Juan Ramón en el recuerdo de Fina
Fina García Marruz concedió muy pocas entrevistas. Esta es una de ellas. Formó parte de un homenaje que quise hacer al poeta de Moguer con motivo del 30 aniversario de sus días habaneros y en el que figuraron asimismo Cintio Vitier y José Lezama Lima. Apareció dicho homenaje en La Gaceta de Cuba —octubre de 1969— y hasta el momento las palabras de la autora de Visitaciones no habían vuelto a reproducirse. Van ahora como modesta contribución a su fiesta de centenario.
Paraíso de esencias
¿Qué significó para usted la estancia en Cuba de Juan Ramón Jiménez?
Cuando Juan Ramón vino a La Habana yo tenía trece años. Nunca había leído verdadera poesía, solo el Darío adulterado de las recitaciones escolares, un libro, que había en casa del pobre Rueda, el poeta andaluz colorista e ingenuo, demasiado sonoro para mi gusto, y algo del asordinado Nervo. Con motivo de la visita de Juan Ramón, mi padre me regaló por las Navidades su gran libro, dorado y blanco, Canción, exquisitamente impreso, bajo la dirección del poeta, antes de la guerra. Cuando abrí la primera página, con la cita de Villasandino («Donayre, gracioso brío / es todo vuestro atavío, / linda flor, deleyte mío») en cuya «y» fresquísima, más andaluza allí que griega, estaba ya prefigurado el laberinto de la aguda «j» juanramoniana, cuando leí el primer poema, «El adolescente», blanco tenue con sol fino y frescor morado, me pareció que tenía delante, en acuarela prístina, una luz más bella que la de la misma mañana con soplos fríos de diciembre, en que lo leía, como si de golpe se me hubiese dado a conocer a la vez la más alta poesía popular y culta de la lengua.
Por el mismo alejandrino demasiado sonante de Darío se desplazaba ahora un oro sin historia; la Andalucía colorista de Rueda se volvía una Andalucía más esbelta y secreta, el pensamiento y la emoción que aparecían en el primer plano de los versos de Nervo, se revelaban tan solo a través de leves toques de color, acento; la brevedad del poema resultaba ilusoria por esos sucesivos ahondamientos en que el tiempo parecía detenerse: mar, verde-rosa entre los pinos, plata de los álamos saliendo de la bruma, oros de poniente suntuoso a lo Turner, granas mates, amarillos elegiacos. Aquel libro, así como los otros suyos que adquirí enseguida, aquellas rústicas y depuradas ediciones Calleja, de hojas esponjosas arena pálido, que llenaban la página de virutas como de pan desmoronándose al ser abiertas, fueron para mí una verdadera iniciación.
Cuántas lecciones daba desde la impresión misma del libro, la elección y juego sabio de los distintos tipos de letra, la cita escogida, aguda hasta la hiperestesia, los paréntesis, guiones y bastardillas, reflejando los distintos acentos y voces que se iban superponiendo al tono central, como en un palimpsesto de sentidos, todo, hasta el menor detalle, preciso, cuidado, por aquella voluntad feroz, casi maniática, de belleza, aplicada toda a dejar intacta y libre la espontaneidad primera y que en realidad estaba a su servicio. ¡Qué lejos por igual de las ediciones corrientes y las de «lujo», aquella sobria distinción natural, aquel lujo de esencias, aquel organismo único y vivo del poema en su página! Aquello fue, con el venturoso conocimiento del poeta mismo, el primer y decisivo deslumbramiento.
En nada desdecía Juan Ramón la imponente majestad de su poesía. Jamás he conocido en criatura alguna semejante peso de autoridad poética. Recuerdo que fui con mi hermana a oírle su primera conferencia sobre «El trabajo gustoso» en la Hispanocubana de Cultura que dirigía Fernando Ortiz. Su influjo, como el de su obra, empezaba a obrar desde el primer golpe de vista. La poesía parecía ser su casa propia, y él, con su palidez de príncipe árabe y su breve barba negra contrastando con el grana subido de los labios, un desterrado esencial, un perseguidor de los espejismos del oro en las arenas de no sé qué último desierto. Su voz, un poco dura, diamantina, tan clara que parecía alta, no siéndolo, no parecía dirigirse al que estaba delante, como si solo hablara a su gusto con las criaturas de la simplicidad y la pureza: un niño, una bestia, un árbol, descargando justicieros golpes de gracia sobre las otras. Usaba las palabras con una precisión e intensidad tales que cada cosa nombrada era igual a su presencia viva. Oírlo hablar era como entrar en un paraíso de esencias.
Al final de la lectura fuimos a verlo. Como mi hermana y yo vestíamos iguales nos preguntó si éramos de algún colegio, lo que naturalmente nos ofendió un poco. Le pedí que me dedicase mi libro. «No me gusta improvisar nada», sentenció, pidiéndonos que fuéramos al otro día al Hotel Victoria a recogerlo. Nos regalaba así, como un dios inesperadamente, la oportunidad de volverlo a ver y oír de nuevo, esta vez más de cerca.
Varias veces fuimos a verlo a él y a la inolvidable Zenobia, de risa clara, espiritual, que se las arreglaba siempre para hacerse invisible, y a la vez procurar todo lo que el poeta o el visitante necesitaran. Solo recuerdo de aquellas visitas en que, por timidez nuestra explicable, era mi madre la que hablaba con Juan Ramón casi todo el tiempo, mi propio asombro de tenerlo allí delante, como si me hubiese sido presentado un árbol, un unicornio o una fuente. ¡Con qué paternal e indecible confianza nos recibía siempre! Acaso las únicas cosas verdaderamente inolvidables sean aquellas que uno no podría recordar del todo jamás. Yo nunca sabré más de la poesía que lo que supe entonces, oyéndolo, aquellas tardes de las que apenas guardo una clara memoria, sin que acierte a saber ahora lo que estaba allí diciendo, sin que acaso haya sabido otra cosa nunca.
Doble acento
A su juicio, ¿qué influencia ejerció Juan Ramón sobre los poetas cubanos de entonces?
De los mayores (Brull, Florit, Guillén, Ballagas) solo en Florit, creo, aunque cuando Juan Ramón vino a La Habana ya Florit había escrito su Doble acento, que solo tenía de juanramoniano el título, ya que obedecía, en su mejor línea, a otra inspiración. El deslumbramiento de la poesía de Juan Ramón y la amistad y el conocimiento íntimos del poeta apartaron a Florit por lo menos de uno de aquellos dos acentos propios, acercándolo cada vez más al ámbito de la «canción» juanramoniana. Se alejó así de su decimismo isleño inicial (Trópico) y de su más maduro verso abierto, ese verso de playaza cubana, que parecía alargar sus finales interminablemente, más allá de su impreciso límite, y que no volvimos a encontrar después en Reino, posterior a la visita del poeta y escrito ya todo bajo su dominante influjo. De ese «reino» solo pudo salir Florit para entrar en el coloquialismo de Conversación a mi padre, que creemos en las antípodas de su verdadero acento original, traspasado y esbelto como el pecho de su San Sebastián antológico. Después se desembarazó mejor, creemos, de la forma juanramoniana, y del nuevo estilo informe posterior, en algunos poemas muy despejados, de pura tensión interna.
En los más jóvenes entonces (Samuel Feijóo, Cintio Vitier) influyó de otro modo más y menos evidente, más en la prosa que en el verso de Samuel, más en el verso que en la prosa de Cintio. En Eliseo Diego, que entonces no escribía aún poesía sino breves relatos en prosa, apenas dejó huellas. Sus maestros eran otros: Lord Dunsany, Stevenson, Anderson, el Infante Juan Manuel. En cuanto a Lezama Lima, tenía ya su Muerte de Narciso cuando vino Juan Ramón a La Habana y estaba demasiado impulsado por su Góngora, su Garcilaso, sus simbolistas franceses, tanto como por su propia reciedumbre vasco-criolla, para sentir la fascinación del andaluz, cuya imponente presencia poética lo deslumbró, como a todos, pero sin dejar huellas en su escritura, que no fue nunca de reflejo externo o interno de lo natural o lo íntimo (por algo se inició con la Muerte de Narciso) sino de católica creación ex-nihilo y objetivación de lo distante.
Por todo lo alto
¿Qué importancia concede a La poesía cubana en 1936?
El «granero», la «guía», como entonces le llamaban a la selección que Juan Ramón preparó con el título de La poesía cubana en 1936, no tuvo el carácter escogido que dio sello a todo lo que salió de su mano, pero tuvo la importancia de ser, no la selección de un crítico o un profesor, sino la del primer poeta vivo de la lengua entonces, cuya mirada sobre nuestra poesía tendrá que importarnos siempre, no tanto porque alumbrase magistralmente sus líneas mayores, sino por formar ya parte indisoluble de aquel peculiar momento de nuestra vida poética. No es que tenga errores, sino que aun sus errores nos interesan. Es cierto que están allí algunos nombres de más, pero apenas falta alguno que otro nombre de menos.
Nosotros tuvimos que ver algo, indirectamente y por azar con ese libro. Le habíamos pedido a Juan Ramón que nos hablase de García Lorca, recién muerto en la guerra civil española y recién descubierto por nosotras a través de las actuaciones de Margarita Xirgu en el Teatro Principal de la Comedia. Alguien de la directiva del Lyceum que estaba allí cerca, oyó nuestra petición y propuso a su vez que se hiciera en el Lyceum, en una reunión informal que se organizó enseguida, a la que Juan Ramón quería que asistieran los poetas más jóvenes para que leyeran sus versos.
A los pocos días nos encaminamos a la acogedora casona del viejo Lyceum donde vimos sorprendidas que la modesta reunión que habían pedido «las muchachitas de Hispanocubana», como nos decía Juan Ramón, se había convertido en una reunión por todo lo alto de poetas y escritores cubanos bien conocidos: Brull, Ichaso, Lezama, Ballagas, Serafina Núñez, no sé cuántos más.
De Federico se habló apenas, aunque recuerdo que Juan Ramón dijo que el número de las lavanderas de Yerma le parecía «cosa de zarzuela», si bien me pareció que lo dijo con un respeto mayor hacia el poeta que la indulgencia menos exigente que mostraba hacia los más jóvenes. Allí por primera vez oí hablar de Cernuda, Neruda, Valle Inclán, Valle, como decía Juan Ramón.
Juan Ramón pareció gustar especialmente de algunos poemas que allí se leyeron, sobre todo los de Ballagas, sugiriendo una lectura pública que se dio en efecto en el Teatro Campoamor. Esa fue la fuente del libro, que propició la institución de don Fernando, en cuya solución también intervinieron Chacón y Calvo y Camila Henríquez Ureña, altamente estimados por el poeta.
Recuerdo que en una de las visitas que le hice se mostró muy molesto por lo que estimaba impresión chapucera del libro. Se quejaba de que todos los días recibía paquetes de versos de todas partes de la Isla, que iba a tener que abandonar el país. «Ya he corregido tres veces el título: me le han puesto Melodía en La Habana, Mediodía en La Habana, Melodía en la sabana, mire usted».
Había ido a la imprenta y exigido ver al maquinista. «Dirá usted al jefe de máquinas. En España le llamamos maquinista», contaba Juan Ramón, haciendo sentir todas las «tes» y las «eses»; maquinista, no como quien quiere disminuir un oficio, sino quien sabe que lo ennoblece dándole un nombre más sencillo.
La aristocracia de Juan Ramón, la tan mal entendida «inmensa minoría», no tenía nada que ver con ningún arrogante desapego de clase «alta» económica o social hacia los humildes, que tan fielmente aparecen en las páginas de Platero y yo, tal como después los vimos por las calles de su pobre y blanquísimo Moguer natal, señalando familiarmente la casa o la tumba del poeta. Su «regante» granadino, su mecánico de Moguer, formaban también para él parte de esa «inmensa minoría» de los que trabajan con amor su oficio «gustoso», y no es distinta en la palabra de Juan Ramón que en la del autor popular anónimo del «polo» margariteño, historia de amor y muerte, bien conocida por los pescadores de perlas de la isla Margarita, donde se canta a «la inefable poesía» como «la inmensa aristocracia».
Visitas: 164
Deja un comentario