la primera gran novela cíclica del siglo XX, como la llamó Carpentier, hasta El Adiós a Juan Cristóbal, con que se cierra, el arco trazado por Rolland describe una vida entera, con todos sus avatares, peripecias, aciertos y errores, amores y odios, pasiones y luchas, muertes y olvidos, sufrimientos, caídas, sombras, luces.
Ese héroe sale de estas páginas como lo quería Romain Rolland: un héroe que fuera capaz, en una época de descomposición moral y social en Francia (son los años que antecedieron al estallido de la primera gran guerra mundial y a los que Marcel Proust dará vida magistralmente en su extraordinaria novela En busca del tiempo perdido) de «reavivar el fuego del dormía bajo las cenizas». Ese héroe, para Rolland, debía tener dos condiciones esenciales: la primera, «unos ojos libres, claros y sinceros […] Yo necesitaba este observatorio —dos ojos francos— para ver y juzgar la Europa actual»; la segunda, «ver y juzgar no son más que el punto de partida. Después viene la acción. Lo que tú piensas, lo que tú eres, hay que atreverse a exteriorizarlo. ¡Osa decirlo! ¡Osa realizarlo! […] Se necesita un héroe. ¡Sé un héroe!».
Y por ese milagro inefable que solo la gran literatura es capaz de producir, sorpresivamente se estremece nuestro corazón, comenzamos a sentir el dolor y la alegría, la angustia y el amor, en una palabra, la vida que surge, cristalina y sombría a la vez, de estas páginas que ya serán nuestras para siempre. Y no habrá remedio: lo mismo que el hombre de La Edad de Oro, de Martí, este hombre salido de la pluma de Rolland, este héroe que recorre el duro camino de la existencia a través de un mundo convulso y llega al final, prístino y conmovedor, no es solo un ejemplo a imitar, ya es también nuestro amigo. ¿De dónde surgió esta obra monumental, qué indoblegable pasión alimentó durante casi veinte años la fuerza creadora de este hombre «de rectitud y de ternura», al decir de Mirta Aguirre? El propio Rolland lo ha señalado, en un texto de 1901, publicado treinta años después:
En una noche de tempestad, en medio de las montañas, bajo la bóveda de fuego de los relámpagos, entre el retumbar salvaje del rayo y de los vientos, pienso en los que han muerto y en los que morirán, en toda esa tierra, envuelta en el vacío, que rueda en el seno de la muerte, y que pronto morirá. A todo lo que es mortal ofrezco este libro mortal, cuya voz intenta decir: ¡Hermanos, acerquémonos, olvidemos lo que nos separa, no pensemos sino en la miseria común en la que estamos confundidos! No hay enemigos, no hay malos, sólo hay míseros; y la única felicidad duradera es la de comprendernos mutuamente para amarnos —inteligencia, amor—, único rayo de luz que baña nuestra noche, entre los dos abismos: antes y después de la vida.
A todo lo que es mortal: a la muerte, que iguala y pacifica, al mar desconocido en el que se pierden los arroyos innumerables de la vida, ofrezco mi obra y me ofrezco yo.
El resultado ya lo sabemos: Juan Cristóbal es un clásico de la literatura de todos los tiempos y, como tal, una fuente de inagotables enseñanzas para sus lectores. Generaciones enteras han hecho suyo el mensaje esperanzador de este libro, y las generaciones por venir también lo harán suyo: lo leerán los jóvenes, rebeldes y apasionados, que piensan, como el Juan Cristóbal de los primeros años, que todo debe ser sacrificado a la verdad, implacables con la mediocridad, la hipocresía y la mentira, espíritus iconoclastas surgidos de la honestidad moral; lo leerán también aquellos a quienes los años enseñaron que la bondad, la belleza, la abnegación, la capacidad de sufrir, luchar, caer, sacudirse el polvo del camino y continuar adelante, es también patrimonio de los débiles, de los humildes, de los humillados y ofendidos de este mundo. Y todos, jóvenes, viejos, hombres y mujeres, aprenderán con Juan Cristóbal que su misión última es ser portadores de la verdad del hombre, de la verdad de la vida, que más que poder explicarla, lo importante es amarla, vivirla y defenderla. «No se vive para ser feliz, sino para cumplir con una Ley. ¡Sufre y muere; pero procura ser lo que debes ser: un Hombre!». Palabras que siempre nos recuerdan aquellas otras memorables de Alejo Carpentier:
[…] el hombre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá, y que a su vez padecerán y esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán felices, pues el hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse Tareas.
Estoy seguro de que cada dichoso lector de Juan Cristóbal podría enriquecer estas apresuradas reflexiones que he querido compartir con ustedes: tantas son sus incitaciones, tantos los caminos del espíritu que abre. La generosidad de la Editorial Océano de España y el profesionalismo de los editores, correctores y diseñadores de la Oficina de Publicaciones y Proyectos Especiales del Instituto Cubano del Libro, han hecho posible el pequeño milagro (todo libro lo es) de tenerlo en nuestras manos, en dos hermosísimos volúmenes.
Juan Cristóbal está nuevamente con nosotros. Cuando se escribió, el mundo estaba al borde de un holocausto. Casi un siglo después, los sueños de Romain Rolland aún no se han cumplido. «Un día, renaceré, para nuevos combates», dice Juan Cristóbal antes de morir. Y esa divisa se mantiene como un mandato para «los hombres y mujeres libres de todas las naciones, que luchan, que sufren y que vencerán».
Ha comenzado un nuevo milenio, y con él una nueva esperanza. Libros como Juan Cristóbal siguen siendo la savia que la alimenta. Son árboles vencedores del tiempo y las fronteras.
La tormenta [dice Rolland] ha podido arrancar del árbol algunas ramas; pero el tronco no se ha conmovido. La prueba la tengo, cada día, en los pájaros que vienen de todos los países del mundo a buscar en él un abrigo […] De las tierras más lejanas, de las razas más diferentes, de China, del Japón, de la India, de las Américas, de todos los pueblos de Europa, he visto venir hombres diciendo: Juan Cristóbal es nuestro. Es mío. Es mi hermano. Soy yo.
Hoy tengo la enorme satisfacción de repetir emocionado ese mensaje.
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Texto incluido en El libro de las presentaciones, publicado por Editorial Oriente en 2018.
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