¿Cuántas vidas caben en una vida? Depende. Hay quienes ni siquiera una en los tantos años que logran permanecer de pie. Pero también están los hombres y las mujeres que mutan, giran y dan vueltas carnero dentro de su propio cuerpo para demostrarnos, ya sea escribiendo, hablando o mirándonos a los ojos, que una vida es mucho tiempo, aunque parezca nada.
Juan Filloy nació en 1894 y murió a mediados del 2000. Habitó tres siglos y estuvo a días de cumplir 106 años. Es mucho tiempo para lidiar con el aburrimiento, entonces se inventó estrategias.
Fue bibliotecario, caricaturista, miembro de la Federación Argentina de Boxeo —incluso llegó a ser árbitro en peleas de Luis Ángel Firpo—, socio fundador del club Talleres de Córdoba —aunque nunca jugó al fútbol ni a ningún deporte—, del Museo de Bellas Artes de Río Cuarto y del Golf Club. Participó activamente en la Reforma Universitaria de 1918 y fue columnista del diario El Pueblo de Río Cuarto durante sesenta años. Abogado, juez de cámara, traductor… y escritor desaforado: del ensayo a la poesía, de la novela al cuento, de la dramaturgia a ser el campeón mundial del palíndromo, esas frases que leídas al revés dicen lo mismo. Escribió más de treinta libros y casi la misma cantidad quedó inédita, pero todos, absolutamente todos, tenían un título de siete letras.
Y no, eso no es todo. Empecemos por el principio. Siempre es importante el principio.
Salió a la vida en la Ciudad de Córdoba. Hijo de lo que se conoce como Gran inmigración europea en Argentina: su padre, un campesino español de Pontevedra, Galicia; su madre, una francesa de Toulouse que trabajaba de curandera y lavandera. Ambos analfabetos. Quizás por eso se propuso desde chico ser un erudito. ¿En qué? En todo lo que los años le permitieran. Cuando se recibió de abogado en la Universidad Nacional de Córdoba corría el 1920, se instaló en Río Cuarto y allí se quedó durante sesenta y cuatro años. Desde ahí miró el mundo.
De Córdoba estaba enamorado. Le gustaba ser periférico frente a Buenos Aires pero central en el menjunje intercultural. En una entrevista comentó con picardía:
Mi padre es gallego, mi madre francesa, mi mujer inglesa, mi suegro y mi suegra rusos. Esa es la emulsión americana. Esta mezcla de sangres y de pueblos distintos van creando un tipo humano. Toda esta mezcla, toda esta gringada que se junta, ha producido unos especímenes humanos realmente valiosos. Hay una pendejada hermosa. Y viene mucha gente a buscar novia a Río Cuarto; las chicas son aquí realmente bonitas.
¿Quién o qué fue Juan Filloy, el secreto mejor guardado de la literatura argentina? Empecemos por el principio. Siempre es importante el principio.
Hace unos meses, Ariel Magnus —escritor, traductor, periodista— se dispuso a ordenar un poco la vida de este autor. Todo lo dejó plasmado en un libro de casi 500 páginas editado por Eduvim, la editorial de la Universidad Nacional de Villa María. Le puso de título Un atleta de las letras, toda una definición. Ahora, al hablar de la titánica tarea de lectura, recopilación y elaboración, su entusiasmo aún se filtra en sus palabras.
Recuerda a la perfección la primera vez que un libro de «Don Juan» cayó en sus manos. Fue su novela más famosa, Op Oloop, que se publicó en 1934 y rápidamente fue acusada de pornográfica por el intendente porteño.
El libro que leí era una la edición de Losada del 97 —le dice Magnus a Infobae Cultura— y quedé fascinado, preguntándome cómo no lo había leído antes, como le pasa a muchos que llegan tarde a Filloy. Sin embargo, recién volví a leerlo diez años más tarde, de nuevo con sumo placer, comprobando que era un grandísimo escritor, algo no tan común cuando retomás de más grande lecturas que hiciste de más joven.
Entonces siguió la pulsión inexplicable de un lector obsesivo y llegó a los escritos judiciales de Filloy. «Intuía que un tipo tan sorprendente y personal para escribir novelas seguramente hacía de las suyas hasta dentro de un formato rígido como una sentencia. Para llegar a ese material, la excusa perfecta era hacer su biografía», cuenta.
Un día, en la Feria del Libro de Córdoba, conoció a la hija del escritor, Monique Filloy, quien lo invitó a ver todo el material que guardaba de su padre, sobre todos los libros inéditos. Se contactó con la editorial, le explicó el plan y la secuencia se armó sola. «Una de las cosas más arduas fue finalmente llegar a ese material judicial, pero lo gratificante fue descubrir que efectivamente su pluma privilegiada se puede apreciar hasta en sus alegatos como defensor de pobres y sus sentencias como juez de cámara».
«Se dice Fiyoy, ¿eh?… no Filoy. Mi apellido es gallego», retó a Ricardo Zelarayán cuando lo entrevistó en 1975. Para Filloy las palabras eran importantes. El lenguaje es un prisma para ver el mundo. Conocer el lenguaje en profundidad implica también conocer mejor el mundo, acercarse a él con la mayor cantidad de herramientas. Y ese prisma no es rígido, se mueve, muta, se transforma. Filloy no dudó en inventar palabras cuando las que tenía a mano no le bastaban. Hizo del lenguaje una práctica minuciosa, un consumo intenso y una producción meticulosa.
En Rayuela, Julio Cortázar lo pone en la boca de Olivera: «Pero no tienen ningún Juan Filloy que les escriba Caterva. ¿Qué será de Filloy, che?», dice su personaje. Caterva tiene 570 páginas y salió en 1939. Siete linyeras discuten sobre filosofía, política, derecho y se leen cosas como que «la justicia es una lechuza. Guiña los ojos, alternativamente, a la izquierda y a la derecha. Guiños de esperanza al miserable… Guiños de inteligencia al potentado». Caterva es, en sus propias palabras, «una muy buena novela, para mucha gente es la mejor escrita por mí». Pero no, su mejor novela —se lo dijo en una entrevista de 1993 a Mempo Giardinelli— es La potra donde aparece, a diferencia de sus otros textos en los cuales las mujeres ocupan lugares secundarios, un personaje femenino muy empoderado.
Filloy era un hombre callado al que no le interesaba la fama, sin embargo cuando hablaba con algún colega o periodista enseguida se le veía el brillo del provocador. Poseía una honestidad brutal ganada a base de libertad, de cero camarilla, de no deberle favores a nadie. Con Borges tenía algo personal, aunque quizás era al revés. Palíndromos.
Dice en la entrevista con Giardinelli:
Un día le regalé a Borges, en Buenos Aires, mi novela Aquende, y unos meses después, revisando cambalaches en la calle Corrientes, me encontré ese ejemplar. Lo había vendido con dedicatoria y todo. Lo compré, por cierto… Es infame que yo venda un libro dedicado. Me han dedicado miles, y los conservo todos.
En el libro, Magus reconstruye: «Lo he leído poco, le confesó Borges. Y yo a usted demasiado, respondió Filloy».
—¿Cómo se explica su voracidad literaria: la cantidad de textos publicados e inéditos, y en tantas disciplinas posibles?
—Filloy fue el primer alfabetizado de su familia, ninguno de sus padres había ido a la escuela (su madre no sabía ni firmar) y sus hermanos no pasaron de los primeros grados de primaria. Por eso él decía que estaba vengando siglos de analfabetismo con su vocación literaria. Como la familia vivía muy cerca de la biblioteca de su barrio, enseguida tuvo contacto con libros. Luego se mudó a Río Cuarto, donde tenía mucho tiempo para escribir. Además, era muy metódico (en su vida y en su escritura). A todas las disciplinas que practicó (novela, cuento, poesía, aforismo, palíndromos, ensayo, artículo de diario, traducción) habría que agregar el género epistolar. Sus cartas son magníficas, escritas como para ser publicadas. En la biografía reproduzco varias, incluidas las de amor que se mandaron con la mujer que luego sería su esposa y que no había leído ni la familia. También agregué un apéndice con lo mejor de sus libros inéditos, que contienen varias joyitas.
—¿Por qué creés que Filloy es un autor de culto y nunca logró la masividad que tienen otros escritores?
—En primer lugar, por cómo circularon sus grandes textos, publicados en los años treinta en forma privada, a través de una imprenta de Buenos Aires. Él hacía todo: desde diseñar las tapas hasta mandar el libro persona a persona (con dedicatoria). Y no le iba mal. Le sacaban reseñas y los colegas lo felicitaban (descubrí una carta, por ejemplo, que le mandó un muy joven Camilo José Cela, en la que dice que leyéndolo a él y a otros latinoamericanos del momento se convence de que España debería invadirnos de nuevo, ahora para nutrirse de nuestra literatura). Recién a fines de los sesenta llegaron las publicaciones comerciales y con ellas una cierta fama, pero que tampoco duró demasiado, porque él seguía viviendo en Río Cuarto, muy alejado del mundillo literario, a pesar de estar en contacto con muchos escritores. Ese sería el segundo punto. Y el tercero y no por eso menor, es que se trata de un autor exigente, de libros altamente retóricos, donde la acción tiene lugar sobre todo a nivel del lenguaje.
Filloy es un hombre de contrastes, de muchas vidas donde todo se repliega dentro de su cuerpo. Como un hombre de mil vidas. Por ejemplo, sus primeras obras vanguardistas y provocadoras conviven con el abogado que luchaba para que se cumpla la ley, para que nada subvierta el orden. Pero, ¿y la literatura?
«Hay un artículo en el Código donde la publicación de pornografía es punida. Yo como juez he hecho todo lo posible para que los libros que tuvieran coprolalia no estuvieran al alcance de la prensa. Por eso se hicieron ediciones privadas, que eran dedicadas personalmente, de modo estricto, a mis amigos», le contó en una entrevista a Ana Da Costa. Sabía que su literatura era filosa, entonces prefería que se mantuviera a la sombra, en el nicho, entre quienes pudieran apreciar y entender sus inteligentes desvaríos. Quizás sabía, en el fondo lo sabía, el tiempo de pronto hace justicia. Tarda, pero hace justicia. Es lo que Ariel Magnus, con Un atleta de las letras. Biografía literaria de Juan Filloy, finalmente logra hacer justicia.
—Mónica Ambort dice que Filloy es un «escritor escondido», para Noé Jitrik es uno «atípico» y para Ricardo Zelarayán, «sin retaceos». Vos lo definís como «una atleta de las letras». ¿Por qué?
—Primero, porque escribió mucho y con un espíritu deportivo. Por ejemplo, compuso cuatro libros de 14 megasonetos cada uno (cada uno de 14 sonetos, o sea un total de casi 800…) de los que apenas si publicó un puñado. Ahí se ve una especie de ética amateur, del tipo que sale a correr una maratón no para competir sino como desafío personal. Eso también explica por qué estuvo décadas sin publicar y no por eso dejó de escribir, como el atleta que no deja de entrenar nunca, ni siquiera cuando está retirado. Además, Filloy era un gran fomentador de los deportes, desde el golf hasta el box y el fútbol, si bien nunca practicó ninguno (caminaba y nadaba nomás) y estaba muy en contra de su profesionalización.
—La última: ¿qué creés que tiene para decir Filloy a las nuevas generaciones en un mundo como este?
—Filloy hace gran literatura en el sentido que nunca pasa de moda: mundos de palabras en los que a uno le gustaría quedarse a vivir. Puede que en tiempos donde se aprecia la escritura parca y sencilla consiga menos lectores, pero la verdad es que nunca escribió para muchos. Su prosa expande nuestra lengua, y por eso recurriremos a él cada vez que lleguemos al callejón sin salida del minimalismo. Uno abre un libro de Filloy y la pura literatura vuelve a nacer.
¿Sus últimas palabras? Dijo tantas, tantísimas, que le valió una obra inmensa que el mercado editorial aún no ha terminado de publicar —y probablemente nunca llegue a hacerlo de forma completa— y que sólo un puñado de lectores se ha aproximado a ella.
Juan Filloy murió un sábado, el quince de julio del año dos mil. Se había acostado a dormir la siesta, como todos los días de su vida, pero esta vez no se despertó. Tenía 105 años y una vida que albergó miles.
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Tomado de Infobae
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