Si el ejercicio de la poesía comporta un acto de nobleza y dignidad intrínsecas, entonces —con su vida y obra— este hombre ha engalanado el derrotero de nuestra intelectualidad artística, cual poeta imprescindible de su generación. «Yo no escogí ser poeta. Alguna vez he dicho que la poesía me escogió a mí, y no es mentira». Para entrevistar al «Príncipe de la poesía cubana» debí ponerme un traje de lana gris. Había sido un buen traje, de solapa estrecha, que Pablo Armando Fernández usaba mientras era agregado cultural en Londres. Aunque pasado de moda, estaba intacto cuando se lo regaló a un amigo que le traía a casa pizzas calientes y cuyo joven sobrino debía marcharse como becario hacia el exterior. Enfundado en ese traje, hace ya veinte años, el muchacho desembarcó en la fría noche de Moscú. Ese muchacho, ese becario, ese joven sobrino del amigo de Pablo Armando... era yo. —¿Por qué te empeñas en envejecer? —me regañó cariñosamente el poeta tras reconocerme, sopesando en mi vientre las decenas de libras de más. Sobre su cabeza parecía que, en cualquier momento, se posaría el ave blanca que hace ya tiempo anidó allí... Ese nido de canas es como su corona de viejo «Príncipe»: destella al requiebro de cada metáfora y permite que se le identifique en todo lugar donde esté. En la intimidad de su casa leímos poemas, recordamos, reímos... Junto a la lumbre de su escritura, Pablo Armando Fernández me contestó todo lo que le pregunté. Como si con nuestra conversación rindiéramos tributo al tío Héctor, a aquel inolvidable amigo fiel...
Hace ya muchos años, en un artículo publicado en Lunes de Revolución (número 39, diciembre de 1959) con el título «Un lugar para la poesía», usted afirmó en referencia al «surgimiento del gran poeta que no tenemos aún»: «Para que surja ha de olvidarse el miedo. Miedo a no ser respetado, a no ser respetable, a perder los amigos y el lugar en la antología…» A estas alturas de la vida, cuando ya es un hecho que escogió la poesía como destino, ¿cree haber sido consecuente con esa desafiadora sentencia de juventud?
No he vuelto a releer ese artículo, pero creo que me refería sólo a mi generación, al «gran poeta» que daría mi generación, pues ya entonces estaban Nicolás Guillén, José Lezama Lima, Gastón Baquero, Eugenio Florit… y Emilio Ballagas, poeta también excepcional, al menos para mí.
Ahora pienso que es pretensioso pensar que un poeta es grande. Cada poeta es por sí mismo un orbe, y mientras más diferentes sean los poetas, mejor, pues nos dan una visión mucho más rica del mundo y de la vida.
Sin embargo, hoy reafirmaría que no hace falta esperar por un reconocimiento para crear la obra; no hay que aspirar a verse dentro de la órbita de la grandeza…
Eso sí, yo escribo para publicar, porque hay cosas que experimento a diario y que puedo comunicarle a personas semejantes a mí, no a todas, sino a personas con una sensibilidad familiar, fraterna, con las cuales la distancia es muy poca.
Así se manifiesta el encuentro entre el poeta y el lector, quien termina siendo su asistente porque le da vida. Sin ese otro no existiría la poesía, sin esa comunicación entre dos, que puede ser entre uno y millones…
Entonces, de su generación, ¿cuáles poetas diferenciaría del resto?
José Baragaño era un hombre con gran talento, sin lugar a dudas, un gran poeta, pero muere joven, al igual que Rolando Escardó. Aunque considero que Baragaño era un poeta mucho más personal que Escardó… Pienso también en Roberto Branly, que apenas se le recuerda y, sin embargo, tiene poemas espléndidos, extraordinarios… También pienso en uno que sí fue reconocido desde un inicio: Fayad Jamís.
Por cierto, hablando de los poetas de la generación del 50 en Cuba, sería importante ver —a punto de concluir el siglo— quiénes tienen una obra más orgánica, más consecuente consigo mismo, con su sensibilidad, con su ideología…
Y cuando digo consecuente con respecto a su obra, me estoy refiriendo a algo esencial para un poeta: un poeta es alguien que, en su labor creadora, debe revelar el conocimiento, lo que la luz nos dejó. Y si hoy dice una cosa, y mañana otra, no puede develar la obra de la luz… Claro, siendo chispas de la luz, nosotros —los poetas— nos esparcimos en múltiples direcciones: unos siguen recto; otros se desvían; otros se apagan; otros son tan poderosos que enceguecen… y otros alumbran. Yo estoy por los que alumbran y siguen su destino pleno.
«Lo que el hombre no puede aprender es a soñar y morir. El sueño y la muerte están dentro de nosotros desde el principio…» Es una hermosa frase de Eugenio Florit, quien falleció recientemente en Miami. Usted, que fue su alumno y admirador, ¿podría evocarlo una vez más para nosotros?
Siempre. Ya en texto mío publicado que se llama «Florit en la evocación» o algo así, lo recuerdo desde mi casa, cuando se decían poemas suyos, décimas… las décimas de Trópico. Yo conocí a Florit en Nueva York y me deslumbró su generosidad: él fue la primera persona que habló sobre mi libro Salterio y lamentación (1953), e hizo el prólogo de Nuevos poemas (1955). Fue mi maestro, mi asistente… me acompañó mucho. Me enseñó a regir mi propia sensibilidad, a no confundirme, a no dispersarme… Ejerció sobre mí una influencia poderosísima, sin lugar a dudas.
Yo no volví a verlo. Hay una carta suya esperándome en Miami, que él entregó a un amigo mío. Este amigo quiso mandármela pero yo le dije no, no la mandes, pues Fina García Marruz me acaba de escribir una carta, que se ha perdido, y no quiero perder la de Eugenio, que será ya la última carta que recibiré de él.
Tengo sus libros dedicados y una memoria inconsolable, pues por muchos años dejé de verlo, de oírlo… aunque siempre lo he leído. Siempre ha estado en esta casa con nosotros… Él asistió a la boda mía con Maruja. Era visita una vez al mes. Venía por las noches a conversar y cenar… Era parte de nuestra existencia, de nuestra vida… O mejor, es parte de nuestra existencia, de nuestra vida… Es la familia… Los poetas no mueren… Eugenio Florit no va a morir nunca.
¿Tiene usted algún sueño recurrente?, ¿cómo sobrelleva la antesala de la vejez?, ¿ha pensado en la hora de morir?
Cuando yo era joven, la muerte era un tema de mi poesía. Pero pienso que era algo de pura especulación, de entretenimiento… Creo que no la tomaba muy en serio. Por eso hablaba de la muerte con frecuencia.
Ahora que estoy yo no diría en la antesala, sino en la misma vejez (a los setenta años se es viejo irremediablemente), comprendo que la muerte —que no se sueña— es de una puntualidad total, obscena… no se equivoca, no es transferible ni impostergable… Pero no creo en ella. Dejé de creer en la muerte, aunque sí creo en la ausencia.
He estado en los cinco continentes y donde únicamente sentí la distancia fue en Australia. Estaba yo allá —decía— en la quinta punta de la estrella. Me sentía muy remoto, muy distante de todo, hasta de mí mismo. Y buscaba todo aquello que me acercara a mi memoria, recurriendo a cosas elementales: la arena, la yerba, las flores… Y cuando encontraba algo semejante a mi paisaje natural, pues decía: No, no estoy tan lejos… ésta no es otra estrella; estoy en casa… Esa sensación de distanciamiento es la que puede provocar la muerte, y es la que nos afecta.
Martí decía que la muerte es vía pero no término… Yo creo en la memoria, en la memoria que está en la escritura y que, de algún modo, nos representa a todos. La escritura es el testimonio del conocimiento; la palabra existe para que nosotros sepamos la obra de la vida.
Yo creo en los ciclos de la vida. Tomemos la noche como la muerte, y el día como la vida. Así de simple. Todas las noches, cuando dormimos, vivimos la ausencia en el sueño. Yo he soñado con gente que nunca he visto, con lugares que no conozco, con situaciones de pura ficción… Yo sueño poemas, y me despierto sobresaltado, tratando de recuperarlos. Pero no, no eran míos… eran poemas del sueño.
Estoy convencido que así sucederá el día en que, en silencio, emprenda el viaje hacia no sé qué estrella… Pero sé que volveré a aparecer, y estaré en otro lugar, con otra gente…; pero allí también estaré contigo y con los que conozco. De acuerdo con Paul Jacobs, nos desarrollamos y evolucionamos en grupo, y el grupo siempre es el mismo, porque es el que tiene la memoria del otro.
Usted ha dicho: «Si no hubiese sido poeta no estaría viviendo en Cuba». Pero si en la «otra vida», digamos, no tuviese más remedio que escoger otro lugar y otra profesión para vivir, ¿cuáles escogería?
Yo no escogí ser poeta. Alguna vez he dicho que la poesía me escogió a mí, y no es mentira. Yo era escritor ya a la edad que me hice poeta. He contado que me hice escritor oyendo una novela radial: Cumbres Borrascosas, de Emily Brontë. Esas voces de la radio cubana transformaron mi vida por completo. A partir de entonces fui otra persona, y ello definió mi destino: yo iba a ser un escritor y no quería hacer otra cosa en la vida.
Pero conocí a Carson McCullers, y ella dio constancia de que Manila Hartman, esposa de Harold Gramatges, tenía razón al hablar de mi vocación poética (ahora se va a publicar en Santiago de Cuba Pequeño cuaderno de Manila Hartman, con poemas que escribí entre 1947 y 1951, algunos en Nueva York y otros ya aquí, en Las Tunas).
Carson McCullers tenía un texto mío en inglés, lo leyó y dijo: «Pero esto es poesía…» Yo le dije: «No». Ella lo dividió en líneas y me lo leyó en voz alta. «Esa poesía no es mía, es suya», le dije.
El primer poema que ya escribí como tal —o sea, con la idea de que hacía poesía y no prosa— se llama «Distancia»; está en español y se lo dediqué a Manila Hartman, como todos los demás que ella fue conservando y que ahora se publicarán. No los obtuve hasta 1982 que Manila me los devolvió con algunas cosas más.
Entonces, en la «otra vida» me gustaría volver a ser escritor, que es una forma de no ser, de ser varios, de ser siempre otro, de vivir la vida de otros… como personajes que existen en una novela, un cuento, una obra de teatro…
Cuba sí fue escogida por mí, porque el alma sí selecciona el lugar y la familia de reencarnación. Cuba es como un poema, algo que siempre se está revisando a sí mismo… es también una novela, un cuento, una obra de teatro… donde continuamente cambian la historia, los personajes, los diálogos, las situaciones… Cuba es algo por hacer, como la literatura.
Por tanto, es para mí un privilegio —y será— haber nacido en Cuba y ser escritor en Cuba.
¿Cuál es la fruta cubana que le produce mayor nostalgia, melancolía y morriña por el suelo patrio?
El anón, que —por cierto— hace años no veo, y que mis hijos yo creo que ni conocen. Había una mata de anón en el jardín, y un día desapareció. Había dos; crecieron solas; yo no las sembré… Tal vez fue Yeyé Santamaría quien sembró la que estaba en la entrada de la casa. Pero nunca veo esa fruta… ¿Existe el anón? Con sus ojos internos y externos que son múltiples: ojos verdes, azules, grises… y que, ya dentro, son negros y pulidos…
Entre la gente atractiva que usted ha conocido, ¿a quiénes suele recordar más a menudo?
No podría mencionarlos porque son muchos. Yo siempre digo que nunca me sobraron cinco dólares, pero que tampoco nunca me faltaron. He tenido la vida de un multimillonario, y mis amigos millonarios —que tengo varios— no han vivido una vida tan rica, tan llena de cariño, tan colmada de mimos… como yo, a lo largo de cinco continentes.
A mí me suceden cosas muy extrañas que tienen que ver con el karma. Yo amo Colombia, y cada vez que voy allí, me suceden cosas muy raras… He escrito un libro de poemas a Colombia, a los colombianos, que están por todas partes.
En Melbourne, Australia, me están esperando Flora y Orestes, que son colombianos. Ellos me esperan como a alguien que aman, que besan, que abrazan, que miman, que no saben qué darle… Te invitan a almorzar y después te dicen: «¿Por qué no te acuestas un poquito para que descanses?» Y de pronto te despiertas, y allí están ellos mirándote…
Yo tengo amigos en todos los continentes, amigos de otras razas, que hablan otras lenguas, que profesan otras religiones y hasta otras ideologías…
Usted es una de las pocas personas que puede catalogar públicamente de amigos suyos a figuras irreconciliables entre sí, a figuras de uno y otro lado de la barricada… ¿Tiene enemigos, Pablo Armando?
Constantemente me entero con dolor de gente que se dicen amigos tuyos y no lo son, que hacen juicios gratuitos, ridículos, pobres… que mienten, que desfiguran situaciones… El enemigo existe, sin dudas, pues a veces somos —yo también, por supuesto— seres mediocres, tristes…
No obstante, yo no le otorgaría ningún poder al enemigo. Él puede intentar provocarte, amenazarte…, pero si tú no le pones atención a ninguna de las dos cosas, el enemigo fracasa porque lo dejas sin destino, sin propósito…
Ha sucedido —por ejemplo— que se celebró un cumpleaños mío en Casa de las Américas, una supuesta persona no fue invitada, y ha dejado de hablarme.
Yo no me haría un enemigo, pues no puedo gastar mi fuerza, mi entusiasmo, mi capacidad energética… en el odio, el rencor, el resentimiento, la envidia… que es lo que crea la enemistad.
Usted ha definido Lo cubano en la poesía, de Cintio Vitier, como «uno de los libros mayores de la Patria, un libro de fundación». Sin embargo, hace cuarenta años, desde las páginas de Lunes de Revolución, se le tachó —entre otras cosas— de «libro infortunado hecho a base de lugares comunes, de mezcla de adjetivo y sustantivo, y también ¡no faltaba más! de puntos de vista que son flagrantes puntos de ciego…» (Virgilio Piñera, en artículo «Cada cosa en su lugar», publicado en el ya mencionado número 39.)
¿Cómo explicar la resurrección de ese libro en el ámbito cultural cubano de hoy?
Es que cuando se publicó ese libro había un gran resentimiento entre los miembros de Orígenes y los de Ciclón, pero definitivamente Virgilio no tiene ninguna razón en decir eso. Para nada. Eso es pura retórica… También hubo otros ataques, de gente que no está en la literatura cubana, pero que eran colaboradores de Lunes… De todas maneras es un libro fundamental, sin lugar a dudas. Y tiene una lógica implacable que se mantenga en nuestra continuidad, porque allí está definido lo esencial de lo cubano. Los aspectos más definitorios de nuestra sensibilidad, de nuestra historia, de nuestro intelecto… están bien apresados allí. Por eso es importante ahora, y dentro de un siglo lo será aún más.
Yo mismo, en algún momento, discrepé con Cintio sobre una antología, pero era porque no me incluía a mí.
Cintio me había presentado en el Lyceum, el 9 de septiembre de 1953, cuando yo leí mi libro Salterio y lamentación, que lo hicieron él y Fina; ellos ordenaron uno tras otro los veintisiete poemas de ese cuaderno mío, dándole una vitalidad, una coherencia, una voz que se reconoce… que se las debo a ellos.
Recientemente se lo comenté a Cintio, así como que me molestaba mucho cuando en las antologías que él hacía, nunca me mencionaba…
Desde las páginas de Lunes…, en el artículo suyo ya mencionado, usted lo calificó como «antólogo oficial» de antes de 1959, «el hombre que compilara nuestras antologías oficiales y extraoficiales»…
Yo le podía haber dicho cualquier cosa. Y al comentárselo recientemente, nos reíamos muchísimo pues yo les explicaba que había sido un acto de amor, de amor con rabia —que es lo peor— porque me ignoraban y yo los quería mucho.
Pero ya eso está muy claro, muy claro, en un ensayo que escribí sobre ellos dos, y no sé si conoces mis poemas a Cintio y a Fina, donde hablo de la «sinrazón del corazón». Y nada me hizo tan feliz que cuando volvimos a abrazarnos, a querernos, a ser la familia…
En eso le debo mucho a su hijo Sergio Vitier que, siendo un adolescente, cuando en El Gato Tuerto tocaba la guitarra y Miriam Acevedo cantaba en aquellas noches bellísimas, inolvidables, de los años 60… me ayudó mucho a volver a casa de Cintio y de Fina, que fue la primera casa —después de la de Ballagas— donde yo me sentí como en mi propia casa, donde por primera vez me sentí en casa de la Poesía.
Por cierto, Lezama Lima es el único intelectual consultado que considera Lo cubano en la poesía entre los diez mejores libros cubanos, al responder a la encuesta que Lunes… publicó en su número 126 (octubre de 1961).
Antes, en el número 64 (junio de 1960), se había hecho una encuesta similar bajo la incógnita de «¿Qué libros trataría Ud. de salvar» en caso de que «su biblioteca se viera amenazada de una hecatombe —la bomba atómica, un rayo, la polilla…»
¿Se atrevería a actualizar las listas suyas? Yo se las leo y usted me dice. Así, de la literatura universal, entonces escogió:
- La Biblia
- Teatro completo de Shaskespeare
- Obra poética de César Vallejo
- Cumbres Borrascosas, de Emily Brontë
- Moby Dick, de Herman Melville
- Obras completas de José Martí
- Los Hermanos Karamázov, de Dostoyevski
- Obras escogidas de Quevedo
- La metamorfosis, de Kafka
- Residencia en la Tierra, de Pablo Neruda
Ya no me acuerdo qué criterio seguí para hacer esa lista, pero pensándolo bien, quizás hayan sido los libros que más influyeron en mí, que me dieron un concepto del mundo en que vivía…
Entonces, yo tenía apenas treinta años de edad, y sin dudas son autores y obras que leí con gran pasión en la adolescencia, en la más temprana juventud. Hoy, pasado casi cuarenta años, no podría cambiar ningún título, pero tendría que añadir —por supuesto— otros nombres.
Quizás esté equivocado, pero como hombre educado en la cultura occidental, yo considero que existen cuatro grandes figuras de la literatura universal: Shakespeare, Dante, Cervantes y Goethe. Ya en el siglo XX son otros cuatro: Proust, Kafka, Joyce y Tomas Mann.
¿Y en cuanto a los libros cubanos? Entonces, usted eligió:
- Obras completas de José Martí
- El son entero, de Nicolás Guillén
- Enemigo rumor, de José Lezama Lima
- Obra poética de Emilio Ballagas
- Cincuenta años de poesía cubana, de Cintio Vitier
- Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier
- La sangre hambrienta, de Enrique Labrador Ruiz
- Cuentos fríos, de Virgilio Piñera
- El monte, de Lydia Cabrera
- Así en la paz como la guerra, de Guillermo Cabrera Infante
A Martí, como ves, lo puse en ambas listas. De Guillén, añadiría sus Elegías. En la poesía de Lezama es esencial Fragmentos a su imán, pero el que está más cercano a mi sensibilidad es Enemigo rumor… Sin lugar a dudas, mantendría a Ballagas y la antología de Vitier.
En cuanto a Carpentier, podría añadir otros libros; ocurre que yo me leí Los pasos perdidos antes que El reino de este mundo, y además de este último agregaría El siglo de las luces, que es una obra maestra.
Me quedaría con Labrador Ruiz… Imprescindible El monte para entender este país. Mantengo los Cuentos fríos de Virgilio, por supuesto.
Y de Cabrera Infante podría decir ahora Tres tristes tigres, que entonces no estaba publicado, como tampoco Lezama había publicado Paradiso, y junto a éstas mencionaría otras novelas como Celestino antes del alba o El mundo alucinante, de Reinaldo Arenas…
¿En la actualidad también hay una especie de redescubrimiento de Tres tristes tigres?
Es un extraordinario libro que ha influido poderosamente en tres generaciones o, al menos, en dos. Así, por ejemplo, también tienen tres personajes Las palabras perdidas, de Jesús Díaz, y El vuelo del gato, de Abel Prieto.
Tal y como en la novela de Cabrera Infante aparecen Kodac, Bustrofedón y el narrador, en Las palabras… están El Flaco, el Rojo y el Gordo, y en El gato…, Freddy Mamoncillo, Marco Aurelio y el narrador. Estas novelas comparten lo cubano como sustancia, como esencia, como cultura… Hay en ellas otras semejanzas como es la pasión por la música.
¿Tiene algún poema dedicado a La Habana?; ¿qué sitios de nuestra ciudad prefiere recorrer en las tardes o en las noches?
Sucede que mi memoria de la niñez y de la adolescencia está en Delicias (Las Tunas), y la demás —hasta la juventud—, en Nueva York. Todo mi interés en esos años es establecer un diálogo con esa última ciudad para darle coherencia a mi vida, para no caer en un vacío… A mí Guillermo Cabrera Infante me dijo un día que, al saltar de Gibara a La Habana, él había sentido una gran sacudida, y se preguntaba cómo yo había podido sobrevivir saltando de Delicias a Nueva York. Y es que había mucha más coherencia entre Nueva York y Delicias, donde había una colonia norteamericana, que entre Gibara y La Habana.
En aquella época de mi juventud, cuando venía a Cuba, me pasaba más tiempo en Holguín y Las Tunas. Por La Habana pasaba a ver gente, aunque en 1952 y 1953 trabajé aquí unos meses, pero se me hacía difícil vivirla porque me perdía: era una ciudad totalmente racista, clasista, que yo no entendía muy bien. Si en Nueva York podía escoger a mis amigos, aquí de algún modo te los imponían. Y tenías que tener un número de teléfono determinado; si decías 3, que era el Vedado, entonces se te miraba con respeto…
Yo siempre viví en el Vedado, siempre viví muy bien, pero la vida se me fue haciendo cada vez más difícil, además de las tensiones que surgieron después de que Batista tomó el poder en 1952 y, un año después, Fidel atacara el Cuartel Moncada.
Mi estado de conciencia con respecto a lo que estaba ocurriendo aquí en Cuba, lo recuperé en Nueva York cuando escribí Las armas son de hierro, una obra de teatro que llevó a escena el Movimiento 26 de julio y fue dirigida por Humberto Arenal, a quien le debo mucho al igual que a Miriam Acevedo. Es una obra muy bella, que aquí nunca se ha puesto, y que este año pensamos escenificar en Holguín, y editarla además.
En una novela inédita que se llama Una ilusión mayor, intento por primera vez escribir algo sobre La Habana… Yo camino mucho por la Habana Vieja; hoy mismo lo hice por la calle Oficios, arriba, abajo, y cuando llegué a la esquina de Luz y Oficios, que miré hacia los altos, recordé a Calvert Casey… De allí salió, y no volvió…
Tengo un poema que se llama «La ciudad nuestra de Portocarrero», que es a La Habana. Ella es para mí también algo por rehacer, por descubrir, por desentrañar sus enigmas… como Cuba, como la Poesía… Es lo mismo.
Usted ha escrito cientos de poemas…
Tengo trescientos sin publicar, que es lo peor; un libro completo en inglés que tiene como sesenta poemas; además del ya mencionado Pequeño cuaderno de Manila Hartman. No sé cómo conformar al menos otros tres volúmenes, porque —junto a poemas escritos entre 1990 y 1999— hay otros de los años 60 y 70 que nunca se publicaron. Tengo un largo poema inédito a Roque Dalton, escrito en 1975 cuando Roque desapareció.
Me asalta una gran urgencia de recoger todo esto en libro, pero no sé cómo hacerlo pues son poemas basados en el hogar, la familia, el camino… y la memoria.
Entre 1990 y 1998, publiqué cuatro libros en Europa, que serán recogidos próximamente en una edición de la Unión de Escritores: Velad (Cádiz, 1991), Ronda de encantamiento (Roma, 1990), Nocturno de San Cugat (Nueva Delhi, 1995) y Libro de la vida (Sevilla, 1997). También saldrán allí poemas publicados en revistas como Casa de las Américas, Unión, Lunes de Revolución… que no sé por qué razón no incluí en Un sitio permanente (Premio Adonais, Madrid, 1970) o en Aprendiendo a morir (Barcelona, 1983), libros unificados posteriormente bajo el título de Campos de amor y de batalla (1984).
De todos esos poemas, ¿se sabe alguno de memoria?
Solamente cuatro líneas: El complicado mundo/ simplificó mi vida/ La gente simple/ complicó mi mundo.
La última página del último número de Lunes de Revolución (número 129, noviembre de 1961) tiene un poema suyo a Pablo Picasso…
Sí, «Rosa esta, rosa esta, rosa esta» … Yo tengo un libro de cincuenta poemas dedicados a pintores… desde Víctor Manuel a Nelson Domínguez, pasando por Raúl Martínez, Antonia Eiriz, Umberto Peña…
De eso quería preguntarle… ¿Cómo ha sido su relación con los pintores?
Muy íntima. Ahora mismo, este libro que va a publicar la Unión de Escritores reproduce los dibujos que hizo Zaida del Río para Ronda de encantamientos y los que hizo el mexicano Juan Sebastián para Nocturno en San Cugat. Tengo muchos dibujos de Nelson para el gran volumen que pienso hacer con mis poemas inéditos…
Se le profesa un gran respeto a Antonia Eiriz, ¿por qué?
Aún en los tiempos difíciles, cuando nadie quería vernos, Antonia iba a mi casa. Ella es un caso excepcional de artista, pues era de una autenticidad total y, al sentir que en un momento determinado su obra no era mirada con el amor y respeto que merecía, dejó de pintar.
Entonces, se dedicó al magisterio todo el tiempo, ya que pensaba que podía hacer con los demás lo que ya no podía hacer por sí misma. Y creó en su barrio un mundo fabuloso de papier maché, e hizo cosas bellísimas, dignas de museo.
Yo escribí un texto sobre ella cuando su última exposición en París. Después se fue a los Estados Unidos y allá murió. Tuvo un destino muy extraño, ese destino extraño de la diáspora…
Este país —que se hace día a día con seres que tienen un pie en un sitio, y otro, en otro; que tienen la mirada en el horizonte…— crea destinos como el de Antonia. Es una pena que hoy no esté en su totalidad con nosotros.
Empinada por la ola de la Revolución, su generación literaria logró reconocimiento y fama en una época; sin embargo, no pocos de sus miembros vieron trocadas sus vidas tal y como si la inercia histórica los hubiese arrojado de cabeza sobre los arrecifes… Ya que usted también sufrió su cuota de ostracismo, ahogándose en el silencio de publicación por intervalo de catorce años, pero a diferencia de otros congéneres suyos se quedó en Cuba y goza ahora de reconocimiento oficial y público… ¿no teme parecer un náufrago con demasiada suerte, una suerte de poeta «flotante» después de la tormenta?
No, no… Aquí están también Antón Arrufat, Miguel Barnet, Nancy Morejón, Humberto Arenal… y podría citar muchos otros más, pero siempre los nombres son engorrosos, ya que puedes olvidarte inconscientemente de alguien… Antón, por ejemplo, sufrió tanto como cualquiera de nosotros…
Yo te diré que regresé a Cuba, a su historia, a su memoria, a su sensibilidad… y eso no tiene nada que ver con la burocracia mediocre que puede haber en cualquier sociedad. No hay que ofenderse… También mediocre puedo ser yo. En mi libro Los niños se despiden se dice en algún momento: «Los hombres son tristes y se mueren, aún en Sabanas…»
Yo regresé a estas realidades, a estas esencias, y no hay —ni habrá— nada que pueda separarme de ellas… Porque lo demás, que se considera fama, gloria, dinero… no te conduce a nada. Un libro puede tener un gran éxito durante un tiempo, y después se olvida. Muchos de los escritores que me formaron a mí, ya nadie los lee, pero volverán, estoy seguro, porque están aquí, eternamente.
El calificativo de «Príncipe de la poesía cubana», ¿quién se lo dio?
Ja, ja… No tengo la menor idea, la gente lo dice, y no sé por qué. Es un acto de cariño… A mí me besan mis amigos todos, y eso tampoco lo entendería la gente común… Ja, ja…
***
Tomado de la revista Opus Habana, Vol. III, No. 2, 1999, pp.16-23.
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