Juan Ramón Jiménez no arribó a Cuba por La Habana. Desembarcó en Santiago, el día 30 de noviembre de 1936, y desde la hospitalaria ciudad del oriente se trasladó hacia la capital, en compañía de su esposa Zenobia Camprubí, también escritora y además traductora. Juan Ramón andaba próximo a cumplir 55 años y lucía su habitual barba de color castaño oscuro, tal como acostumbramos verlo en las fotografías de archivo.
Fue la Institución Hispano-Cubana de Cultura presidida por Fernando Ortiz la que lo invitó para impartir varias conferencias sobre la poesía española contemporánea, Ramón María del Valle Inclán y otros temas. La visita de Juan Ramón y de Zenobia resultó significativa para el movimiento literario cubano, en el cual ambos se insertaron plenamente.
A instancias del autor de Platero y yo se libró la convocatoria para el Festival de la Poesía Cubana, cuyos premios se leyeron el 14 de febrero de 1937 y posteriormente se editaron con un prólogo de Juan Ramón.
El poeta se sintió en Cuba como en casa, pues en cierta ocasión dijo: «La Habana está en mi imaginación y mi anhelo andaluz, desde niño. Mucha Habana había en Moguer, en Huelva, en Cádiz, en Sevilla».
Y tan bien se sintió que salvo alguna que otra interrupción para salidas al exterior, permaneció en Cuba hasta enero de 1939. Él, que nunca fue hombre de barricadas, sí estuvo muy compenetrado con las inquietudes sociales en los tiempos de la Guerra Civil en España.
En declaraciones publicadas por la revista Bohemia, expresaba: «Yo no he sido nunca político activo, no lo soy, pero mis simpatías han estado siempre con las personas que representan mejor, por su calidad intelectual y moral, la República democrática española».
Desde Cuba también ofreció declaraciones para la revista de izquierdas Mediodía: «Creo que en la historia del mundo no ha existido ejemplo de valor material y moral semejantes al que en este 1936 está dando el gran pueblo español».
A las tertulias literarias que en torno a Juan Ramón y Zenobia se nuclearon asistió buena parte de la intelectualidad cubana de la década del 30, y entre quienes le ofrecieron su amistad estuvieron la familia Loynaz, Emilio Ballagas, Cintio Vitier, Juan Marinello, José Lezama Lima, Eugenio Florit, José María Chacón y Calvo y Fernando Ortiz.
Punto y aparte merece la admiración de Juan Ramón Jiménez por la vida y obra de José Martí. Ello le permitió expresar que «además de su vivir en sí propio, en sí solo y mirando a su Cuba, Martí vive (prosa y verso) en Rubén Darío, que reconoció con nobleza, desde el primer instante, este legado».
Los últimos años de este gran poeta andaluz transcurrieron en dilatado exilio en la isla de Puerto Rico, donde recibió la noticia del otorgamiento del Premio Nobel de Literatura de 1956. Juan Ramón Jiménez murió a los 76 años, el 29 de mayo de 1958. Además de por sus méritos literarios reconocidos universalmente, se le recuerda como un hombre de nobleza e integridad ciudadanas muy arraigadas, como un humanista en el sentido cabal de la palabra.
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Publicado en el libro La Habana, un buen lugar para escribir, de Leonardo Depestre.
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