Los que conocen la estética de Casal, saben (sabemos) que estas «Flores artificiales» de Kavafis se corresponden a la perfección con la mirada del cubano, porque el espíritu del poema es el mismo que anima a las auríferas y esmaltadas flores (y joyas) que Casal riega a lo largo de su obra.
Ambos poetas se aproximan, además, por haber aceptado como maestro a un gran francés que también cantó a lo incorruptible: Charles Baudelaire. Es verdad que en Casal hay una mayor presencia de Paul Verlaine, no en fuera de tono para Kavafis. Si se ha hablado de influencias del primer francés mencionado sobre el cubano[1], el griego no esconde su alto aprecio hacia el autor de Las flores del mal, incluso titulando uno de sus poemas «Como Baudelaire». Ninguno de los dos deja de aprender la lección romántica de ciertos «versos satánicos» del Baudelaire de «Les Phares» o del «Himne á la Beauté» y sobre todo de aquella idea de «Paysage»: «Car je serai plongé dans cette volupté / d’evoquer les Printemps avec ma volonté». Evocar a la naturaleza según la voluntad fue una suerte de fe del cubano y del griego. Ambos poseen la voluptuosidad de evocación de la primavera, como si la estación mudase a su antojo y, como Baudelaire en el poema «A celle que est trop gaie», logran también encontrar: «sur une fleur / 1’insolence de la Nature». Pero tanto Casal como Kavafis contraponen el artificio a la naturaleza insolente.
Más allá de haber bebido directamente en francés las savias de uno de los mayores poetas de ese idioma, Casal y Kavafis presentan otros contactos líricos que podrían resultarnos asombrosos si no fuese porque sabemos que ellos participaban de un «espíritu de época» finisecular común, muy a pesar de la distancia espacial y de las circunstancias de vida. A veces esos contactos se encuentran en detalles dados, por ejemplo, por el placer casaliano de evocar como «exótico» al rey Luis II de Baviera, y el kavafiano de cantar a reyes y reinas greco-alejandrinos. Tienen además comunidad de énfasis en cantos funerales, sobre esculturas y tumbas (que contienen lo escultórico y lo funeral reunidos como en una elegía), pinturas y joyerías brillando en nocturnos poéticos que los distingue y los aproxima. Ambos cantaron repetidamente la muerte de personas jóvenes, se refirieron a la nostalgia y el tedio, versaron sobre idilios, monotonías, voluptuosidad y neurosis; se refirieron a drogas y a vinos espirituosos, a bacanales y fangos de los cuales el alma debía siempre de resurgir pura, incontaminada, blanca, incorrupta… Adoraron los «ojos azules», que están en el título de un poema de Kavafis y en las propias pupilas de Julián del Casal. Manifestaron el culto por lo bello de manera parecida: en un epitafio, Casal casi grita: «¡Amó sólo en el mundo la belleza!», mientras Kavafis, para recordar a «Ammon, muerto a los veintinueve años» (¡a la misma edad que Casal!) exclama: «pero no olvides cantar aquello / que más amamos, su exquisita belleza». Una novela fantástica podría reunir a los dos jóvenes, quizás en la añorada París, para describir la sorpresa del encuentro de dos sensibilidades casi idénticas.
La voluptuosidad es ciertamente algo que los relaciona, y el colmo de ella tendría que centrarse en un poema muy simbólico del asunto: «Salomé». La bailarina cruel, sensual, bellísima, que Casal coloreó en «Mi museo ideal», y que Kavafis evocó en un texto de 1896, tres años después de la muerte del cubano.
Aunque poseen título común, los poemas se diferencian esencialmente. Casal se interesaba por la danza de Salomé (su arte) más que por cualquier cabeza cortada o por la propia seducción femenina. Al mito de la mujer que pide la cabeza del hombre al que presuntamente ama o desea, Casal se opone con el primer plano de la danza artística, al final de la cual se sustituye la cabeza por «un loto blanco con pistilos de oro». El coetáneo colombiano Guillermo Valencia, en «Salomé y Jaakanann», le ofreció a la danzarina un plato de plata que contiene una cabeza sin huellas de sangre. En cambio, Kavafis presentó a una Salomé más cruel que no ahorra, sino duplica, el espectáculo de sangre. Si la Salomé de Casal permanece viva, danzando eternamente como en un cuadro, la de Kavafis paga «ojo por ojo» su crimen, mediante un poema pleno de ironía, incluso de mordacidad, con su cabeza cortada:
Para agradar al sofista griego
Salomé le ofreció en bandeja de oro
la cabeza de Juan el Bautista.
Pero el sofista se mostró indiferente a su amor.
«Salomé», dijo el joven,
«lo que yo deseaba era que me trajeses tu cabeza».
Él lo dijo bromeando
pero al día siguiente uno de sus criados le trajo
la rubia cabeza de su favorita
en una bandeja de oro.
El sofista, absorto en sus estudios,
había olvidado aquel deseo de ayer.
Contempló la sangre que goteaba, y sintió pesar.
Ordenó entonces que se llevasen aquellos
restos sangrientos
de su vista, y continuó
leyendo los diálogos de Platón.
El soneto de Casal quizás tenga más parentesco con el poema de Valencia, por el curioso hecho de hablar de un Tetrarca y no de un sofista, pero sobre todo porque ambos hacen danzar a Salomé y evitan la alusión directa al asesinato y a la visión de la sangre. Dice el soneto casaliano, más visual que anecdótico:
En el palacio hebreo, donde el suave
humo fragante por el sol deshecho,
sube a perderse en el calado techo
o se dilata en la anchurosa nave,
está el Tetrarca de mirada grave,
barba canosa y extenuado pecho,
sobre el trono, hierático y derecho,
como adormido por canciones de ave.
Delante de él, con veste de brocado
estrellada de ardiente pedrería,
al dulce son del bandolín sonoro,
Salomé baila y, en la diestra alzado
muestra siempre, radiante de alegría,
un loto blanco de pistilos de oro.
Es curioso el juego de ironías Kavafis-Casal, intelectiva en el uno, por la indiferencia del sofista sumido en el placer del estudio; esteticista en el otro, por convertir la cabeza del santo en loto y la sangre en pistilos de oro. La mujer danza con una flor en la mano, en pura alegoría, o la mujer ofrece la muerte y luego la recibe… El pictórico soneto casaliano acude al sentido de la vista, en tanto el poema kavafiano medita en versos sobre la doble crueldad. Es claro que son textos diferentes, pero los poetas lo son y no habría que buscar mayores proximidades, que ya la selección temática refuerza. La leyenda de Salomé se mitifica o se convierte en paradigma del amor carnal, circunstancial, incluso frívolo. Lo que importa es el arte: la danza o la lectura.
Se habla de exotismos en Casal y no se alude a lo mismo en Kavafis, porque el poeta habanero cantaba una Grecia clásica idealizada, en tanto Kavafis no menos idealizador, hacia lo mismo, pero esa herencia le era consustancial. Para ambos el exotismo tenía que ver más con la temporalidad idealizada por el temperamento poético, y en ello es posible hallarles correspondencias. Recuérdese también a Oscar Wilde con el gesto teatral de su Salomé, quien pierde la vida violentamente ante el Tetrarca, pero de forma desemejante a como la presenta Kavafis. Es muy curioso que estos cuatro poetas próximos en la edad (un año más joven Wilde, veinte el colombiano Valencia) encuentren en el pasaje de Salomé y San Juan un drama que se resuelve en arte.
Casal y Kavafis eran coetáneos voluptuosos, amantes de los nocturnos, las atmósferas necrológicas, la belleza juvenil; eran refinados artistas de la palabra, hasta exquisitos; unos versos del «Cantante» de Kavafis, curiosamente, podrían caracterizar a Casal: «Alejado del mundo, sólo para la poesía vivía / unos versos bellos eran para él todo cuanto ansiaba». El cubano pudo referirse al griego y no a Rubén Darío, cuando exclamó en «Páginas de vida»: «¡Tú cultivas tus males, yo el mío olvido!». En un supuesto encuentro de ambos poetas en París, digamos en 1890, Kavafis le leería «El poeta y la musa»: «Oh hermano, no son para ti los placeres, las flores, los feraces valles; / ten coraje y avanza. ¡Contempla el amanecer!»; y Casal, replegado, pero lleno de emoción, replicaría con «ansias de traspasar el horizonte» («Bohemios»): «y en lo interior del alma sólo siento / ansia infinita de llorar a solas» («Día de fiesta»).
Poetas paralelos, que se encuentran en el infinito, todavía nos dejan con el amoroso deseo de explorarles más cercanías y distancias asociables. Si no se hallaron en París, ¿lo harían en la eternidad?
Nota
[1]En un poema, «Oda a Julián del Casal», José Lezama Lima se contrapone al punto de vista eurocéntrico de esa influencia: «Tu muerte podría haber influenciado a Baudelaire». No es este el espacio para detallar lo que recibió el cubano de la lectura del francés, pero ello es indudable.
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