(Fragmentos)
De pronto, en la biblioteca matancera de mi padre, apareció el librito azul, la Segunda antolojía poética de Juan Ramón Jiménez, con su jota emblemática. Desde las Arias tristes hasta el Diario de un poeta recién casado, lo estuve leyendo y releyendo, sin compartirlo con nadie, durante todo un año. Además de mi deslumbrada iniciación poética, tuve la sensación de que el mundo, con sexo y todo, se enderezaba, era vivible.
De pronto, cuando ya estábamos en La Habana, se apareció Juan Ramón en persona. Toda la poesía cubana se iluminó para recibirlo. Coincidió su llegada con la primera amistad poética de mi vida: la de Eliseo Diego en el Colegio La Luz del Vedado, casi increíble réplica de la Academia de los Catedráticos en Matanzas, aunque ya sin la dirección de Arturo Echemendía. Juntos, Eliseo y yo, con un joven que recuerdo siempre fumando pipa, irónicamente inteligente, empezamos a asistir a las conferencias organizadas por la Institución Hispanocubana de Cultura, bajo la dirección de Fernando Ortiz. Eran los años de la Guerra Civil española, y españoles ilustres eran, y casi todos definitivamente exiliados, los escogidos por la Hispanocubana. Fue así como pudimos escuchar la inolvidable conferencia de Juan Ramón, sabia y melodiosamente presentado por Camila Henríquez Ureña, sobre «El trabajo gustoso».
No sólo los grandes poetas españoles o franceses habían sido sus primeros maestros, sino también «el regante granadino» y «el mecánico de Moguer», los aristos, los mejores, del pueblo trabajador, sin olvidar las lecciones de Platero, cuyo humildísimo pesebre visitaríamos muchos años después Fina y yo.
Fina y yo, por cierto, como Eliseo y Bella, estábamos, sin conocernos aún, en el mismo teatro recibiendo las mismas lecciones. Después, leyendo las colaboraciones cubanas de Juan Ramón, aprenderíamos mucho más: que la poesía pura (en cuanto aspira a la belleza, que se identifica con la justicia) es «inmanente antiimperialista». No planteó Juan Ramón en Cuba ningún conflicto entre poesía «pura» y poesía «social» o «política». El Festival por él organizado y presentado en febrero de 1937 en el Teatro Campoamor, recogido después en libro, fue una prueba absoluta de democracia poética. No faltó allí ninguna voz significativa de aquel momento. Es lamentable que, según era su deseo, no se hubiera establecido aquella tradición. Así podríamos tomarle el pulso anualmente a lo más íntimo de la nación.
En otras páginas he señalado también que Juan Ramón Jiménez fue el único intelectual español de su generación que se percató agudamente de los crecientes venenos del capitalismo norteamericano, según se evidencia en las punzantes, satíricas, clarividentes páginas de su trabajo «Límites del progreso», aparecido en el segundo número de la revista Verbum (1937), inspirada por José Lezama Lima y a él dedicado.
Recuerdo que una mañana salí corriendo como un loco a lo largo de toda mi casa para llegar a la contigua de mi tía Estrella, de donde una voz me había avisado que Juan Ramón me llamaba por teléfono. Era para invitarme a oír música esa noche en el Conservatorio Bach, es decir, en la casa de María Muñoz, la gran amiga de Federico García Lorca, fundadora del Coro Nacional, y Antonio Quevedo, el gran musicólogo y discómano. Todo lo que oímos aquella noche fue de gloria, tanta gloria, por lo menos, como mi silencio cuando Juan Ramón calificó los poemitas de lo que iba a ser mi primer libro en el comedor vacío del Hotel Vedado. Fui con Eliseo por todo Teniente Rey hasta la Casa Úcar. Era el 25 de septiembre de 1938, eran mis 17 años. El increíble autógrafo de Juan Ramón me esperaba, me sigue esperando.
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Publicado en el libro Memorias y olvidos, de Cintio Vitier. Letras Cubanas, 2006.
Leer también «Juan Ramón en el recuerdo de Fina»
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